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José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 11

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La mariposa blanca

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CAPÍTULO XI

No era posible evadirse del testimonio de la evidencia. Cualquiera que fuese la causa oculta del misterio o la tenebrosa clave del prodigio, la sombra que acababa de aparecer en el ángulo del claustro era claramente la imagen auténtica, la vera efigie, la persona misma de Adrián Baker. Los ojos atónitos de Berta, de su padre y de la nodriza, no podían desconocerla.

Sus cabellos rubios, su frente pálida, el contorno de su figura, su aire, su mirada, su voz..., todo estaba allí delante de los ojos asombrados de Berta, de su padre y de su nodriza.

Ahora bien: ¿era aquello una creación fantástica de sus sentidos turbados? ¿Era un fantasma imaginario, o una realidad? ¿Padecían los tres al mismo tiempo la misma alucinación? El pensamiento fijo de los tres era Adrián Baker..., y los sentidos suelen muchas veces fingirnos la realidad de nuestras vanas imaginaciones. El estado en que se hallaban sus ánimos, el lugar, la hora... ¡Ya se ve! El aire produce sonidos que engañan: la luz y la oscuridad que se mezclan y confunden en la hora misteriosa del crepúsculo, pueblan la soledad de las más raras visiones. Y en medio de aquellas ruinas que empezaban a tomar formas caprichosas, y, digámoslo así, a moverse bajo las primeras oscuridades de la noche, Berta, su padre y la nodriza bien podían creerse en presencia de un espectro evocado allí por su presencia.

Mas es el caso que la sombra, en vez de desvanecerse, en vez de transformarse, como acontece en esas quiméricas apariciones, adquiría ante ellos líneas más precisas, contornos más seguros, conforme se iba acercando al grupo que formaban.

Llegó a él, y asió suavemente la mano que Berta le tendía. Resplandecía su mirada con el fulgor de un triunfo supremo.

—Soy yo—dijo con acento conmovido—. Yo, Adrián Baker... No soy un espectro que sale del sepulcro...

Berta se sintió desfallecida, y tuvo que sentarse, y Adrián Baker siguió diciendo:

—Perdóname. He puesto tu corazón a una prueba terrible; pero todavía eran más terribles las dudas de mi alma. El mundo había llenado mi espíritu de horrorosa desconfianza..., y he querido penetrar hasta la última profundidad de tu amor. Has resistido a la ausencia, y has resistido a la muerte. Tu amor no ha sido para mí un desvanecimiento fugitivo; no te engañabas al jurarme un cariño eterno. Me alejé de ti para espiarte, y quise morir para comprenderte... Te he seguido por todas partes: no me he separado de ti ni un momento. ¡Dulce Berta mía! Me esperabas vivo, y me has esperado muerto. «Si me esperas, te dije, tu propio corazón te anunciará mi vuelta», y, ya lo ves, he vuelto. Sentía hacia ti una ternura inmensa, y devoraba mi corazón una duda espantosa. ¿Te habían deslumhrado mis riquezas?... Perdóname, Berta. Una sabiduría tenebrosa habían helado la fe en mi alma: dudaba de todo, y dudé también de tu corazón..., de ti misma.

Berta cruzó las manos, y, levantando los ojos al cielo, exclamó tristemente:

—¡Dios mío! ¡Qué cruel injusticia!

—¡Sí!—prorrumpió Adrián Baker—. ¡Cruel injusticia! Pero tú has resucitado mi corazón; por ti ha vuelto mi alma a la vida.

—¡Ah!—dijo Berta, apoyando las manos sobre su pecho—. ¡Si fuera tarde!...

Luego se dirigió a su padre y a su nodriza, diciéndoles:

—Siento mucho frío: volvamos a la quinta.

Y apoyándose en el brazo de Adrián Baker, se puso en marcha.

Su padre y su nodriza la siguieron silenciosos. El buen señor lo había comprendido todo; pero la pobre mujer no comprendía nada.

Lo que pasó aquella noche en la quinta no hay para qué referirlo: fue una noche de dolor, de agitación y de angustia. Fue preciso ir a la ciudad y traer un médico. ¿Por qué? Porque Berta se moría. Adrián Baker parecía desesperado; el infeliz padre se ahogaba en sollozos y la nodriza se escurría a llorar, sin que nada bastara a contener sus lágrimas.

A la madrugada hubo que volver a la ciudad, porque el médico del cuerpo había agotado los recursos de la ciencia, y era preciso acudir al médico del alma.

Amanecía apenas, cuando un sacerdote se apeó en la puerta de la quinta. La enferma lo recibió, si es posible decirlo así, con triste alegría, y poco después todo había concluido.

El cadáver, colocado sobre un lecho fúnebre, se hallaba en medio de la habitación, alumbrado por seis blandones, que llenaban la estancia de tristes resplandores; la ventana, abierta, dejaba entrar la luz de la mañana, y el viento del otoño, arrancando las hojas secas de los árboles del jardín, las arrojaba sobre el cuerpo inanimado de Berta, como si la muerte rindiera homenaje a la muerte.

Atraída por el resplandor de los blandones, una mariposa blanca se deslizó silenciosa, y voló formando círculos alrededor de la cabeza de la difunta.

Velaban el cadáver, el padre, inclinado sobre el lecho mortuorio, bajo el peso de un dolor enorme; la nodriza, deshecha en lágrimas; Adrián, con los ojos secos, y brillantes, pálido, inmóvil, mudo, terrible, y el sacerdote, cruzado de brazos, con la cabeza caída sobre el pecho, murmurando piadosas oraciones.

Tal era el cuadro que el sol de aquella mañana sorprendió en el cuarto de Berta. Los pájaros del jardín llegaban hasta pararse en los hierros de la reja, pero no se atrevían a entrar; miraban inquietos, y huían despavoridos; piaban sobre las ramas de los árboles, y sus tristes gorjeos parecían gemidos. Exhalando un suspiro, arrancado de lo más profundo del alma, Adrián Baker dijo con voz sorda:

—¡Infeliz de mí!... ¡Yo la he muerto!

—¡Ah! Sí—exclamó el sacerdote, moviendo lentamente la cabeza—. ¡Justicia divina!... La duda mata.

FIN

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