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"El desventurado prometido de Aurelia"

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El desventurado prometido de Aurelia
 

Los hechos que voy a relatar se hallan consignados en una carta que me dirige cierta señora residente en la hermosa ciudad de San José. No conozco a la autora de la misiva. Fírmase Aurelia María, lo que bien pudiera ser un seudónimo. Como éste es un detalle que en nada afecta al interés del relato, debo no parar mientes en él y abordar de lleno el asunto. Según puedo colegir por la simple lectura del documento, la joven Aurelia ha sufrido mucho en el mundo, y además se encuentra sin saber qué hacerse en un momento decisivo de su vida. Quiere contraer matrimonio; pero, de una parte, se lo impiden consejos más o menos interesados de amigos y parientes, y de otra, dificultades de un género nuevo en absoluto. A pesar de los pesares insiste en casarse, y creyendo que mi opinión ha de sacarla del aprieto, me escribe solicitándola, por cierto con elocuencia capaz de conmover a una estatua.

Sabed, ahora, la triste historia de Aurelia. Acababa de cumplir diez y seis años cuando encontró en su camino a un guapo chico de New-Jersey, llamado Williamson Breckinridge Caruthers. Le vió y le amó con todo el ardor de que es capaz un corazón meridional, teniendo la suerte de ser correspondida. Juraron ser el uno del otro, con el consentimiento de sus respectivas familias, y durante algún tiempo fueron felices. Su existencia parecía hallarse caracterizada por una inmunidad contra la desgracia algo superior a la que poseen ordinariamente los humanos. De improviso, cambió la faz de la fortuna. El bello Caruthers fue atacado por la viruela negra, pero no una viruela negra benigna, sino viruela de las más virulentas y destructoras. De modo que, cuando Caruthers recobró la salud, parecía su cara un plano en relieve de las Montañas Rocosas. ¡Desventurado Williamson!... ¡Su hermosura había huido para siempre!...

Aurelia pensó en un principio romper su compromiso, más, llevada de compasión, se limitó a aplazar la boda unos meses, dejando al pobre Caruthers tranquilo y lleno de dulces ilusiones. La víspera del día fijado para el matrimonio, Breckinridge, que contemplaba distraídamente el vuelo de una cometa, cayó en un pozo y se rompió una pierna. Hubo que amputársela por encima de la rodilla.

Por segunda vez intentó Aurelia libertarse de la palabra empeñada, pero no obstante, volvió a triunfar el amor, y quedó en suspenso la boda hasta que Williamson estuviera completamente restablecido.

Nuevo infortunio, no más leve que los anteriores, impidió la celebración del enlace. Hallábase Caruthers presenciando las salvas de artillería conmemorativas de la Independencia americana, cuando el disparo imprevisto de un cañón le arrebató un brazo. Tres meses después llevábase el otro, entre sus estrías, la rueda de una máquina cardadora. Al saber Aurelia esta serie de desgracias creyó morirse de desesperación. Afligíase al ver que su prometido la iba abandonando pedazo tras pedazo, y pensaba que, de seguir tal sistema de reducción, muy pronto no quedaría gran cosa de Williamson, pues ella carecía de medios para detenerle en el funesto camino emprendido.

En su hondo padecer llegaba casi a lamentar, como el negociante que se obstina en seguir una empresa y pierde cada vez más dinero, el no haber aceptado a Breckinridge antes de que hubiera sufrido tan alarmante disminución. Sobrepúsose el afecto, decidiendo por fin Aurelia hacer frente a toda costa a las deplorables disposiciones de su prometido.

De nuevo se aproximó el día de la boda y de nuevo se amontonaron las nubes de la desilusión. El incorregible Caruthers enfermó de erisipela y perdió completamente el ojo derecho. La familia y los amigos de la joven, considerando que ésta había demostrado mucha mayor obstinación generosa de la que racionalmente podía exigírsele, intervinieron por tercera o cuarta vez, y casi lograron que desistiese de su empeño. Digo «casi» porque la ruptura no llegó por fin a ser un hecho. Aurelia dijo que sí, al escuchar los razonamientos de sus consejeros, pero luego se volvió atrás, reflexionó unos instantes y declaró que, después de todo, no daba Breckinridge ningún motivo de censura. En consecuencia, aplazóse la boda, y en el intermedio, Caruthers se rompió la otra pierna.

