Capítulo 3
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Día aciago |
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CAPÍTULO III Después que se anda algún tiempo por el mundo, se encuentran esos seres raros, cuya locura o cuya imbecilidad no se advierte a primera vista, en razón a que no desafinan demasiado en el concierto general que todos formamos; se confunden con la mayoría entre la cual viven, y pasan sin formar casilla aparte en la generación en que han nacido. La sociedad presente ofrece numerosos casos de criminales que no llevan más cadena que la del reloj, de locos que viven tranquilamente en sus casas sin temor de verse encerrados en un manicomio, y de imbéciles que se codean con las personas sensatas como uno de tantos; porque hay crímenes legales, lícitos, admitidos y aun premiados, locuras juiciosas e imbecilidades razonables. Yo he conocido varios ejemplares de estas tres especies, y en este momento recuerdo uno que me viene de molde. Hombre que, como los elefantes, según Plinio, sentía crecer la hierba, y que, gran conocedor del mundo, vivía siempre en guardia contra los engaños de la vida. No era posible sorprender ni su credulidad ni su confianza, pues andaba siempre receloso como los gatos; no se fiaba ni de la camisa que llevaba puesta, y de continuo se guiñaba interiormente el ojo, como diciendo: — ¡Oh! ¡Soy yo muy largo! Esta cautela incansable de su perspicacia lo tenía siempre alerta, y por todas partes vislum braba engaños, traiciones, infidelidades, ingratitudes. Pensaba de los hombres deplorablemente, y en cuanto a las mujeres, su opinión era todavía más deplorable. Encastillado así en la ciudadela inexpugnable de su previsión astuta, se restregaba las manos satisfecho de sí mismo, y exclamaba: — Ahora que me entren moscas. No se puede decir que fuese un sabio; pues, en rigor, se había quemado poco las cejas inda gando los secretos de las ciencias, y si en su juventud pasó por alguna universidad, fue por puro cumplimiento, por mera fórmula; pero, vamos, su vida de hombre de mundo lo tenía a la altura de los conocimientos más puestos en moda. Se penetraba de los últimos adelantos de la filosofía en las conversaciones del Ateneo, aprendía historia en las tertulias del Casino, matemáticas en las cotizaciones de la Bolsa, quí mica e historia natural en los aparadores de las tiendas, Geografía en las vistas de los periódicos ilustrados, literatura en el teatro de los Bufos y política en La Correspondencia de España. Recogía las noticias más seguras acerca de los grandes acontecimientos del mundo en la Carrera de San Jerónimo o en los pasillos de cualquier teatro. No era un sabio, pero poseía esa generalidad de conocimientos que nos autorizan a resolver de plano las cuestiones más arduas en los postres de una comida o sobre la mesa de un café. Sabio no; pero, ¡qué demonio!, no hemos de ser todos Sénecas, y, sea como quiera, venía a ser un hombre, digámoslo así, instruido, y, sobre todo, un hombre despreocupado. Sabía algún latín, pues pronunciaba con frecuencia voces latinas; decía: adlibitum, déficit, ex cathedra y casus belli. Tampoco le era absolutamente desconocida la lengua griega, y solía pronunciar con bastante soltura las palabras filantropía, hidrofobia, antropófago y eureka Oía referir con gusto las impiedades de Voltaire, y las aprendía de memoria. Cavour fue por algún tiempo su encanto; mas se murió, y le volvió la espalda para hacer de Bismarck su ojo derecho. Por supuesto, el diluvio universal era para él una paparrucha, el maná del Desierto una inocentada, y la resurrección de Lázaro un cuento de viejas. Se mofaba de todas las creencias, sin tener empeño en destruirlas; pues, como él mismo decía, dejaba a cada loco con su tema. No obstante, en las soledades de su razón, o mejor dicho, en el sepulcro de su conciencia, se levantaba un fantasma, una sombra, un espectro que turbaba de vez en cuando los felices días de su vida: le inspiraba horror el martes; ese día aciago se le representaba con ios más