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Miguel de Unamuno

"El marqués de Lumbría"

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Música: Schumann Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie"
 

El marqués de Lumbría
(Continuación)

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Viudo, joven, dueño de una considerable fortuna, la de su hijo el marqués, y preso en aquel lúgubre caserón cerrado al sol, con recuerdos que siendo de muy pocos años le parecían ya viejísimos. Pasábase las horas muertas en un balcón de la trasera de la casona, entre la yedra, oyendo el zumbido del río. Poco después reanudaba las sesiones del tresillo. Y se pasaba largos ratos encerrado con el penitenciario, revisando, se decía, los papeles del difunto marqués y arreglando su testamentaría.

Pero lo que dió un día que hablar en toda la ciudad de Lorenza fue que, después de una ausencia de unos días, volvió Tristán a la casona con Carolina, su cuñada, y ahora su nueva mujer. ¿Pues no se decía que había entrado monja? ¿Dónde y cómo vivió durante aquellos cuatro años?

Carolina volvió arrogante y con un aire de insólito desafío en la mirada. Lo primero que hizo al volver fue mandar quitar el lienzo de luto que cubría el escudo de la casa. «Que le da el sol — exclamó — , que le da el sol, y soy capaz de mandar embadurnarlo de miel para que se llene de moscas.» Luego mandó quitar la yedra. «Pero Carolina — suplicaba Tristán — , ¡déjate de antiguallas!»

El niño, el marquesito, sintió desde luego en su nueva madre al enemigo. No se avino a llamarla mamá, a pesar de los ruegos de su padre; la llamó siempre tía. «¿Pero quién le ha dicho que soy su tía? — preguntó ella — . ¿Acaso Mariana?» «No lo sé, mujer, no lo sé — contestaba Tristán — ; pero aquí, sin saber cómo, todo se sabe.» «¿Todo?» «Sí, todo; esta casa parece que lo dice todo...» «Pues callemos nosotros.»

La vida pareció adquirir dentro de la casona una recogida intensidad acerba. El matrimonio salía muy poco de su cuarto, en el que retenía Carolina a Tristán. Y en tanto, el marquesito quedaba a merced de los criados y de un preceptor que iba a diario a enseñarle las primeras letras, y del penitenciario, que se cuidaba de educarle en religión.

Reanudóse la partida de tresillo; pero durante ella, Carolina, sentada junto a su marido, seguía las jugadas de éste y le guiaba en ellas. Y todos notaban que no hacía sino buscar ocasión de ponerle la mano sobre la mano, y que de continuo estaba apoyándose en su brazo. Y al ir a dar las diez, le decía: «¡Tristán, ya es hora!» Y de casa no salía él sino con ella, que se le dejaba casi colgar del brazo y que iba barriendo la calle con una mirada de desafío.

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