Capítulo 4
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Día aciago |
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CAPÍTULO IV Ese hombre cuyas interioridades acabo de descubrir, tenía su nombre de pila, y llevaba su correspondiente apellido, como cualquier hijo de vecino. Su nombre era Martín, y su apellido casi no estaba en uso, en razón a que en el círculo de sus relaciones no se le conocía más que por Martín, como si se tratara de un ser solitario, único, que no hubiese tenido nunca familia. Martín poseía un exterior a primera vista agradable, y poseía además el secreto de todas las exterioridades; venía a ser un sepulcro bien blanqueado, y hacía en la sociedad el papel de un hombre de mundo, de un hombre corrido. No le faltaron ocasiones en que estuvo ex puesto a grandes peligros; pues, como él decía, lo habían empujado al borde del matrimonio; mas supo emprender a tiempo las retiradas, y el enemigo se quedó con la boca abierta. Podía hacer un matrimonio ventajoso, y tan lisonjera perspectiva halagaba su vanidad; pero, ¡ah!, el mundo en que vivía le presentaba tantos ejemplos de infidelidades, sus propias aventuras le hablaban con tanta elocuencia, que se veía obligado a renunciar a aquellos favores de la fortuna que hacían las delicias de su amor propio. La idea de una boda ruidosa le encantaba; mas el temor de verse después señalado con el dedo le helaba la sangre, y, por un cruel capricho de la suerte, todas sus victorias se levantaban a la vez para mofarse de su fortuna. El matrimonio se le representaba como un lazo; y, como lobo experimentado, huía del cebo por no caer en la trampa. El miedo del ridículo desvanecía sus más risueñas ilusiones. — No, no (se decía); los maridos no están en boga; es papel que se cotiza muy bajo, y no he de ir yo a formar parte de la colección de que tantas veces me he burlado. Si alguna vez me muero, que me entierren con palma. Así es que a los cuarenta y cinco años bien cumplidos, que es la edad en que lo encontramos, se hallaba sin más vínculos que lo sujetaran, que los de su voluntad o los de sus caprichos. Había sabido evadir todas las asechanzas, y se tenía a sí mismo por el hombre más libre que pisaba la tierra. Claro está: se había apropiado todos los derechos, renunciando generosamente a todos los deberes. Entre las mujeres que lo conocían, pasaba ya como cosa perdida, y al verlo se guiñaban el ojo, diciendo: — ¡Ca!.... Este camastrón es incasable. Entretanto, él se reía del mundo; y de teatro en teatro, de paseo en paseo, de tertulia en tertulia, iba alargando los días de una juventud que en realidad ya lo había abandonado, y no faltaba alguna intriguilla con que ir alimentando el fuego de la vida. El teatro era su gran campo de batalla: allí los gemelos indiscretos, escudriñando el fondo de los palcos y los rincones de las galerías, lanzaban, ya a una parte, ya a otra, misteriosas miradas. Cualquiera que fuese la trascendencia de estos ojeos, se complacía en ellos, y eran los momentos más amenos de su deliciosa exis tencia. A la derecha de su butaca se abría una platea que ninguna noche merecía los honores de su atención, porque siempre aparecía ocupada por personas insignificantes, bajo el punto de vista de la belleza, de la juventud y de la elegancia, y Martín le tenía vuelta la espalda a aquel rincón del gran mundo, en que nada tenía que ver. Una jamona gruesa y morena, una niña recién salida del colegio, endeble y enfermiza, un señor canoso, de aspecto desabrido: he ahí, poco más o menos, lo más notable que contenía la platea. Medio sumergido en su butaca, veía, leyendo La Correspondencia con aire indolente, la fastuosa representación de La Africana. Acababa de alzarse el telón, y los acordes de la orquesta llenaban el aire de sonidos entre el murmullo del público que se acomodaba en los asientes. Martín sintió en la oreja derecha un soplo de aire frío, y comprendió que en la platea de la jamona, hasta entonces vacía, entraban las tres figuras de todas las noches; y, sin volver los ojos, hizo un gesto de desdén, y siguió leyendo. Pronto recorrió las columnas del periódico; y dándose por enterado de las últimas novedades del día, tomó los gemelos para recoger las novedades de la noche. Entonces observó que muchas miradas, partiendo de diferentes puntos del teatro, se dirigían a la platea que tenía