Cómo ganó Iachimo la apuesta |
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Música: Chopin - Nocturne in C minor |
Cómo ganó Iachimo la apuesta |
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El cofre enviado por Iachimo fue puesto con gran cuidado en el cuarto de Imógena; pero no encerraba ni la vajilla ni las tan alabadas joyas. Llegada la noche fue la princesa a acostarse y, como de costumbre, se durmio con un libro en la mano. La antorcha quedó encendida. Levantóse entonces la tapa del cofre y salió de dentro de el con gran sigilo un hombre. Era Iachimo. Echo una rápida mirada a su alrecledor, fijándose en todos los detalles de la habitación: como estaban colocados los cuadros, en dónde caía la ventana, qué colcha o sobrecama cubría el lecho, qué escenas y personajes había en la labor de los tapices y cortinajes. Todo procuró guardarlo fielmente en la memoria. Pero no bastaba esto para su intento. Acercóse furtivamente a la cama donde estaba durmiendo la princesa, y con gran cuidado, desabrochó el brazalete que como recuerdo de Leonato conservaba y observó al propio tiempo que tenía la dama marcado en su blanca y pura piel un conjunto de cinco manchas rojas parecidas a las que lleva el cáliz de la vellorita. Tomó luego el libro que había la princesa estado leyendo hasta que se durmió, mirólo atentamente y notó el pasaje de él en el que Imógena habia interrumpido la lectura. Satisfecho ya de su innoble tarea, volvió a meterse en el cofre: cedió el muelle de la cerradura, y quedó la habitación como antes, sin que nada perturbase la inocente calma de la princesa dormida. Al día siguiente, muy de mañana, presentóse un importuno pretendiente a turbar el dulce sueño de Imógena. Habíase aconsejado a Cloten, hijo de la reina, que para cautivar a la recalcitrante princesa, que persistía recibiendo con enfado sus galanteos, probase de obsequiarla con una suave música: mando, pues, Cloten que fuesen algunos músicos a tocar, debajo de las ventanas de su cuarto, una alborada, o sea un canto por el estilo de la serenata, pero para ser cantado por la mañana, en vez de la noche, a fin de despertar entre dulces melodías a los que duermen. La canción que escogió fueron unas coplas acompañadas de una melodía de exquisita dulzura y suavidad. No dudaba, pues, ya Cloten del éxito de su tentativa, creyendo conquistar infaliblemente el corazón esquivo de la princesa. Oye, oye la alondra que canta Deleitóse, en efecto, Imógena con aquella dulce música y hasta le contrarió no poder agradecer dignamente a Cloten el obsequio que le hiciera; pero aquel hombre le inspiraba una aversión irresistible, y así se vio obligada a manifestárselo, irritada por su importunidad. Él, por su parte, con no menor ahínco procuraba persuadirla que renunciase a su marido, alegando que el compromiso que tenía con «aquel miserable, recogido de limosna y alimentado con manjares fríos y con migajas de pan de la mesa del rey,» no tenía valor alguno, y que el matrimonio podía fácilmente anularse. Furiosa Imógena al oir como una tan vil criatura insultaba tan cobardemente al noble Leonato, respondió a los razonamientos de Cloten con amargas frases de desprecio, diciéndole que ni aun era digno de servir de lacayo a su marido y que sería para el demasiado honroso y cosa que podría aún excitar la envidia, el darle el título de verdugo en el reino. Añadió, por terminar, que el más sencillo vestido que jamás llevara Leonato, tenia para el mayor valor y estima que cien mil hombres como Cloten. Imógena había ya sufrido tan de mañana una terrible contrariedad: la desaparición de su brazalete. Esto le había hecho perder la calma. Dejando, pues, a su antipático pretendiente abandonado a las sombrías reflexiones que le había de inspirar aquel lenguaje de insólita franqueza que acababa de oir de boca de la princesa (pues todos los cortesanos le adulaban a cual más, aunque a su espalda le denigraban cuanto podian); llamó Imógena a su fiel criado Pisanio y encargóle que diese cuenta a su doncella de servicio de la desaparición del brazalete, ordenándole de