Capítulo 1
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La mariposa blanca |
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CAPÍTULO I Hay en el espíritu humano marcada tendencia hacia todo lo maravilloso, en la cual caen lo mismo los espíritus débiles que los espíritus fuertes. Los hombres que se envanecen con el título de despreocupados, no son, ciertamente, los que menos incurren en supersticiones más risibles que aquellas de que su despreocupación se burla. Entre los jugadores de profesión, gente por lo común desalmada, que no cree ni en la fortuna, pues confía más el éxito de sus apuestas a las habilidades de la destreza que a los caprichos de la suerte, se encuentra establecida la superstición de los martingalas; y no hay tahúr, por distinguido que sea el garito que frecuente, que no dé algún crédito a las maravillosas combinaciones de las cábalas, por medio de las que se pretende sorprender y esclavizar los ocultos designios de la loca fortuna; y los hay que creen en ellas a puño cerrado. Positivamente, esas cábalas estupendas fracasan la mayor parte de las veces o casi todas, y bien puede decirse que no sale ninguna; pero estas decepciones del prodigio cabalístico tienen siempre una explicación, que pone la credulidad a cubierto de toda duda, y asegura y aun confirma la infalibilidad del procedimiento. Puede dificultar el éxito cualquiera circunstancia imprevista, un accidente con el que no se había contado, y, vamos, no siempre se aprecia bien el valor de ciertos pormenores; y, sea como quiera, la cábala no se equivoca nunca; en todo caso, el desacierto consiste en la torpeza del cabalista. Por lo demás, el jugador, preocupado con su buena o mala suerte, atribuye su adversa o su próspera fortuna a una porción de circunstancias de todo punto indiferentes para el resto de los hombres. Si gana, no le interrumpáis, no distraigáis su atención absorta, que sigue con éxito completo las misteriosas combinaciones del juego; está en la buena racha, y un accidente cualquiera puede turbar el curso feliz de los naipes, cuyo secreto posee en aquel instante por la virtud inexplicable de una intuición prodigiosa; se halla en el momento lúcido, en que ve la carta que viene mucho antes de que venga. Sí, señor; para los jugadores, los naipes proceden con cierta lógica, hay cierto orden, que, una vez sorprendido, es tener en la mano la fortuna. ¡Con qué fe pone su dinero a un caballo infalible, a una sota inevitable, a un tres victorioso!... ¡Su dinero!...: eso es poco...; le pondría la vida... Pero ¡ah!:. un cambio de corte, o un cambio de baraja, puede quebrar el juego, esto es, disipar el prodigio, desvanecer el encanto, romper el influjo magnético de la suerte, la atracción de la fortuna; porque, ya se sabe, cada baraja tiene su sistema y cada mano su influencia. Si pierde, lo veréis inquieto mudar de sitio, cambiar de barajas, porque hay sitios adversos, y los naipes tienen también sus enemistades y sus preferencias, sus simpatías y sus aversiones..., y conviene buscar un lugar propicio y una baraja amiga. Después de agotadas todas las tentativas, desvanecidas todas las esperanzas, consumido todo el bolsillo, encuentra en cualquier incidente la causa funesta de su desgracia: la luz, la mesa, el silencio o el ruido...; una distracción en el momento más solemne...; todo ha sido causa de su ruina, menos él, porque él ha jugado con todas las reglas del arte; pero una mano invisible, una influencia adversa ha trastornado el orden lógico de los naipes, introduciendo un verdadero trastorno entre ellos. No se daba juego ni arriba ni abajo, quebraban los lados con una frecuencia desastrosa, y era imposible seguir aquel torbellino de naipes. Y este hombre, generalmente descreído, no es, en resumen, más que un abismo de credulidades; su despreocupación, un saco de preocupaciones. Si os gusta observarlo todo, penetrad por un momento en el salón de cualquier garito y veréis circular alrededor de la mesa de juego las más ridículas supersticiones. El jugador ha inventado un verbo para designar la acción funesta de las influencias adversas: ese hombre me azara, esa