Sueños de grandeza |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Sueños de grandeza |
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La perpetua enemiga que había reinado entre el intendente Malvolio y los turbulentos parásitos de la condesa, rompió por fin en abierta guerra. La misma noche del día en que el enviado del duque de Orsino se presentara en el palacio de Olivia, el señor Tobías y el señor Andrés habían estado bebiendo y cantando hasta hora muy avanzada: el bufón Festo juntóseles después, empezando por cantar solo con bastante arte, hasta que se juntaron los otros y aquel trío acabó en bulliciosa algazara. El ruido y la gritería de aquellos trasnochadores despertó a todos los pacíficos moradores del palacio, y María fue a suplicarles que se callasen y pusiesen fin al bullicio. —¿Qué descompasada música es ésta?— exclamó la doncella.— ¡A fe mía, que mi señora la condesa, ha dado ya orden al intendente que os eche a la calle! Inútiles, empero, fueron todos sus esfuerzos por restablecer el orden e imponer silencio; ellos seguían riendo, y alborotando, pedían copa tras copa y chillaban a reventar: en vano insistía la doncella en ponerles silencio; era imposible hacerles entrar en razón. Vino Malvolio, pero no hicieron más caso de él que habían hecho de María, y a sus reconvenciones no dieron otra respuesta que unas desenvueltas coplas. —¿Es que estáis locos, señores, o qué es lo que os pasa? — exclamó justamente indignado Malvolio,— ¿a tal extremo llega vuestro desenfreno que ni el sentido común, ni el respeto a los demás os impone silencio en estas horas de la noche? ¿Os figuráis acaso que el palacio de mi señora la condesa es un bodegón, para que os permitáis trasnochar en él entonando coplas callejeras, dignas de tahures de profesión, sin tener para nada en cuenta el lugar, las personas y la mesura propia de gente como vosotros? —¡Eh, señor Malvolio!, ¡cuidado con las palabras; que no hemos faltado a la decencia y compostura con nuestras coplas!— exclama el señor Tobías. —Señor Tobías—responde Malvolio,— perdonadme, pero voy a deciros la verdad. La condesa, mi señora, me ha encargado que os diga que aunque os da hospitalidad en su palacio como a pariente que sois de ella, no puede, sin embargo, consentir en vuestros desórdenes. Si es que podéis mejorar de conducta, quedaos en hora buena, de lo contrario, le haréis favor abandonando el palacio. —¡Adiós, querida mía, puesto que he de partir!—entona con voz quejumbrosa el chusco señor Tobías, en quien la severa reprimenda de Malvolio no hiciera la raenor impresion. —¡Pero, señor Tobías!—dícele María reconviniéndole. —Sus ojos dicen muy claro que sus días son contados— prosigue el bufón cantando la ridícula copla. Y a este tono se corean todas y cada una de las airadas reconvenciones de Malvolio: nada es capaz de cerrar la boca a aquellos desalmados. Malvolio, no pudiendo casi articular palabra, de puro coraje, abandona aquella indisciplinada tropa, amenazándoles con que su señora se enterará de todos sus desafueros. — A la cólera del Señor Tobías, enfurecido por la amenaza de Malvolio, responcle María, procurando calmarle:—tomad paciencia esta noche, pues desde que el duque de Orsino envió a su paje, mi señora la condesa, está hondamente preocupada. En cuanto al señor Malvolio, dejadlo para mi; que o yo soy una estúpida criatura, o voy a contar las cosas de tal manera que se le tenga por un loco y sea objeto de la burla de todos; no dudo que conseguiré mi intento. —¡Bravo, bravo!—exclama el señor Tobías;—ya nos darás cuenta del resultado. —¡Por Dios, señor, que es un puritano inaguantable! —¡Ah!, si no fuese que me lo tomo a broma, os aseguro que le apalearía como a un perro—exclama brutalmente el señor Andrés. —¿Por qué, porque es puritano?— dice el señor Tobías,— pronto siempre a ridiculizar las desatentadas observaciones del señor Andrés, con todo y profesarse su más inseparable compañero.