William Shakespeare

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Cuento de invierno

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Habla el oráculo

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Habla el oráculo
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Preocupado Leontes por el inhumanitario acto que en su desaconsejado furor había llevado a cabo y temiendo el estigma de tiranía que el pueblo, no sin razón, había de grabar en su frente, quiso justificarse. Para ello decretó que se sometería al fallo de los tribunales de justicia la conductade la reina, citándola a responder por si a los cargos que él había imaginado hacerle. Por su parte, Leontes había enviado mensajeros al templo de Delfos para que consultasen el oráculo de Apolo y al regreso de los mismos había de celebrarse la vista de la causa. Los mensajeros trajeron la respuesta del oráculo en pliego sellado por el gran sacerdote de Apolo. Llegado el momento oportuno, había de romperse el sello y leerse el veredicto en pleno tribunal.

Compareció Hermióna y en presencia de los jueces opuso, indignada, la más rotunda negativa a las acusaciónes que se le dirigían. Afirmó que no por haber tratado a Polixeno con mayor afecto que el que una mujer honrada debe a un huésped, había hecho traición a Leontes; tanto menos, cuanto que el mismo Leontes le había dado ejemplo al agasajar a Polixeno como a un amigo de infancia.

Negó luego que hubiese conspirado con Camilo contra la vida de Leontes. Dijo que ignoraba absolutamente la causa por que aquel caballero había abandonado la corte, y que no sabía del mismo sino que era un hombre honrado.

Las palabras de Hermióna exasperaron más y más a Leontes, diciendo de su esposa que tan poco escrúpulo tenía entonces de faltar a la verdad como no lo había tenido de obrar sin pudor.—Por lo cual—dijo el monarca,—no tendrá tu crimen otro castigo que la muerte.

—Señor—respondió con noble dignidad y mesura Hermióna. —El espantajo de la muerte, que me ponéis delante, no hace en mí la menor mella; la idea de la muerte lejos de arredrarme, me anima, pues tiempo ha que la deseo. La vida no tiene para mi aliciente alguno, desde el momento que he perdido los tres motivos de alegría que podían hecérmela llevadera. La mayor de mis dichas, que era vuestro afecto, considérola frustrada; me veo privada de vuestro cariño, sin que acierte a comprender el por qué. La otra ilusión de mi vida era mi hijo primogénito, a quien se ha separado de mi lado, como si estuviese yo tocada de la peste. La tercera, mi pobre e inocente niña, ha sido violentamente arrancada de mi seno y conducida a la muerte, y yo misma me veo entregada al oprobio y a la más vergonzosa afrenta. En fin, me habéis hecho conducir brutalmente a este lugar sin darme tiempo para restablecer mis fuerzas y terminar mi convalecencia. En vista de esto, decid, oh soberano, ¿con qué bienes me brinda la vida para que yo pueda temer la muerte? Seguid, pues, en vuestros propósitos, llevad adelante vuestro furor insensato; pero escuchad una palabra no más y no os engañeis a vos mismo. La vida no me importa un ardite; pero mi honor lo tengo en mucho, y si se me condena por meras conjeturas y sin otras pruebas que las que inventaron vuestros celos, tenedlo bien entendido, será una medida de injusto rigor, jamás justicia. Señores (añadió dirigiéndose a los cortesanos), me atengo al oráculo. Apolo será mi juez.

Los consejeros del monarca declararon que la demanda de Hermióna era perfectamente equitativa y conforme a justicia, y dieron orden a los mensajeros de Apolo, que entraran. Entregaron estos al presidente del tribunal los pliegos sellados, que él abrió en plena sesión y leyó en voz alta. La sentencia del oráculo decía:

«Hermióna es inmaculada; Polixeno no merece reproche alguno; Camilo es un hombre fiel; Leontes un tirano celoso; la inocente niña es fruto legítimo; si lo perdido no se hallare, morirá el rey sin sucesión.»

—¡Bendito sea el gran Apolo!—exclaman unánimemente y en alta voz los consejeros.