sombríos colores. Llevaba una apuntación curiosa de las desgracias que ocurrían en el transcurso de sus infaustas horas. Terribles efemérides, que crecían espantosamente en sus anotaciones, por que no pasaba un martes sin traer al catálogo una nueva catástrofe, ya particular, ya pública, ocurrida en Madrid o en Filadelfia, en Pekín o en Marruecos; pero siempre en martes: las que resultaban en los demás días del año, esas no entraban en cuenta. Por qué especie de razonamiento llegó su incredulidad a caer bajo el dominio de semejante preocupación, es cosa que no se sabe, ni además nos importa; el fenómeno no es tan raro que pueda tenerse por increíble. El que cierra los ojos a la luz, ve sombras. La incredulidad, lo mismo empírica que científica, cae en las más vanas o en las más pueriles credulidades. La sabiduría de la impiedad tiene sus delirios como la fiebre, sus supersticiones como la ignorancia. La razón, abandonada a sí misma, se cansa de la impotencia y apela al misterio. Ello es que el héroe de la presente historia creía en la fatalidad del martes, y los datos que adquiría para seguir la estadística de ese día aciago, le confirmaban cada vez más en la funesta influencia que ejercía sobre los destinos humanos. Pasaba, pues, cada semana un día de inquietud, de zozobra, y no emprendía cosa alguna, temeroso, más aún, seguro de que tendría un éxito fatal; pasaba, pues, por ese día con el alma en un hilo, como se pasa por un peligro, por el borde de un abismo, por un puente que cruje bajo los pies que lo pisan. Fuera de esta superstición que se anidaba en las lobregueces de su entendimiento, era un hombre que se burlaba de todo lo que forma la vida del espíritu: no creía en nada, ni en la amistad, ni en la virtud, ni en el amor; no precisamente porque negara la posibilidad de una amistad sincera, de una virtud firme, de un amor duradero, pues él no se metía en estas honduras, sino por pura precaución, porque, en fin, en el mundo veía muchas amistades engañosas, muchas falsas virtudes, muchos amores fugitivos, y su genio poco indagador se contentaba con estos datos para decidir que lo mejor de los dados es no jugarlos. — ¡Amistad! (exclamaba a sus solas.) Para quien te crea: cada uno va a su negocio.... ni más ni menos. — ¡Virtud! Aquí, recordando su erudición dos versos de Los Amantes de Teruel, puestos por Hartzenbusch en boca de Diego Marsilla, prorrumpía con énfasis dramático: «Maldito el hombre que virtudes siembra, Y seguía diciendo : —¡Amor! La sola pronunciación de este nombre des pertaba su hilaridad, y, soltando la carcajada, añadía : — ¡Amor!.... Sí, para las novelas. También aquí su memoria le recordaba otra frase decisiva que había oído algunas veces, y atribuyéndola indistintamente, ya a Shakespeare, ya a Byron, la repetía, exclamando: —«¡Fragilidad! Tú tienes nombre de mujer.» Y sin más averiguaciones, se reía tranquilamente de la amistad, de la virtud y del amor. Además, se sentía bien en medio de aquella soledad de su alma. ¡Ya se ve! Gozaba de buena salud, poseía algunos bienes de fortuna, y su vida se deslizaba agradablemente entre los placeres del mundo. Realmente, no tenía motivo para quejarse de su suerte. Es de creer que habría sido el mortal más dichoso de la tierra, si la sombra del martes, apareciendo en su imaginación de vez en cuando, no le hiciera sentir cierto temor lúgubre, que llenaba su pensamiento de extraños fantas mas. Y estos terrores se aumentaban siempre que abría el fatal cuaderno para anotar nuevos y pavorosos desastres. En él veía muertes, ruinas, batallas sangrientas, desastrosas inundaciones, asesinatos, suicidios, incendios, todos los estragos de las tempestades humanas y de las tempestades de la naturaleza, y siempre en martes. Entonces ese día aciago se le presentaba como un numen implacable, y cerraba los ojos para no verlo, y lo veía a través de los párpados. Ésta era la gota de acíbar que amargaba la dulce copa de la vida, que bebía sorbo a sorbo. |
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