—Ya me dirás en qué poderosas razones te fundas para ello. —Poderosas razones, no las tengo; pero si bastante buenas para convencerme— objeta el mentecato mostrándose amoscado. Toma entonces la palabra María, exponiéndoles el modo de obrar de Malvolio, quien tiene tan excelente opinión de sus méritos, que cree que cautiva a todos los que le rodean: añade que este defecto les puede ofrecer una buena ocasión para vengarse de él. Declárales, pues, María su proyecto: dejará caer cerca de él algunas cartas amorosas escritas en términos vagos, pero con tales y tan característicos rasgos, que no podrá él menos de creer que es él a quien van dirigidas. El carácter de letra de María es tan semejante al de la señora Olivia, que ellas mismas los confunden fácilmente; por lo cual creerá Malvolio que son cartas escritas a él por la Condesa y que Olivia está enamorada de él. El malicioso recurso de María era verdaderamente poco recomendable, pero sus cómplices no se paraban en tales escrúpulos; no tenían mas idea que divertirse con el cómico espectáculo que iba a dar el relamido intendente pavoneándose de su conquista, y ser testigos presenciales de la vergonzosa humillación que sufriría al darse cuenta de su error. No tardó María en poner manos a la obra, y Malvolio mordió en seguida el anzuelo. Tan pronto asaltó su vanidoso espíritu la absurcla idea de que Olivia estaba enamorada de él, púsose a pensar y reflexionar lo que había de hacer cuando se viese elevado al alto rango de esposo de la condesa. Los conspiradores sorprendieron fácilmente las ambiciosas reflexiones del intendente, ayudándoles para ello un familiar de Olivia llamado Fabián, a quien María había oportunamente avisado de la llegada de Malvolio. —Escondeos los tres en los bojes—díjoles María.—Malvolio baja por el paseo del jardín: hace cosa de media hora que se está pavoneando al sol y observando en su sombra, como en un espejo, los movimientos de su persona. Fijaos bien en él, pero en gracia de la comedia que vamos a representar, teneos quietos y procurad que no os vea. Tú, Fabián, quédate allá, añade, dejando caer al suelo una carta;—ya viene el ratón y hay que cogerle en la trampa dejándole ver el cebo. —Será casualidad, será chiripa, pero no dudo de ello, — murmuraba Malvolio paseando arriba y abajo dándose aires de solemnidad.— María me aseguró que su señora me tiene afecto, y yo he oído decir más de una vez a la propia Olivia que si tuviese jamás un capricho, había de ser para un hombre de mi temperamento. Además, nadie desconoce que Olivia me trata con mayor consideración que a ninguno de esos que forman parte de su séquito: ¿qué se deduce de esto, pues, sino que puedo ser un afortunado consorte? La imaginación de Malvolio iba haciendo castillos y más castillos y él paseaba por el jardin contoneándose como un pavo. —¡Llegar a ser el conde Malvolio!..—exclamó en su éxtasis de gloria. Y púsose a pensar lo que había de hacer en la futura situación y la manera cómo había cle conducirse cuando estuviese en funciones de conde consorte. —Transcurridos tres meses cle matrimonio y ya de asiento en mi puesto de honor—murmuraba gesticulando como si lo que sonaba fuese ya una realidad;—vestido con mi traje de terciopelo rameado, llamaré en torno mío a mis súbditos y paseando sobre ellos una mirada que dé a entender que conozco el terreno que piso y que tengo conciencia de mis deberes como deseo que la tengan ellos, llamaré a mi primo Tobías: fieles a mi mandato, siete de mis servidores, como movidos por un resorte, irán a buscarle: mientras le aguardo, frunciré el entrecejo, o bien daré cuerda a mi reloj, o estaré jugueteando con un... con un objeto cualquiera, seguramente una joya de valor. Al poco rato llega Tobías, se acerca, me saluda respetuosamente... Así razonaba en voz baja el bueno de Malvolio, pero no tanto que no pudiese ser oído, mientras la jugarreta de sus adversarios seguía adelante. —¿Y a un hombre así se le perdona la vida?—exclamó airado el mismísimo señor Tobías que estaba oculto detrás de los bojes. Y prosiguió Malvolio fantaseando: —... tiéndole entonces la mano procurando disimular mi familiar sonrisa con una mirada austera e imperiosa... —¿Y creéls que Tobías tendrá bastante sangre fría para no romperos los dientes?—fulmina el invisible oyente. —...diciéndole: «Primo querido, Tobías de mi vida, ya que la suerte ha querido que sea el dueño de vuestra sobrina, permitidme que os hable con franqueza: es preciso que enmendéis vuestras costumbres y pongáis coto a vuestro desenfreno: además no perdáis de vista que estáis malbaratando el tiempo con la compañía inseparable de este caballero imbécil...» —Ese imbécil soy yo, no dudéis que se refiere a mí— murmura el señor Andrés. —...un tal señor Andrés. —¿No os decía yo que a mi se refería? Bien sé yo que muchos me tienen por imbécil—exclama el señor Andrés, convencido de su penetración. Al llegar a este punto interrumpió Malvolio bruscamente el curso de sus imaginarias reconvenciones al señor Tobías, al darse súbitamente cuenta de la carta que María había dejado caer aposta en el suelo. —¿Qué es esto? ¿una carta de...?