—¡Alabado sea!—exclama Hermióna.

—¿Has dicho la verdad?— pregunta el rey al secretario del tribunal.

—Señor—responde éste, — no he dicho otra cosa que lo que consta aquí por escrito.

—Pues bien, yo afirmo que todo ello es falso: no hay palabra de verdad en este oráculo—replica vivamente Leontes:— que siga pues el proceso.

Apenas había el rey pronunciado estas palabras, fue visiblemente presa de terrible emoción. Entra un criado con la triste noticia que el joven príncipe Mamilio acababa de fallecer. El pobre niño había muerto víctima de la aflicción que le causara la separación de su querida madre y el tormento por el triste destino de la misma.

Al oir tan triste nueva, faltáronle las fuerzas a Hermióna y cayó desvanecida. La obstinación de Leontes quedaba vencida.

—¡Ay de mí!—exclama espantado Leontes:—¡siento sobre mí la indignación de Apolo!, ¡el dios castiga mi injusticia! Di demasiado crédito a mis sospechas. Ea, lleváosla (dice a Paulina y a las otras damas de la reina), lleváosla y retornadla con algún cordíal.

Aterrorizado el monarca al ver descargar sobre sí la ira divina, empieza por arrepentirse de su crimen y hace para lo sucesivo propósitos de buena conducta: resuelve reconciliarse con Polixeno, devolver su amor a la reina y llamar a su corte al honrado Camilo al que califica ahora de piadoso y recto, pues en vez de envenenar a Polixeno, le había salvado la vida por un verdadero acto de humanidad.

Pero ¡ay, que era tarde! Aun no había terminado el rey su razonamiento, entró precipitadamente Paulina en la sala del tribunal llorando a lágrima viva y retorciéndose las manos de desesperación. Echóle en cara al rey las mas amargas acusaciónes, culpándole su cruel tiranía y sus pueriles celos que habían atraído desgracia tras desgracia sobre la familia real.

—¡Ah, desventurado monarca!—dícele entre gemidos y amenazas:—Traidor fuiste con Polixeno, atentaste contra la honradez de Camilo; hiciste arrojar a los cuervos tu tierna hija; has causado con tus desmanes la muerte del príncipe; faltaba otra desgracia, y ésta ha ocurrido ya; la reina, la criatura mas amable de la tierra, ha muerto. ¡Oh tirano! (exclama en el espasmo del dolor) no te arrepientas de tus crímenes, pues su peso es tan enorme, que ahogará tu mismo remordimiento; no te queda, pues, ya más recurso que la desesperación. Ni que durante diez mil años hincases mil veces por día tus rodillas, desnudo y en ayunas, en la cima de un pelado monte, bajo los hielos de un aterido invierno y envuelto en los jirones de una continua tempestad; no podrían los dioses dirigirte una mirada compasiva y de perdón.

—Prosigue, prosigue—murmura Leontes; compungido y con una conciencia aterrorizada.—Bien merecidos tengo tus reproches; poco será para lo que merezco, que todas las lenguas se suelten arrojando contra mí las mas amargas y duras invectivas.

Al ver el sincero arrepentimiento del rey, amansóse Paulina y, con su acostumbrada espontaneidad, suplicó al monarca que le perdónase sus violentas palabras pronunciadas sin reflexión ni cordura. Pero Leontes, reconociendo en su lealtad que, a pesar de la crudeza de sus invectivas, no se había la dama apartado de la verdad, no permitió que Paulina se retractara. Suplicóle que le acompañara al lugar en donde se hallaban los cadáveres de su esposa y de su hijo.

—En una tumba serán ambos enterrados, y en ella haré grabar un epitafio, en el que conste la causa de su muerte para eterna vergüenza mía. No dejaré un solo día de visitar su sepulcro, y no tendré otro solaz ni otra distracción que bañar su losa sepulcral con amargas lágrimas.

De esta manera procuraba el desventurado rey expiar, aunque tarde, los males de que fuera causante.

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