a su derecha. Estas miradas se iban multiplicando, y los semblantes del público, semejantes a las coronas de los girasoles, se volvían hacia la platea, como si hubiera aparecido en ella el sol de la mañana. ¿Qué ocurría, pues, allí para ejercer tan poderosa atracción sobre las miradas del público? Martín, con desdeñosa sonrisa, volvió también sus ojos hacia la platea, y la risa se apagó en sus labios, y se quedó absorto, porque, si no era el sol el que brillaba sobre el fondo encarnado de la platea, era la aurora, la aurora en persona. Los ojos de Martín se inundaron de luz, de una luz suave, que él sentía penetrar en su cerebro y correr por sus venas. El foco de esta claridad era un rostro humano, ei rostro de una mujer, cuya cabeza, coronada de rizos castaños, se movía graciosamente sobre unos hombros soberanos. Aquella era una aparición que Martín devoraba con ansia, temeroso de que se desvaneciera. Le era imposible apartar de ella los ojos; una atracción irresistible retenía sus miradas, como si estuvieran bajo la influencia de un imán des conocido. A fuerza de mirar, empezó a perder la conciencia de lo que veía; experimentaba una especie de atolondramiento, parecido a los primeros desvanecimientos de la embriaguez. La platea se transformaba a sus ojos en una nube de púrpura, sobre la que se destacaba aquella imagen blanca como el mármol de Paros, y sonrosada como la rosa de Chipre, que le sonreía y se alejaba, tendiéndole sus brazos de Venus. «Si esto es un sueño (se decía con el pensamiento), que no despierte nunca.» Hasta entonces sólo había podido apreciar, digámoslo así, el color y el dibujo, la pureza de la tez, la pureza de las líneas y la pureza de los contornos. Pero la aparición debía tener una voz, una mirada, y Martín todo era oídos, y nada oía, y todo era ojos, y no veía más que el conjunto armonioso de su figura. Mas no estaba ella sola en la platea; la acompañaban una señora de aspecto insignificante, que ocupaba el lugar de preferencia en el palco, y una especie de gigante, de rostro airado y de tremendas cejas, que de vez en cuando le dirigía la palabra. Algo debió decirle que la desagradaba, pues ella volvió la cabeza hacia la escena, diciendo claramente: —No. Este no llevó a los oídos de Martín el timbre de su voz, y se estremeció como si hubiera experimentado el efecto de una descarga eléctrica. Jamás había oído una voz semejante: la sentía vibrar en su oído y extenderse por todo su cuerpo, ni más ni menos que si sus huesos y sus músculos, su sangre y sus nervios, tuvieran en aquel momento la facultad de oir. Estaba bajo la acción mágica de un encanto inexplicable. Aquella mujer ejercía sobre sus sentidos una influencia avasalladora. Martín buscaba sus ojos como el ciego busca la luz y el sediento el agua; pero las miradas de la aparición iban de una a otra parte sin fijarse en ninguna. Al fin, sus ojos indiferentes vinieron a detenerse en Martín, que sintió al mismo tiempo frío y calor. Si es posible decirlo así, una nube de luz inundó su ser, y le pareció que se veía sumergido en un mar de delicias. La mirada que lo tenía subyugado lo abandonó, después de dejar en su pensamiento todo el fuego de un incendio y llena su loca imaginación de las más ardientes visiones. Cerró los ojos para saborear el placer de aquella mirada, y para conservar la imagen fantástica que relampagueaba en ellos. Creía que soñaba. El estrépito de un aplauso lo volvió a la realidad de la vida, y miró despavorido en torno suyo; el teatro le pareció obscuro, lleno de sombras surcadas por reflejos fugitivos; las cabezas que a su alrededor se agitaban las veía pálidas, desencajadas, como cabezas de espectros que se movían dentro de sus nichos; en el escenario distinguía una masa informe, sobre la cual corrían de una parte a otra figuras humanas negras, de ojos brillantes, armadas de ace ros que resplandecían en la obscuridad como los rayos en las nubes; la orquesta gemía a la vez y tronaba, aullaba y rugía al mismo tiempo. Volvió los ojos hacia la platea, y la luz que la iluminaba había desaparecido; la aparición se había disipado: la platea estaba desierta como un sepulcro vacío. Con mano trémula buscó su reloj, y miró la esfera; eran las doce de la noche; acababa de entrar en los dominios del día aciago. Era martes. |
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