conversación me azara. ¡Ah! Cuando pierde, todo le azara. Tampoco los sabios, que no creen más que en las demostraciones de la ciencia, se libran de esa propensión a lo maravilloso, y entregan muchas veces su credulidad a lo inexplicable. Platón creía sencillamente que Dios era redondo. Sócrates, poco antes de morir incurre en la debilidad de mandar hacer un sacrificio a Esculapio; toda su filosofía no acertó a impedir ese homenaje supersticioso. Descartes se creyó de buena fe investido, no sabemos por quién, del poder de redactar, para uso de todo el género humano, un cuerpo completo de filosofía. Otro sabio de nuestros tiempos asegura, bajo la convicción de su palabra, que la ciencia descubrirá al fin el modo de hacer eterna la vida del hombre sobre la tierra. Si bien se mira, la sabiduría moderna es un conjunto de sabias supersticiones. De esas alturas ha descendido una nube de misterios y de maravillas. No hace mucho tiempo que el mundo culto, lleno de curiosidad y de asombro, se entretenía en hacer girar las mesas bajo la influencia prodigiosa del círculo magnético. En todas partes se veían corros de gente, más o menos ilustrada, haciendo los más curiosos experimentos acerca de tan raro fenómeno. La preocupación era universal; las mesas giraban sobre sí mismas. Eso sí, al principio se negaban, crujían sordamente como si opusieran los esfuerzos de la última resistencia; pero al fin se dejaban manejar por el influjo irresistible de las manos suspendidas sobre ellas. Por algún tiempo fue indudable la realidad del fenómeno, y habría sido hasta de mal gusto no creer en la singularidad del prodigio. Pasado el primer furor de los experimentos, perdió el caso todo el prestigio de la novedad, y las mesas volvieron a su natural reposo, dejando establecido el misterio de su inexplicable movilidad. Mas al mismo tiempo, la corriente de otra preocupación recorría el mundo, poniendo en conmoción los ánimos y en movimiento los espíritus. Las mesas se movían por la fuerza desconocida de un fluido, incógnito; era un enigma de la naturaleza, que la curiosidad había devorado en unos cuantos días; le faltaba algo para constituir una verdadera maravilla; algo que estuviera fuera de las realidades físicas de la naturaleza y abriera a nuestros ojos atónitos las fantásticas puertas de un mundo insondable. Las mesas rodaban bajo el simple contacto de nuestros dedos, y, una vez descubierto el sortilegio de esa actividad inexplicable, no habían de detenerse en el primer paso. Tratándose de mesa, claro está que eso era de cajón; y, vamos, no se hizo esperar mucho el nuevo prodigio. De repente comenzó a circular una voz misteriosa que decía: «las mesas hablan», y, dicho y hecho: se extienden por todas partes las supersticiones del espiritismo, se establecen asociaciones, se fundan periódicos, se publican libros. No hay más: se ha roto la pared que nos separaba de la eternidad, y estamos en íntima y familiar comunicación con el mundo de los espíritus. La mesa más insignificante puede servir de telégrafo. Llamad, y no faltará un espíritu ocioso que acuda a la cita. La mesa es el intérprete, si no hay a la mano un médium que se encargue de transmitirnos las oscuras sentencias del oráculo por medio de un lápiz que escribe, ¡oh maravilla!, a pesar de la mano qué lo sujeta. El prestigio de tan estrambótica superstición es irresistible, y las experiencias se multiplican, y la secta se extiende; apenas hay casa en las grandes ciudades donde no haya una mesa que hable por los codos; al volver de cada esquina se encuentra un médium, y donde menos se espera salta un espiritista. ¡Quién piensa ya en los prodigios del somnambulismo! Nadie. Hacer dormir a cualquiera sin más narcótico que el poder de unos cuantos pases; hacerle ver al través de los párpados cerrados y al través de enormes distancias; hacerle hablar lenguas que ignora y descubrir secretos impenetrables de enfermedades ocultas en el misterio del organismo humano, son hechos extraordinarios, dignos de nuestra culta credulidad, y ciertamente el vulgo ilustrado ha visto en ellos los primeros anuncios de una naturaleza fantástica, desconocida