— exclama azorado Malvolio:— ¡por vida! ¿una carta de la condesa? Si, de la misma... ésta es su letra, las ces, las úes, las tes son suyas..., asi hace ella las pes mayúsculas. No hay que dudarlo, es de su puño. Y lee en voz alta la dirección: «Al ignorado amante, esta carta junto con mis más afectuosos saludos.» ¡Y son sus palabras! ¡Cera dichosa que cierras este pliego, con tu permiso lo abro! y ¡qué distinción! ¡sellado con su propio sello! si, verdaderamente, es de mi señora la condesa. ¿A quién ira dirigida esta carta?... La carta era una sarta de desatinos, pero Malvolio empezó en seguida a quebrarse los sesos buscando un sentido obvio y y favorable. «Sabe muy bien el cielo —No; que no se corra el velo; que nadie se entere,—repite Malvolio,—«¿A quién?»... ¡Ah si éste fueses tú, Malvolio! «Puedo mandar a quien mi alma adora, Ante estos misteriosos renglones quedó Malvolio profundamente pensativo. «Puedo mandar a quien mi alma adora»...; la cosa más natural del mundo: Olivia podía mandar a Malvolio porque a sus órdenes le tenía; pero las iniciales M. O. A. I. ¿qué significado podían tener? —M... ¡Tate! es mi letra inicial. Fue un rayo de luz éste para el hombre de penetratión: en cuanto a las otras iniciales, no fue tan fácil la explicación, pues no correspondían por orden a lo que su inventiva le sugería; a pesar de lo cual no se desanimó Malvolio; por lo menos tuvo la satisfacción de comprobar que todas y cada una de ellas entraban en la composición de su nombre. —Poco a poco, que sigue prosa, -dice Malvolio, y lee: «Si llegase a tus manos esta carta, te ruego que reflexiones. Por mi destino soy, es verdad, superior a ti, pero no te arredre la grandeza: en unos la grandeza es innata, se mecen en cuna de oro; en otros adquirida, la conquistan con sus propios méritos; a otros ella misma se impone. La suerte te abre sus brazos; para acostumbrarte a ser lo que probablemente has de ser más tarde, despójate de tu humilde exterior y transfórmate. Se hostil a los parientes, áspero para la servidumbre; procura hablar de política, rodéate de una atmósfera de originalidad: esto es lo que te aconseja la que por ti suspira. Acuérdate de la que alabó tus medias amarillas, que es la misma que desea verte adornado con ligas cruzadas: acuérdate, te repito. No cejes, que la fortuna te sonríe, te brinda para que la abraces; ea pues, no la desperdicies; de lo contrario no pasarás de simple intendente, uno de tantos hombres de servicio, indigno del beso de la fortuna. Adiós. La que quisiera compartir su suerte con la tuya. La dichosa infortunada.»
Había una posdata que decía: «No puedes ignorar quién soy: si consintieres en mi amor, me lo darás a entender con una sonrisa. (Son tan deliciosas tus sonrisas!... Sonríe, pues, siempre en mi presencia, te lo pido por mi vida, querido.» Esta carta, tan ridículamente concebida, volvió loco a Malvolio: él no dudó ni un instante de que era Olivia quien la había escrito. En su arrebato de locura, resolvió cumplir al pie de la letra lo que en ella se le insinuaba, y lo primero que hizo fue ir, sin pérdida de tiempo, a ponerse las medias amarillas y las ligas cruzadas. María estaba que no cabía en sí de satisfacción al ver el resultado de su ardid, pues todo lo que en la carta se recomendaba a Malvolio, era precisamente lo que más detestaba Olivia. —Irá a ella de medias amarillas, color el mas antipático para la condesa; llevará ligas cruzadas, moda que le parece repugnante;—decía la camarera llena de gozo y satisfacción. —La hablará con boca de risa, cosa que tan mal se compadece con el estado de ánimo de mi señora, sumida como está en profunda melancolía: nada...; que no podrá menos de causarle asco y repugnancia. Así las cosas, entraron María y sus cómplices en las habitaciónes interiores, ávidos de ver a Malvolio, víctima inconsciente de sus ardides, comparecer delante de su señora la Condesa, en su nueva y flamante indumentaria. |
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