su parte, que lo buscase hasta dar con él. —Es—dijo a Pisanio—un presente que me hizo tu amo al partir, y ni por todas las rentas de que disfruta el más poderoso rey de cualquiera nación de Europa, quisiera perder tan preciada joya. Paréceme que lo he visto esta misma mañana; pero no me cabe duda que lo llevaba puesto anoche al acostarme, pues recuerdo muy bien que lo besé. Confío que no se habrá escapado de mi brazo para ir a contar a mi dueño que beso a otro que a él, (añadió como queriendo con esta cómica ocurrencia distraerse de su melancólica inquietud). ¡Ah, desventurada Imógena!, ¡cuán ajena estaba a la fatal verdad que encerraban aquellas palabras dichas tan a la ligera! Entretanto lachimo había ya tornado la vuelta hacia Italia, a llevar a Póstumo Leonato la infausta nueva de su conquista. Leonato, al principio, no dudaba de que lachimo había perdido la apuesta; por lo cual hallaba fácil explicación a cuanto le refería aquél; pero poco a poco fue el astuto italiano dando color de certidumbre a sus aseveraciones y persuadiendo a su contrincante de que Imógena había prodigado con exceso al extranjero sus favores y benevolencia; y ¿cómo no, si nadie podía dudar de que había visto su habitación? Describía los cortinajes de seda y plata que en ella había; la chimenea colocada en medio de la pieza y cuya campana estaba adornada con una preciosa escultura representando la historia de Diana; el techo decorado con dorados querubines, finalmente los morillos, dos Cupidos de plata de maliciosa mirada, apoyados en un solo pie. No tuvo Leonato mas remedio que conceder que todo aquello era exacto; pero ni aun así era aquello una prueba irrefragable de que Iachimo hubiese ganado la apuesta. Entonces, en son de triunfo, sacó éste el brazalete y afirmó que la propia Imógena se lo había sacado del brazo y dádoselo. Leonato, en un supremo esfuerzo para ahuyentar de su espíritu la creencia en la infidelidad de Imógena, sugirióse a sí mismo y expreso la idea de que ésta podía habérselo entregado a Iachimo con encargo de dárselo a él. — ¿Os lo dice acaso en la carta?—preguntóle Iachimo socarronamente. ¡Ay!, ¡qué la carta de Imógena no hacía mención del brazalete, ni de tal encargo! —No, no; es verdad, no habla de ello — dice contrariado Leonato.—Es verdad, he perdido: tomad la sortija, prenda de la apuesta. ¡Ah! la falsedad e inconstancia de la mujer supera toda ponderación. Durante todo el decurso de la conversación de Iachimo con Leonato, el amigo Filario no había podido echar de sí un sentimiento de desconfianza contra el primero, que le hacía dudar de la veracidad de sus afirmaciones; por lo cual no pudo reprimirse y dijo, atajando a Leonato: —Esperad un poco; tomad de nuevo la sortija. La apuesta no está ganada aún. Vuestra esposa pudo haber perdido este brazalete; y ¿quién sabe si una de sus doncellas, sobornada, lo sustrajo? —¡Tate!, es verdad—respondió Leonato; —todo es posible, y así debe haber sucedido. Devolvedme, pues, la sortija (dice a Iachimo); ella es mía mientras no aduzcáis una prueba más evidente, pues afirmo que este brazalete ha sido robado. Describió entonces Iachimo las cinco manchas que había observado en la piel de Imógena; por lo cual no pudo ya resistir por más tiempo Iachimo a la fuerza de la convicción, y dió por perdida la apuesta. Había amado tan sincera y tiernamente a Imógena, se había tan enteramente abandonado a su lealtad y a su incorruptible virtud; que el descubrimiento de su falsedad y de su inconstancia le hirió en lo más profundo del alma.—Todas las mujeres son lo mismo—decía con acento de amargo desengaño. No hay en el hombre mala cualidad alguna que la mujer no posea en grado superlativo: mentira, adulación, perfidia, rencor, ambición, amor propio, concupiscencia, orgullo, desdén, lujuria, maledicencia, volubilidad..., todo lo tiene en mas alto grado la mujer que no el hombre. Loco de cólera por la supuesta traición de su incomparable mujer, el infortunado Leonato empieza a urdir en su cerebro un tenebroso plan de venganza. |
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