hasta ahora, llena de pasmosas maravillas. Mas lo que hoy cultiva nuestra imaginación y, recrea nuestra absorta curiosidad, son los fúnebres fenómenos del espiritismo. Hasta ahora ese oráculo invisible no se ha explicado con bastante claridad, por los espíritus, forzados a responder por la tenacidad de las evocaciones, eluden las preguntas con artificiosas respuestas, cuando no se burlan de los que los invocan con los más estupendos disparates. Y bien: semejante proceder es disculpable; cuando menos, puede decirse que no han adquirido aún bastante confianza para entregar a la intemperante locuacidad de los vivos los secretos de los muertos, y entretanto, nada más propio de nuestra sabia despreocupación que estar con la boca abierta esperando las enigmáticas sentencias de la nueva esfinge. Y, en verdad, no es preciso recurrir al mundo misterioso de la naturaleza ni al mundo sepulcral de los difuntos para esparcir nuestro ánimo descreído con el fanatismo de otras variadas preocupaciones, porque la industria proporciona diariamente pasto abundante a nuestra ociosa credulidad. Siempre que fijo los ojos en la cuarta plana de cualquier periódico, veo una colección creciente de increíbles maravillas, y no acierto a persuadirme cómo hay todavía sobre la tierra seres humanos que se obstinan en envejecer, que insisten en la manía de padecer enfermedades, y, lo que es más inaudito, que tienen el capricho de morirse, porque he aquí uno que ofrece la belleza eterna por medio de los más sencillos procedimientos; más allá se encuentra el Agua de azahar de Sevilla, cuyos prodigios higiénicos están reconocidos por los médicos más célebres de Europa; más acá aparece el Café nervino, arrancado a la sabiduría de Adam Perath, médico hebreo, y moro por más señas, ante el que huyen despavoridas las más tenaces dolencias. «No más calvos», grita uno, y atestigua la virtud de su milagroso elíxir con innumerables casos. «No más tisis», grita otro, y adquiere completa popularidad el portento de su medicina. ¿Se trata simplemente de las puras satisfacciones del paladar? Pues bien: ahí tenemos los chocolates de Matías López que han alcanzado, por privilegio sobrenatural, una perfección inimitable. La muerte se detiene espantada ante el hechizo de las Píldoras de Holloway, y, en fin, la magia universalmente conocida de la Revalenta arábiga, asegura al género humano una salud perpetua, impermeable, indestructible. Y cada una de estas maravillas es un secreto impenetrable, un misterio que la razón no alcanza, un enigma que la ciencia no descifra, y cuyos prodigiosos efectos están autorizados por medallas honoríficas, alcanzadas en unas y en otras Exposiciones por la recomendación de las más respetables celebridades, y por el testimonio inagotable de millones de cartas de enfermos agradecidos. Moribundos hay que se levantan del fondo mismo del sepulcro a dar testimonio de la autenticidad del portento; y la multitud despreocupada, y la multitud sencilla, arrastradas por lo maravilloso del suceso, acuden con su credulidad, con su entusiasmo y con su dinero, a enaltecer la virtud, digámoslo así, diabólica de tanto prodigio; el éxito mercantil que obtienen asegura la popularidad de la mercancía. No creo que haya habido en ninguna época, ni más charlatanes, ni más supersticiones. Nunca se ha abusado tanto de la credulidad del vulgo, que constituye la gran mayoría del género humano. Supersticiones abominables unas veces, y pueriles preocupaciones otras, ellas atestiguan la facilidad con que la imaginación acoge todo lo que la razón no alcanza. Puede decirse que el alma humana necesita el misterio, y le es indispensable el prodigio: lo que es o le parece sobrenatural, tiene a sus ojos un prestigio indecible. No hay descreimiento ni despreocupación que se resista siempre a esa voz recóndita que nos habla en la soledad de nuestro pensamiento de un poder que está por encima de la ciencia y de la naturaleza, y de un mundo que se escapa a nuestro alcance. Por eso la incredulidad está llena de credulidades y la despreocupación poblada de preocupaciones. |
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