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José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 5

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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

La mariposa blanca

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CAPÍTULO V

Bueno que para el ama de llaves sea Adrián Baker el diablo en persona, o bien un hombre que tiene el demonio en el cuerpo, o al menos, un ser extraordinario que posee el secreto poder diabólico de algún filtro prodigioso. Bueno que el padre de Berta vea en él un espíritu avasallador, una naturaleza excéntrica... Y ¿quién sabe? Ha oído hablar alguna vez de fluidos misteriosos, de fuerzas sutiles que atraen o rechazan, de influencias dominadoras, de prodigios magnéticos; y aunque no ha prestado nunca a esas cosas la mayor atención, piensa en ellas desde que se siente dominado por tan extraño personaje, y, cuando menos, Adrián Baker es su idea fija, su idea terrible, su preocupación continua, su monomanía constante. Muy bien; el padre de Berta y el ama de llaves pueden atribuirle las facultades maravillosas que sus imaginaciones acaloradas les sugieran; pero nosotros no hemos de participar de esas alucinaciones, ni por ellas hemos de sacar en limpio que Adrián Baker está fuera de la ley común a que vivimos sujetos los simples mortales.

Esto es claro; mas, no obstante, ¿quién es Adrián Baker?

Reuniremos aquí todas las noticias que se han podido adquirir, y cada uno formará por ellas el juicio que más le acomode.

Todavía no hace dos años que uno de los coches que transportan los pasajeros de la estación del camino de hierro a la ciudad en que nos encontramos, corría al gran galope. Volvía de la estación, y la arrogancia con que el cochero hacía galopar a los caballos dejaba traslucir la urgencia o la importancia de los viajeros que conducía.

Este coche penetró en la ciudad, y fue a detenerse delante de la fonda más lujosa de la población; allí se apeó el único viajero que llevaba, y el viajero era Adrián Baker. Iba envuelto en un gran abrigo de viaje, forrado de finísimas pieles. La solicitud con que acudieron a recibirlo los mozos de la fonda, significaba que habían descubierto en el nuevo huésped un manantial de propinas. El cochero lo despidió con la gorra en la mano, y al volverle la espalda, miró a los circunstantes, mostrándoles en el ojo izquierdo una moneda de oro.

No fue necesario más para que la maleta del huésped subiera en volandas a la habitación más suntuosa de la fonda. Siete ciudades de Grecia se disputaron el honor de haber servido de cuna a Homero; más de siete mozos se disputaron el honor de cargar con la maleta de Adrián Baker. Parecía un rey que entraba en su palacio.

Durante algunos días se le vio solo y a pie recorrer las calles de la ciudad y visitar los monumentos más notables; después, solo también, pero en coche, se le vio examinar los sitios más agrestes y más pintorescos de las cercanías, con la atención de un artista, de un filósofo o de un poeta.

No era inaccesible el trato de las gentes, y pronto tuvo muchos amigos que se hacían lenguas de las excentricidades de su carácter, de sus riquezas y de su talento; de modo que fue por algún tiempo la novedad del día, y, por lo tanto, el platillo de todas las conversaciones. Conquistar su amistad habría sido para los hombres un triunfo, y conquistar su corazón habría sido para la mujer más encopetada mucho más que poner una. pica en Flandes; pero Adrián Baker conservaba perfectamente cerradas lo mismo las intimidades de su amistad que las de su amor; de manera que no se sabía de él más que tres cosas: que era joven, que era rico, y que había corrido medio mundo.

Se le supuso inglés, alemán y norteamericano; en primer lugar, porque era rubio, y en segundo lugar, porque, aun cuando hablaba en español como si fuese su lengua nativa, se advertía en su acento cierto sabor extranjero que cada cual interpretaba a su gusto.

Por lo demás, parecía complacido de la belleza del cielo y de la alegría de la naturaleza; y aunque a nadie había dicho si pensaba permanecer allí mucho tiempo, el caso es que no se marchaba. Sin duda alguna debió cansarse, de la vida de la fonda, y de la noche a la mañana compró una gran casa y se instaló en ella como un príncipe. Este edificio, venerable por su antigüedad, tenía el grandioso aspecto de un palacio, y uno de sus ángulos daba frente a la casa de Berta.

Tales son todas las noticias que se tenían acerca de Adrián Baker. Ya sabemos, pues, que el demonio de Adrián Baker no era, ni más ni menos, que el vecino en persona.

Una noche que volvía de hacer su diaria visita a Berta, entró en su casa, atravesó el vestíbulo y se encerró en sus habitaciones. Poco después se cerró la gran puerta del palacio, roncando duramente sobre sus goznes; se fueron apagando las luces, y todo quedó en profundo silencio. Sin embargo, Adrián Baker no dormía.

En el fondo de su habitación, alumbrada por una lámpara de luz pálida, apoyados los codos sobre un velador de caoba y oculto el semblante entre las manos, parecía sumergido en un mar de reflexiones. Y no debían ser risueñas, porque el entrecejo, duramente fruncido, daba a entender que alguna tempestad pasaba por detrás de aquella frente, tersa como la de un niño y pálida como la de un muerto. Y es el caso que la luz de la lámpara, reflejándose sobre sus cabellos ensortijados y rubios, envolvía la cabeza en fantásticas vislumbres.

Después de muchos minutos de inmovilidad y de silencio, dio una violenta palmada sobre la mesa, prorrumpiendo en estas tres exclamaciones:

—¡Malditas riquezas!... ¡Odiosa sabiduría!... ¡Cruel experiencia!...

Luego se puso de pie, y dando vueltas por la estancia, como un loco, gritaba con voz sorda:

—¡Fe!... ¡Fe!... ¡La duda me ahoga!

A poco de estas exclamaciones, sacudió su hermosa cabeza y lanzó una terrible carcajada.

—Bueno—dijo—. La prueba es tremenda; pero necesito esa prueba... Es preciso bajar al sepulcro... Bien; bajaré. Hay que consultar el oráculo sombrío de la muerte acerca de los misterios de la vida. Muy bien: le consultaremos.

En aquel momento, el tubo de cristal en que se hallaba encerrada la luz de la lámpara, estalló, cayendo roto en mil pedazos; la llama se oscureció, tomando un color rojizo y exhalando un humo negro, que envolvió la estancia en sombras que se deslizaban por las paredes, se confundían en el techo y se cruzaban sobre el pavimento; parecía que los muebles andaban, que el techo se hundía y que las paredes se alejaban.

En medio de esta danza diabólica de luz y de tinieblas, la llama se apagó, como si obedeciera a un soplo invisible, y en medio de aquella oscuridad todo fue silencio.

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