La hija desheredada |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
La hija desheredada |
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Hubo, hace mucho tiempo, en la Gran Bretaña, un rey llamado Lear, que tenía tres hijas, Gonerila, Regana y Cordelia. Amaba el rey tiernamente a las tres, pero sentía cierta predilección por Cordelia, que era la más joven. La mayor, Gonerila, estaba casada con el duque de Albania; Regana, con el duque de Cornuailles. Cordelia era soltera y tenía dos pretendientes, los príncipes de Francia y de Borgoña. Al llegar el rey Lear a la vejez, quiso echar de sí la pesada carga del gobierno del Estado y determinó repartir el reino entre sus tres hijas, reservando, empero, la mejor parte para su hija predilecta: quiso saber, pues, de cada una de ellas hasta dónde llegaba el afecto que le profesaba, no dudando que la que se aventajaría en amor hacia el sería Cordelia: el bueno del rey lo daba por descontado. La primera en responder a la invitación paterna fue la mayor. Habló, pues, y con gran soltura dijo que el amor que profesaba a su padre era imposible expresarlo con palabras; que le amaba más que a sus ojos, más que el aire que respiraba, más que su libertad; en una palabra, por encima de cuanto puede haber en este mundo de estimable, precioso y raro; por encima de la vida, colmada de gracia, salud, belleza y honores: que le amaba en fin, como nunca hija alguna había amado a su padre. — Para expresaros mi amor— añadió resumiendo Gonerila,— mi aliento es insuficiente y menguada mi palabra: os amo, padre mío, sobre todo lo que he dicho y cuanto pudiera decir. Al oír tan espléndidas demostraciones de afecto, quedó Cordelia atónita, pues conocía a fondo a su hermana, que era de un temperamento frío e insensible. ¿Qué iba a decir ella cuando le tocase el turno? Ella no sabía de vanas palabras de amor, y además, era imposible decir ya más de lo que dijera Gonerila. ¿Qué recurso le quedaba, pues? ¿Amar y callarse? Complacido, empero, en extremo el buen rey Lear, adjudico a su yerno, el duque de Albania, la tercera parte de su reino, en calidad de dote para su hija Gonerila. Llególe la vez a Regana, y declaró que sentía en su corazón todo el afecto de que había protestado Gonerila, pero en mayor grado aún; que se profesaba enemiga de toda alegría que no fuese la que experimentaba en amar a su padre. Complacido también el rey Lear, hízole donación de otra tercera parte de su reino, igual a la parte que diera a Gonerila. Tocóle por fin el turno a Cordelia, y preguntóle el rey qué iba a decir para hacerse acreedora a la otra parte de su reino, que era mejor que las otras dos, concedidas a sus hermanas. — ¿Qué dices tú?— pregúntale el rey Lear. — Nada— responde Cordelia, profundamente amargada al ver la doblez e hipocresía de sus hermanas. — ¿Nada? — exclama Lear. — Nada. — De nada, nada se hace— replica Lear. — ¡Ea! (prosigue en tono imperativo);— se más explicita. Al mandato de su padre responde humilde y llanamente Cordelia: — Padre mío y señor mío; como buena hija vuestra que soy, os amo, os obedezco y os honro cuanto merecéis. Si mis hermanas dicen que nada aman en este mundo, tanto como a vos, ¿por qué se casaron? Sé muy bien que si yo hiciese otro tanto tendría que ceder al que fuese mi esposo la mitad del afecto de mi corazón, y por eso no me caso, ni me casaré jamás, porque todo mi corazón lo quiero para mi padre. —¿Hablas con el corazón en la mano? — pregúntale el rey Lear. — Si, señor mío — responde Cordelia. — ¡Tan joven y tan fría!... — replica el rey. — Nada de eso... — protesta enérgicamente Cordelia; — decid más bien: «tan joven y tan sincera.» — Bueno, sea pues así--exclama el rey, en un