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Miguel de Unamuno

"Una historia de amor"

Capítulo 4

Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Una historia de amor
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IV

La línea seguía las riberas del río, que preso en una hoz iba a rendir al mar sus casi siempre amarillas aguas. A un lado y otro se alzaban en arribes tierras de viñedo, o almendros, olivos, pinos y, a trechos, naranjos y limoneros. Los salientes de los escarpes formaban a la vista, según los rodeos del río, ensambles en cola de milano. A espacios, en las presas que se le habían hecho al río, pequeños y miserables molinos de la más antigua calaña: una tosca piedra molar cubierta por una choza de ramaje. Bajaban el río, a la vela, grandes barcas cargadas de toneles, o le remontaban, impelidas por largos bicheros que manejaba un hombre desde una especie de púlpito.

Ricardo y Liduvina, acurrucados en una esquina del vagón, miraban vagamente a las quintas sembradas por los arribes del río, entre la verdura, y oían una conversación en lengua extranjera de que apenas si cazaban el sentido de alguna que otra palabra. En una estación, al ver que se vendían naranjas, antojáronsele a ella. Necesitaba refrescar los resecos labios, distraer manos y boca en algo. Mondóle Ricardo una de las naranjas y se la dió mondada; Liduvina la partió por la mitad y alargó una de ellas a Ricardo. Después mordió medio gajo, miró a los compañeros de coche y, al verlos distraídos, dió a su novio el otro medio.

En otra estación comieron; una comida triste. Liduvina, que de ordinario no bebía sino agua, tomó un vaso de vino. Y repitió el café. Ricardo fingía una serenidad que le faltaba. ¡Oh, si hubieran podido volverse, deshacer lo hecho! Pero no; el tren, imagen del destino, les llevaba a él encarrilados. En cualquier lado que se quedasen tenían que esperar al otro día para la vuelta.

— ¡Gracias a Dios!— exclamó ella cuando hubieron llegado a la estación de su destino.

Llegaron al hotel, pidieron cuarto y encerráronse entre sus triste paredes.

A la mañana siguiente se levantaron mucho más temprano que habían pensado la víspera. Parecía abrumarles una enorme pesadumbre fatal; en sus ojos flotaba la sombra del supremo desencanto. Los besos eran inútiles llamadas. Creían haber sacrificado el amor a un sentimiento menos puro. Ricardo rumiaba el «Id y predicad la buena nueva»; por la mente de Liduvina cruzaban el silencio de su madre, el ceño de su hermana y, sobre todo, el ciprés del convento. Echaba de menos la tristeza penumbrosa que hasta entonces la había envuelto. ¿Era aquello, era aquello el amor?

Era un sentimiento de estupor el que les embargaba. Cuando creían que con aquella resolución románticamente heroica habíanse de encontrar en una cima soleada, toda luz y aire libres, encontrábanse al pie de una fragosa y escarpada cuesta. Aquello no era ni aun la cumbre de un calvario, era el arranque de una vía de la amargura. Ahora, ahora era cuando, en vez de acabar, empezaba el sendero, sembrado de abrojos y zarzales, de su pasión. Aquella noche era la coronación de las otras noches plácidas y melancólicas de la reja, era el comienzo de una vida. Y así les pesaba, como pesa el comienzo de la ascensión a una montaña cuya cresta se pierde entre las nubes.

Sentíanse, además, avergonzados, sin saber de qué. El desayuno fue de inquietud. Ella apenas quiso probar nada. Le mandó a él que saliese del cuarto para vestirse sin que la viera. Y se lavó, jabonó y fregoteó la cara con verdadero frenesí, casi hasta hacerse sangre.

— ¿Qué, acabaste? — preguntó él desde afuera.

—No; espera aún un poco.

Se arrodilló junto a la cama y rezó un instante como nunca había rezado, pero sin palabras. Se entregó en brazos de la Providencia. Después abrió la puerta a su novio. ¿Novio? ¿Cómo le llamaría en adelante?

Salieron de bracete, sin rumbo, a callejear.

El corazón de ella palpitaba contra el brazo derecho de él, que se atusaba nerviosamente las guías del bigote. Miraban a todos con recelo, por si topaban con alguna cara conocida. Caminaban de sobresalto en sobresalto; pero todo menos volver todavía al hotel. ¡No, no! Aquel cuarto frío, de muebles desconchados, de estuco lleno de grietas, aquel cuarto donde cada noche dormía un desconocido diferente, les repelía. Su único consuelo era verse envueltos en los ecos mimosos de una lengua casi extranjera. Alguna mujer del pueblo, de aire agitanado, de andares lánguidos, que se les cruzaba en el camino arrastrando sus chancletas o descalza, les miraba con una cierta curiosidad soñolienta. Otras veces era un carro con unos bueyecitos rubios bajo un gran yugo de alcornoque, lleno de talla, que recordaba los de la portada de la Colegiata de su ciudad.