Fue un día negro para la generosa niña aquél en que vió a los médicos llevarse en un saco el cuarto pedazo de Williamson. Lloró como una Magdalena pensando que de día en día iba reduciéndose la esfera de sus afectos; pero con tenacidad de mártir, resistióse a las súplicas familiares, y reiteró a Breckinridge su palabra de casamiento.

Pocos días antes del término fijado para la boda, ocurrió la última desdicha. En todo el año sólo hubo un hombre que cayese entre las manos de los indios de Owen River; aquel hombre fue Williamson Breckinridge Caruthers, de New-Jersey. El infortunado amante acudía a casa de su prometida, entregado a dulces ensueños de amor, cuando lo cazaron los pieles-rojas y le mondaron el cráneo. Los crueles coleccionistas de cabelleras dejaron la cabeza de Caruthers como un queso de bola a medio raspar.

Tal es la situación dEl desventurado prometido de Aurelia en la actualidad. La abnegada muchacha continúa queriéndole, a pesar de todo, y de ahí que me consulte. «¿Qué debo hacer?—dice al final de su estimable carta—. Yo amo a Williamson, o al menos, o lo que queda de Williamson. Mi familia se opone con todas sus fuerzas al matrimonio, porque mi novio, tras de hallarse imposibilitado para ganar el pan, es todavía más pobre que yo, y yo no sé lo que son cinco dollares reunidos. Ruego a usted que me saque de estas angustiosas dudas. En espera de su respuesta, etc.»

* * *

Contestar categóricamente o una pregunta de esa naturaleza es algo más difícil de lo que parece. Se trata de dar una respuesta clara, terminante, sin ambigüedades. Va en ello la suerte y quizá la vida de una mujer y de casi las dos terceras partes de un hombre. A mi juicio fuera asumir enorme responsabilidad contestar haciendo una indicación vaga y sólo con el deseo egoísta de salir del paso.

Vamos a ver; ¿costaría mucho la reconstrucción completa de Breckinridge? Porque de ser cosa económica, podíamos intentar algo en ese sentido, destinando parte de mis economías a la compra de dos brazos, dos piernas, una peluca y un ojo de cristal, con destino al buen Williamson. Creo que todos saldríamos ganando algo: él quedaría muy presentable, la novia muy contenta y yo muy satisfecho de haber contribuido a la felicidad de dos seres que se aman. Hecha la reconstrucción, que conceda mi comunicante a su adorado un plazo improrrogable de noventa días, con objeto de que se habitúe al uso de sus nuevas adquisiciones, y si en ese término Breckinridge no se deja los sesos en alguna parte, que se casen benditos de Dios.

Así, pues, apreciabilísima señorita, si su prometido cede aún a esa su tentación extraña de fracturarse algo cada vez que encuentra oportunidad favorable, su próxima experiencia le será seguramente fatal, y en tal caso quedará usted tranquila para siempre. Suponiendo que se hayan ustedes casado al ocurrir la catástrofe, heredará usted por derecho propio las piernas, los brazos y otras menudencias del difunto. Entonces, en realidad, sólo perdería usted el último trozo viviente de un marido honrado y desgraciadísimo que dedicó su vida a satisfacer incomprensibles instintos de destrucción. Intente usted la prueba, señorita. Pie meditado el asunto, y crea usted quo es la única solución razonable. Claro es que Caruthers hubiera procedido cuerdamente empezando por estrellarse los sesos. Pero, puesto que ha elegido otro sistema queriendo, sin duda, prolongarse todo lo posible, no tenemos derecho a mezclarnos en cuestiones íntimas. Saque usted el mejor partido de las circunstancias y piense que quizá está la felicidad conyugal en que uno de los consortes se encuentre como Breckinridge.

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