acceso de furor; — tu sinceridad será tu dote. El rey Lear había sido siempre, aun en sus mejores tiempos, irascible y de carácter impetuoso; pero los años y los achaques le habían vuelto más caprichoso e intratable, por lo cual, sus accesos de cólera eran irresistibles, y no sabía a veces dominar su furor. En aquella ocasión fue tan grande la ira que concibió, que con palabras de verdadera violencia, renegó de su hija y le ordenó que no compareciese ya más en su presencia. Llamó a los dos pretendientes de Cordelia y antes de que estos llegasen, repartió la parte de su reino (que destinara a Cordelia) entre sus dos yernos Albano y Cornuailles, invistiéndolos de todo el poder de la soberanía y declarando solemnemente que la único dote que daba a su hija menor era lo que ella llamaba «sinceridad» y él «orgullo.» Renunciado todo su reino en favor de sus dos hijas, no reservó Lear para sí más que un séquito de cien caballeros y el título y dignidad de rey. Todo lo demás, o sea: ejercicio de la soberanía, rentas del Estado y gobierno del mismo, quedaba en manos de sus yernos: y en confirmación de su renuncia, tomó la corona y se la dió a ellos para que se la repartiesen. Ante tan flagrante injusticia del rey, un honrado y leal cortesano, el conde de Kent, levantó su voz en son de protesta, y desafiando la cólera del soberano, reprochóle su temeraria imprudencia y su desmesurada conducta, suplicándole que revocase la sentencia. Añadió que respondía de su palabra y que estaba pronto a dar su vida en testimonio de que su hija Cordelia no le amaba menos que las demás. — ¡Kent! — increpóle el rey: — ni una palabra más; por tu vida te conmino a guardar silencio. — ¿Mi vida?... — responde bizarramente Kent; — ella ha sido siempre para mí como un peón de ajedrez, siempre para sacrificarla contra vuestros enemigos; no dudo, pues, de exponerla, siendo en aras de vuestra salvación. Encolerizado más y más el rey, ordenó a Kent que saliera inmediatamente desterrado del reino: cinco días se le dieron, no más, para preparar su salida; al sexto debía estar ya fuera del territorio, si al décimo día se le hallaba aún en el país, pagaría su temeridad con la cabeza. Sin intimidarse por las amenazas del soberano, el bizarro caballero despidióse del rey Lear, y volviéndose a Cordelia, que presente estaba, díjole con blando y amoroso acento. — ¡Dios te proteja y te ampare, amable niña!; has sido justa en tus juicios y comedida en tus palabras. Y luego, a Gonerila y Regana: — No deseo sino que vuestros bellos discursos se vean con firmados con vuestras obras, de manera que vuestras palabras de afecto se traduzcan en hechos positivos. De esta manera el leal y pundonoroso cortesano fue arrojado del reino por un arrebato de verdadera locura del soberano a quien sirviera con lealtad. Llegaron en aquel momento los príncipes de Francia y Borgoña acudiendo al llamamiento del rey. Dirigióse éste en primer lugar al borgoñón, preguntándole que dote exigía al pretender la mano de su hija menor. Respondióle que no pedía sino lo que el propio rey Lear había ya propuesto darle, y que no pensaba que hubiese modificado en nada su voluntad, dándole menos de lo prometido. Replicó Lear que aquel era el precio en que se había estimado a Cordelia en un principio, pero que a la sazón no valía tanto; y añadió resueltamente. — Hela aquí presente, sin más dote que mi disgusto; tomadla tal cual os la doy, o dejadla. No estaba dispuesto el borgoñón a aceptar el partido, bajo las nuevas condiciones, por lo cual, determinó rehusarlo, aun que coloreando su negativa con formas corteses. Volvióse después Lear al príncipe de Francia y le dijo: — Por lo que a vos toca, no quisiera haceros