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José Selgas Carrasco

"La mariposa blanca"

Capítulo 4

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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

La mariposa blanca

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CAPÍTULO IV

El demonio, pues, había logrado introducirse en la casa de Berta de la manera que hemos visto, y no solamente se había introducido, sino que había tomado posesión de ella, como si siempre hubiera sido suya. Allí pasaba algunas mañanas, muchas tardes y todas las noches, y no había manera de evadirse de sus asiduas visitas, porque Berta se hallaba siempre dispuesta a recibirlo; y no era tampoco fácil enojarse, porque poseía el encanto de una jovialidad irresistible, y era preciso, no sólo resignarse, sino celebrar la gracia de su continua presencia. Además, ni el padre de Berta ni el ama de llaves se atrevían a ponerle mala cara; y no sabían por qué invencible maleficio se sentían obligados a recibirlo en palmas, con la mirada halagüeña y la risa en los labios.

Esto sucede cuando están bajo el influjo de su presencia; pues cuando se halla ausente, el padre y la nodriza se despachan a su gusto. Los dos se juntan, y en secreto y en voz baja se vengan de él, desollándolo vivo. En estas secretas murmuraciones desahogan la aversión que les inspira, y entre la nodriza y el padre lo ponen como nuevo.

Y no les falta motivo para traerlo y llevarlo, porque, desde que ha tomado la casa por asalto, no se hace en ella más que lo que él quiere; él solo es el que manda, él solo es el que dispone; porque a Berta todo le parece bien, y no queda más recurso que bajar la cabeza y darse un punto en la boca.

Mas no se contentan sólo con murmurar, sino que también conspiran... ¿De qué medio se valdrán para echar abajo el dominio de aquel poder ilegítimo? Porque a los ojos del ama de llaves es un usurpador, y a los ojos del padre de Berta, es un tirano... Echarlo de la casa... Este es el pensamiento de la conspiración... Pero ¿cómo? He ahí la dificultad que les cierra el paso.

Dos medios se les ocurren, enteramente opuestos: huir, o defenderse. Huir es el proyecto del padre de Berta; es el recurso que más se acomoda a su carácter pacífico. Huir lejos, muy lejos, al fin del mundo.

Pero el ama de llaves replica diciendo:

—¡Huir! ¡Qué disparate! ¿Adónde podremos ir que no nos siga? ¿Dónde podremos ocultarnos que no nos descubra? ¡Vaya! No hay que pensar en semejante desatino. Lo que debemos hacer es poner pies en pared, y defendernos.

—¡Defenderse!...—exclamaba el padre de Berta—. ¿Con qué armas? ¿ Con qué fuerzas?

— No se necesitan ni fuerzas ni armas—replicaba la nodriza—. Un día se cierra la puerta a piedra y lodo, y que llame... A puerta cerrada, el diablo se vuelve.

—Ama Juana, eso es insensato—decía el padre de Berta—; si no entra por la puerta, entrará por la ventana, o por la chimenea.

Juana se mordió los labios pensativa, porque precisamente lo que ella no acertaba a explicarse era cómo había podido entrar la primera vez en la casa, porque la puerta estaba siempre cerrada; era preciso llamar para que la abriesen, y no se abría nunca sino bajo la inspección del ama de llaves; quería saber quién entraba y quién salía, y era en esto muy cuidadosa. ¿ Cómo, pues, había podido entrar sin ser visto ni oído?

Sus primeras indagaciones acerca de este punto misterioso se dirigieron a Berta, y Berta le contestó sencillamente que entró sin llamar porque había encontrado la puerta abierta. Esto, para la nodriza, era imposible.

Se quedó, pues, pensativa, porque, en efecto, aquel demonio de hombre podía entrar en la casa aunque la puerta estuviese cerrada.

La conspiración no pasaba de estos dos medios de ejecución: o huir, o defenderse. Huir era inútil, y defenderse era un recurso impracticable. El padre de Berta y el ama de llaves discutían diariamente estos dos puntos, sin que la luz brotara por ninguna parte. ¿Y habían de resignarse a vivir bajo el yugo diabólico de aquel hombre? Ambos se encontraban en una situación difícil de pintar; vivían con el alma en un hilo, y se les podía ahogar con un cabello.

Pero bien, ¿quién es este hombre que los domina con su presencia, que los encadena a su voluntad, y que se ha hecho dueño del corazón de Berta? Se llama Adrián Baker, carece de familia y posee grandes bienes de fortuna. He ahí todo lo que saben. Por lo demás, es un joven alto, suelto y flexible; rubio como el oro y blanco como la nieve; de palabra viva, apasionada, ardiente, y de mirada firme, escudriñadora y triste. El azul de sus ojos es ese azul oscuro que presenta el agua en las grandes profundidades.

Su trato no puede ser ni más natural, ni más afectuoso, ni más sencillo. Entra en la casa y sube la escalera en cuatro saltos; no hay quien lo detenga; si encuentra al padre de Berta, se arroja a él y lo abraza, y el buen señor se estremece de pies a cabeza bajo la presión de aquellos brazos afectuosos. Si es el ama de llaves la que le sale al paso, le pone cariñosamente la mano sobre el hornbro, y siempre tiene en la boca una frase feliz, una lisonja diabólica, que causa en la nodriza una emoción extraña. Siente como si toda su sangre recibiera de pronto la savia de la juventud.

No hay manera de eludir el encanto de sus palabras, el influjo de su voz, el hechizo de su presencia. Juana ha advertido que cuando mira a Berta, sus ojos brillan con un resplandor semejante al que despiden los ojos de los gatos a través de la oscuridad; ha observado también que Berta palidece bajo el dominio de aquellas miradas, y que baja la cabeza, como si se sometiera al poder de una voluntad invencible.

Ha observado más todavía, y es que este demonio de hombre, a lo mejor se queda pensativo, con la barba apoyada en la mano, y fruncido el entrecejo, como si tuviese delante alguna visión tremenda, y que luego, así como si despertara de un sueño, vuelve a sonreír, a hablar, a moverse... El padre de Berta ha observado, a su vez, que de todo sabe, que de todo entiende, que todo lo explica, lo comprende y lo adivina, como si poseyese el secreto de todas las cosas. Y estas observaciones se las comunican entre sí, llenos de admiración y de asombro.

Unas veces, sentado junto a Berta, se entretiene en devanar los hilos y las sedas con que ella borda, o en recortar figuras fantásticas en cualquier pedazo de papel que encuentra a la mano. Entonces parece un niño. Otras veces habla del mundo y de los hombres, de países lejanos y de épocas remotas, con tanta gravedad y tanto juicio, que parece un viejo que se retira de la vida cargado de experiencia.

Pero ¡ah!, cuando se sienta delante del piano, no hay más que entregarse a los caprichos de su voluntad. Las teclas, heridas por sus dedos, producen cantos tan vivos, tan risueños, que el alma se llena de alegría; mas de repente cambia de tono, y el piano gime como una voz que solloza, y el corazón se conmueve, y los ojos se llenan de lágrimas. No para aquí la cosa; porque, cuando menos se espera, resuena por la caja del piano un trueno sordo y profundo, y se oyen, ya más cerca, ya más lejos, notas que estremecen y cantos que aterran; parece que por la voz de las cuerdas estremecidas hablan en lenguaje ignorado todas las almas del otro mundo.

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