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Miguel de Unamuno

"Nada menos que todo un hombre"

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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 
Nada menos que todo un hombre
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Toda una noche espesa, tenebrosa y fría, sin estrellas, cayó sobre el alma de la pobre Julia al verse encerrada en el manicomio. El único consuelo que le dejaban es el de que le llevaran casi a diario a su hijito para que lo viera. Tomábalo en brazos y le bañaba la carita con sus lágrimas. Y el pobrecito niño lloraba sin saber por qué.

— ¡Ay, hijo mío, hijo mío!— le decía — . ¡Si pudiese sacarte toda la sangre de tu padre...! ¡Porque es tu padre!

Y a solas se decía la pobre mujer, sintiéndose al borde de la locura: «¿Pero no acabaré por volverme de veras loca en esta casa, y creer que no fue sino sueño y alucinación lo de mi trato con ese infame conde? ¡Cobarde, sí, cobarde, villano! ¡Abandonarme así! ¡Dejar que me encerraran aquí! ¡El michino, sí, el michino! Tiene razón mi marido. Y él, Alejandro, ¿por qué no nos mató? ¡Ah, no! ¡Esta es más terrible venganza! ¡Matarle a ese villano michino...! No, humillarle, hacerle mentir y abandonarme. ¡Temblaba ante mi marido, sí, temblaba ante él! ¡Ah, es que mi marido es un hombre! ¿Y por qué no me mató? ¡Otelo me habría matado! Pero Alejandro no es Otelo, no es tan bruto como Otelo. Otelo era un moro impetuoso, pero poco inteligente. Y Alejandro... Alejandro tiene una poderosa inteligencia al servicio de su infernal soberbia plebeya. No, ese hombre no necesitó matar a su primera mujer; la hizo morir. Se murió ella de miedo ante él. ¿Y a mí me quiere?»

Y allí, en el manicomio, dió otra vez en trillar su corazón y su mente con el triturador dilema: «¿Me quiere, o no me quiere?» Y se decía luego: «¡Yo sí que le quiero! ¡Y ciegamente!»

Y por temor a enloquecer de veras, se fingió curada, asegurando que habían sido alucinaciones lo de su trato con el de Bordaviella. Avisáronselo al marido.

Un día llamaron a Julia adonde su marido la esperaba, en un locutorio. Entró en él, y se arrojó a sus pies sollozando:

— ¡Perdóname, Alejandro, perdónamel

— Levántate, mujer — y la levantó.

— ¡Perdóname!

— ¿Perdonarte? ¿Pero de qué? Si me habían dicho que estabas ya curada..., que se te habían quitado las alucinaciones...

Julia miró a la mirada fría y penetrante de su marido con terror. Con terror y con un loco cariño. Era un amor ciego, fundido con un terror no menos ciego.

— Sí, tienes razón, Alejandro, tienes razón; he estado loca, loca de remate. Y por darte celos, nada más que por darte celos, inventé aquellas cosas. Todo fue mentira. ¿Cómo iba a faltarte yo? ¿Yo? ; A ti? ¿A ti? ¿Me crees ahora?

— Una vez, Julia — le dijo con voz de hielo su marido — , me preguntaste si era o no verdad que yo maté a mi primera muier, y, por contestación, te pregunté yo a mi vez que si podías creerlo. ¿Y qué me dijiste?

— ¡Que no, que no lo creía, que no podía creerlol

— Pues ahora yo te digo que no creí nunca, que no pude creer, que tú te hubieses entregado al michino ese. ¿Te basta?

Julia temblaba, sintiéndose al borde de la locura; de la locura de terror y de amor fundidos.

— ¿Y ahora — añadió la pobre mujer abrazando a su marido y habiéndole ai oído—, ahora, Alejandro, dime, me quieres?

Y entonces vió en Alejandro, su pobre mujer, por vez primera, algo que nunca antes en él viera; le descubrió un fondo del alma terrible y hermética que el hombre de la fortuna guardaba celosamente sellado. Fue como si un relámpago de luz tempestuosa alumbrase por un momento el lago negro, tenebroso de aquella alma, haciendo relucir su sobrehaz. Y fue que vió asomar dos lágrimas en los ojos fríos y cortantes como navajas de aquel hombre. Y estalló:

— ¡Pues no he de quererte, hija mía, pues no he de quererte! ¡Con toda el alma, y con toda la sangre, y con todas las entrañas; más que a mí mismol Al principio, cuando nos casamos, no. ¿Pero ahora? ¡Ahora sí! Ciegamente, locamente. Soy yo tuyo más que tú mía.

Y besándola con furia animal, febril, encendido, como loco, balbuceaba: «¡Julia! ¡Julia! ¡Mi diosa! ¡Mi todo!»

Ella creyó volverse loca al ver desnuda el alma de su marido.

— Ahora quisiera morirme, Alejandro — le murmuró al oído, reclinando la cabeza sobre su hombro.

A estas palabras, el hombre pareció despertar y volver en sí como de un sueño; y como si se hubiese tragado con los ojos, ahora otra vez fríos y cortantes, aquellas dos lágrimas, dijo:

— Esto no ha pasado, ¿eh, Julia? Ya lo sabes; pero yo no he dicho lo que he dicho... ¡Olvídalol

— ¿Olvidarlo?

— ¡Bueno, guárdatelo, y como si no lo hubieses oídol

— Lo callaré...

— ¡Cállatelo a ti misma!

— Me lo callaré; pero...

—¡Basta!

— Pero, por Dios, Alejandro, déjame un momento, un momento siquiera... ¿Me quieres por mí, por mí, y aunque fuese de otro, o por ser yo cosa tuya?

— Ya te he dicho que lo debes olvidar. Y no me insistas, porque si insistes, te dejo aquí. He venido a sacarte; pero has de salir curada.

— ¡Y curada estoy! — afirmó la mujer con brío.

Y Alejandro se llevó su mujer a su casa.

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