tamaña injuria como ofreceros por mujer a la que es objeto de mi odio, una infeliz criatura a quien la naturaleza misma se desdeña de reconocer por hija. Sorprendióle al príncipe de Francia la actitud del rey Lear y se lo manifestó así al mismo, diciéndole que era muy extraño que la que había sido poco antes objeto de sus más calurosos elogios, mereciendo de él que la llamara el báculo de su vejez y su prenda más cara y valiosa, hubiese descaecido tan radicalmente, desmereciendo su favor: que forzosamente había de haber mediado alguna terrible ofensa de parte de la joven, para malquistarse tan grandemente su afecto; pero que él, a menos que viese un milagro en confirmación de esto, no lo creería. Los viriles y caballerosos razonamientos del príncipe fueron otras tan tas gotas de bálsamo para el herido corazón de Cordelia: algo confortada, rogó a su padre que le dijese que el motivo de haber caído de su gracia y perdido su favor, no era acción alguna indigna que hubiese cometido, sino solamente el carecer de soltura de lengua y de ambición de riquezas. — ¡Mejor te fuera no haber nacido, que haber dejado de complacer a tu padre!... — fue la amarga respuesta que dió Lear a la observación de Cordelia. — Señor de Borgoña — dice entonces el de Francia, — ¿qué es lo que tenéis que decir a la joven? El amor no es tal cuando va mezclado con extrañas consideraciones que no atañen a su verdadero objeto. Ahora bien, ¿la queréis por mujer? Mirad que ella sola vale una dote... — Noble Lear — dice el borgoñón; — dadme la parte de vuestro reino que habéis asignado en dote a vuestra hija, y yo tomo la mano de Cordelia y la hago duquesa de Borgoña. — Jamás; nada de esto; lo he jurado; — exclama el rey. — Lamento — replica el borgoñón (dirigiéndose a Cordelia), — que juntamente con el padre hayáis perdido el esposo. — Esté tranquilo el duque de Borgoña y no se aflija por ello — replica Cordelia. — Puesto que no era yo, sino mi fortuna lo que había cautivado su afecto, no hay para qué sienta yo su abandono. Acércase entonces el rey de Francia, y tomando por la mano a Cordelia, le dice: — ¡Oh bella Cordelia, tan rica en tu pobreza, tan preciosa en tu abandono, tan estimada al verte despreciada! ¡Tú me perteneces! ¡Tus virtudes serán mi dicha! Con gusto acepto lo que otros rechazan. Y dirigiéndose a Lear, le dice: — Y ahora, ¡oh Lear!, tu in dotada hija, que el destino ha echado en mis brazos, será mi reina, la reina de mis súbditos y de nuestra bella Francia; todos los príncipes de la húmeda Borgoña, juntos, no son capaces de comprar este precioso tesoro, tan poco estimado en lo que vale. Di adiós a tu padre, Cordelia, aunque tan indigno es de ello: ahora pierdes lo que poseíste, pero es para hallarlo mejorado con creces. — Ya la tienes, francés; tuya es — dícele Lear; — pues una hija como ésta, no es mía, ni volveré jamás a verla en mi presencia. Y dirigiéndose a Cordelia, añade: — Parte, pues, sin mi perdón, sin mi amor y sin mi bendición. Y el ofendido rey se alejó con su séquito, sin dignarse si quiera dar una mirada a su hija. — Despídete de tus hermanas, Cordelia, dícele el de Francia. — Hermanas mías, portaos como buenas hijas con vuestro padre — dice Cordelia al despedirse de sus dos hermanas, cuyo egoísmo y dureza de corazón conoce a fondo. — No es menester que nos digas cual es nuestro deber, que harto lo sabemos — replica Regana con altanería. Y Gonerila añade: — Vale más que pienses en la manera de complacer a tu marido, ya que por caridad te recoge. Alentada con la protección de aquel corazón sinceramente amante, abandonó Cordelia la casa paterna, de la que tan cruel mente se la echaba. |
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