Sentían ganas de un supremo desahogo del sentimiento; pero en ciudad ajena, ¿dónde desahogar el corazón? ¿Qué hay en ella que nos pueda ser hogar? Al pasar junto a una iglesia, sintió Ricardo en su brazo que el seno palpitante de Liduvina le empujaba. Entraron.

Tomó ella agua bendita con las yemas del índice y el corazón de su mano derecha, y se la dió a él, mirándole con turbios ojos a los ojos turbios. Quedáronse cerca de la puerta: él sentado en un banco, contra la pared, en lo oscuro, y ella se arrodilló delante de él, apoyó los codos en el banco de delante y acostó la cara en las palmas de las manos. En el templo no había sino una pobre mujer, casi anciana, con un pañuelo echado sobre la cabeza, que recorría de rodillas el vía-crucis. Adelantando alternativamente las rodillas bajo un vientre enorme, que le temblaba, iba, con su rosario en la mano, dando la vuelta al templo, de altar en altar. En el mayor se alzaban en gradería de pirámide las luces del Santísimo. El silencio casaba con la sombra.

De pronto, sintió Ricardo los sollozos contenidos de Liduvina; la oyó llorar. Y a él se le rompió también la represa del llanto. Arrodillóse junto a su novia, y así, tocándose, lloraron en común la muerte de la ilusión.

Cuando salieron a la calle parecía todo más sereno, a la vez que más triste.

— Lo que hemos hecho, Liduvina... — se atrevió a empezar él.

Y ella continuó:

— Sí, Ricardo, nos hemos equivocado...

—Es que esto no tiene ya remedio...

— ¡Al contrario, hombre! Ahora es cuando le tiene, ahora todo está claro.

— Tienes razón.

—Lo malo es que...  

— ¿Qué. nena mía?

— Que al pueblo no podemos volver. ¿Con qué cara me presento yo a mi madre y a mi hermana? ¿Y cómo vamos a salir allí a la calle?

—Pues tú fuiste, tú, Liduvina, la que más querías afrontar el qué dirán de las gentes...

— El qué dirán, sí; pero no es lo peor lo que digan; eso me importa poco...

— ¿Pues qué?  

— ¡El que se reirán, Ricardo!

— ¡Es verdad!

Una vez en el hotel mezclaron sus lágrimas. Fingió el tener que salir a una diligencia, a cambiar dinero; mas fue para darle a ella ocasión y tiempo, tomándoselos él por su parte, de escribir a sus casas.

Y al otro día emprendían el regreso. Ella se quedaría en un pueblecito donde moraba una tía, hermana de su padre, pues por nada del mundo afrontaría de nuevo el silencio de su madre y el ceño de su hermana; él bajaríase en la estación próxima a la ciudad, para entrar, de noche ya y por caminos excusados, en casa de su padre.

Tristísimo fue el regreso. Los mismos viñedos, los mismos pinares, olivares, naranjales, los mismos molinos y las barcas mismas. Al llegar a la frontera, parecía como si las montañas de la patria les abriesen maternalmente los brazos para recibirlos. Eran los hijos pródigos; pero pródigos... ¿de qué? Escondíanse en el coche por si entraba algún conocido y les reconocía. El sentimiento de la vergüenza y, lo que es aún peor, el del ridículo, les embarazaba. Porque aquello había sido ridículo, completamente ridículo; una chiquillada que no se perdonaban.

Al llegar a la estación del pueblecillo en que moraba la tía de Liduvina, viola ésta que le esperaba. Estrechó convulsivamente la mano de Ricardo. «Te escribiré, querido»— le dijo, y salió. El se acurrucó más aún en su asiento para no ser visto.

— ¡Vamos, mujer, vamos; parece mentira! — le dijo a Liduvina su tía, y la encerró cuanto antes pudo en un coche, que partió al instante.

Y una vez solas en el coche las dos, se limitó a decirle su tía:

— ¡Francamente, no te creía tan chiquilla! Si hubiera vivido tu padre, mi hermano, de seguro que no habría ocurrido esto. Pero allí... con aquéllas... ¡Vaya, chiquilla, vaya!

Liduvina callaba, mirando al cielo.

Ricardo se quedó mirando cómo el coche se perdía tras la cuchilla de una loma, sobre la que asomaba la espadaña de la iglesia del lugarejo.

Llegó él a la estación anterior a la ciudad, y a la caída de la tarde emprendió a pie la vuelta a casa. El sol se ponía tras la torre de la Colegiata, en un cielo limpio de nubes. Las campanas lanzaron la oración; descubrióse Ricardo y rezó, repitiendo hasta tres veces el «y no nos dejes caer en la tentación». Y después, al concluir el «ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», añadió: «Id y predicad la buena nueva por los pueblos todos».

— ¡Majadero!

Esto fue lo único que le dijo su padre cuando, anochecido ya, le vió entrar en casa, furtivamente.

 

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