William Shakespeare

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Oliverio y Orlando

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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Oliverio y Orlando
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En una de las más sombrías profundidades del bosque de Ardennes habían sentado sus reales unas cuantas personas de vida desocupada. Desterrado y desposeído de sus estados por su hermano Federico el Duque, legítimo soberano del país habíase refugiado en la selva, y allí, lejos del fausto y de las intrigas palaciegas, vivía dichoso, rodeado de algunos servidores fieles y adictos a su persona. Poco a poco fue habituándose a aquel modo de vida de tal manera que llegó a parecerle preferible a la pompa y esplendor de que se viera en otro tiempo rodeado: allí no había parásitos aduladores, no se propalaban calumnias, no se urdían mezquinas intrigas cortesanas; no había mas vicisitudes que las inherentes a los cambios de estación. Cuando las ráfagas del cierzo invernal le hacían tiritar de frío, exclamaba el Duque sonriendo: «¡Estos sí que son leales consejeros que sin adularme, me hacen comprender lo que soy en realidad!», y parecíanle más llevaderos los horrores del frio que la doblez e ingratitud de los hombres.

No lejos del bosque erguíase altiva la almenada torre del castillo que perteneciera en otro tiempo al gran gentilhombre Rolando de Boys. Este señor había dejado, al morir, todos sus bienes al mayor de sus tres hijos, llamado Oliverio, pero con una cláusula testamentaria mandando entregar la suma de mil escudos al más pequeño de los tres, por nombre Orlando: además imponía a Oliverio la obligación de educar a sus dos hermanos. Uno de estos, Jaques, fue enviado a la escuela e hizo rápidos progresos. En cuanto a Orlando, se le dejó abandonado sin instrucción. Oliverio no solo no le hacía cultivar los dones y facultades que recibiera de la naturaleza, sino que se esforzaba en atrofiarlos para que no sacara de ellos provecho ninguno: hacíale comer con la servidumbre, desdeñábase de tratarle como hermano y parecía buscar por todos los medios posibles, la manera de incapacitarle y hacerle indigno y de la categoría de hidalgo.

Indignado al verse víctima de tan malos tratos, acabó Orlando por revoluciónarse afirmando que no estaba dispuesto a tolerar aquella vil esclavitud: hubo con esto una violenta contienda entre los dos hermanos. Oliverio, siguiendo su costumbre, intentó brutalmente reducir a obediencia a Orlando, por lo cual se salió éste de quicio y asiendo de su pérfido hermano, respondió a sus insultantes frases con una serie de verdades capaces de convencer al más obcecado opresor. Un antiguo criado de la casa se interpuso para apaciguar a los dos hermanos; pero fue en vano: Orlando no cejaba.

—No te soltaré—dícele al intentar escaparse Oliverio. — En virtud del testamento de nuestro difunto padre, venías tú obligado a darme una buena educación, y sin acordarte de esto, me has educado como un labriego, no instruyéndome en ninguna de las artes propias del hidalgo que ha de aparecer como tal en la escena del mundo y de la sociedad. Pero, has de saber que el alma de mi padre revive en mi y no voy a tolerar por más tiempo esta esclavitud degradante. Déjame ocuparme en los ejercicios que corresponden a un joven de posición; de lo contrario entrégame la pequeña parte del patrimonio que me legó nuestro padre en testamento y contando con ello, buscaré fortuna.

—Y ¿qué vas a hacer con esto? ¿Mendigar cuando ya no te quede una blanca?—exclamó Oliverio sonriendo irónicamente. —Pues bien, señor, hagamos un arreglo, no quiero ya ser mas objeto de vuestras importunidades; os daré parte de lo que me pedís, pero soltadme. Y tú, perro viejo (añadió brutalmente, volviéndose al criado Adam) tú, vete con él.

—¡Perro viejo!.. ¿conque ésta es mi recompensa? ¿así se me pagan los servicios prestados a vuestro padre? eso soy sin duda, un perro viejo que perdí mis dientes al servicio de vuestra familia. ¡Ah malogrado amo mío y padre vuestro!, a buen seguro que él no hubiera proferido tales palabras.

A pesar de su promesa, Oliverio había ideado un medio para deshacerse de su hermano sin verse obligado a desembolsar los mil escudos. El día siguiente al de la contienda, iba a tener lugar un simulacro de lucha en que el campeón Carlos había de hacer alarde de sus proezas en presencia de toda la corte del duque usurpador: Carlos tenía una fuerza y una habilidad capaces de dar muerte a su contrario, sin parecer que lo intentaba. Orlando tenía intención de medir sus fuerzas con aquel famoso atleta. Oliverio lo sabía, y a Carlos se lo habílan comunicado confidencialmente: temiendo dar algún golpe mortal al joven, fue a ver a Oliverio, de quien era amigo, suplicándole que o apartase a Orlando de su propósito, o le hiciese comprender que si le sucedía alguna desgracia, a nadie sino a sí propio podría culpar, puesto que en el ánimo de su contrincante no estaba el hacerle daño.

—Mil gracias por tu prueba de amistad y afecto;—respondióle Oliverio. —No desconocía yo el intento de mi hermano, y aun hice cuanto estuvo en mi mano para disuadirle de él, pero Orlando es inapeable. Te aseguro, Carlos, que Orlando es el hombre más testarudo que existe en Francia; es además un ambicioso, que ve con pesar las ventajas de los demás: un infeliz que se complace en conspirar secretamente contra mi que soy su hermano. Por mi, pues, obra según tu antojo, y lo mismo me da que acabes con él o que te limites a magullarle un dedo. Harás muy bien en andar con cuidado y receloso de él, pues a la menor afrenta que le parezca que le haces o al menor chasco que le des, o si viere que no puede obtener sobre ti un deslumbrador triunfo, echará mano al veneno o a otra cualquier estratagema para acabar traidoramente contigo y no te dejará hasta no haberte quitado la vida, ya sea por medio de un ataque directo, ya de otra manera. Porque te aseguro (y esto con lágrimas del corazón) que no hay actualmente un hombre a la vez tan joven y tan criminal como mi hermano Orlando.

Escuchaba consternado Carlos el retrato que Oliverio hacía de Orlando, y dijo:

—Felicítome de haber venido a veros. Si viniere mañana,- le pondré las peras a cuarto.

Y partió prometiendo hacer entrar en razón a su adversario.

— Ahora — dijo para sí Oliverio, —lo que hay que hacer es dar alas al joven para que entre en liza con Carlos. Espero que pronto me veré libre de él, y lo tendré a gran felicidad, pues me inspira tal coraje, que le odio a muerte. Y no obstante, reconozco que posee un natural amable y bueno, que es instruido a pesar de sus pocos estudios y que es muchacho de nobles sentimientos: con su suavidad y blandura de carácter encanta a todo el mundo y se capta de tal manera las simpatías de todos, incluso de mi gente, que yo, a su lado, me veo postergado. Pero, vamos, esto no durará: este campeón se encargará de poner las cosas en su terreno. No me queda ya sino alentar a mi hermano al combate, y a ello voy sin tardanza.

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