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San Agustín

"Confesiones"

Libro 10

Capítulo 36

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Confesiones

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CAPÍTULO 36

De cómo se hallaba en orden al tercer género de tentación, que es el de la soberbia

 

58. Vos, Señor, sabéis cuánto me habéis mudado en algunas cosas, sanándome primeramente del deseo de vengarme, para que, perdonando yo, me perdonéis a mí también todas las demás maldades, sanéis todas mis dolencias, redimáis mi alma de la perdición y muerte eterna, me deis la corona ganada con vuestras gracias y misericordias, y saciéis mis deseos con bienes interminables e infinitos.

Vos me hicisteis temer el rigor de vuestro juicio, y con este temor santo reprimisteis mi soberbia y me hicisteis que sujetase dócilmente mi cerviz al yugo de vuestra ley. Ahora llevo este yugo y me parece suave, porque Vos prometisteis que lo sería, y habéis hecho que lo sea: verdaderamente era suave, y no lo sabía yo cuando tenía miedo de sujetarme a él.

Mas ¿por ventura, Señor, que sois el único que domina sin fausto ni altivez, porque también sois el único verdadero Señor, que no reconocéis otro, por ventura, vuelvo a decir, podré esperar verme libre enteramente de esta tercera especie de tentación que trae consigo el mandar, o es posible librarse de ella durante todo el curso de esta vida?

59. Desear ser temido y amado de los hombres, no por otra cosa sino para tener en esto un gozo que no es gozo, es miseria de la vida humana y una jactancia fea. He aquí de dónde principalmente dimana el no amaros los hombres a Vos solo ni temeros con temor filial y santo. Por eso resistís a los soberbios y dais gracia a los humildes, por eso tronáis sobre los ambiciosos del mundo, haciendo que se estremezcan los cimientos de los montes más altos. Pero como sea necesario para el desempeño y cumplimiento de algunos empleos de la república, el que sean temidos y amados de los hombres los que están destinados a aquellos cargos o empleos, el enemigo de nuestra verdadera felicidad y bienaventuranza nos estrecha más para hacernos caer en esta vana complacencia, y por todas partes tiende los lazos de aplausos y lisonjas, para que recogiéndolas con ansia y afición, caigamos incautamente en aquella vanidad y dejemos de poner nuestro gozo en vuestra verdad, colocándolo en el engaño y falacia de los hombres, y lleguemos a tener gusto y complacencia de ser amados y temidos de los hombres por nosotros mismos y no por Vos. Así intenta el enemigo, haciéndonos semejantes a él en la soberbia, llevarnos también a su compañía, no para usar con nosotros de caridad y concordia, sino para hacernos compañeros de sus penas y tormentos; porque él, aspirando soberbiamente a ser semejante a Vos, tiró a imitaros malamente por el torcido rumbo y contrario extremo de la desemejanza, queriendo poner su trono en el Aquilón, para que los hombres, deslumbrados y fríos por faltos de fe y caridad, le sirvan y obedezcan a él.

Pero nosotros, Señor, que somos vuestro pequeño rebaño, vuestros somos, poseednos siempre Vos. Extended vuestras alas, para que huyendo de nuestros enemigos, nos refugiemos y acojamos debajo de ellas. Sed Vos nuestro única gloria y haced que solamente en Vos nos gloriemos, y que si nos aman, seamos amados por Vos; si nos temen, sea vuestra divina palabra la que se tema y se respete en nosotros. El que quiere ser amado de los hombres, vituperándole Vos, no será defendido de los hombres cuando Vos le juzguéis, ni ellos podrán libertarle si le condenáis.

Pero cuando la alabanza es tal que ni con ella es alabado el pecador en los malos deseos de su alma, ni bendecido el inicuo, sino que es alabado el hombre por alguna gracia y don que Vos le concedisteis, y él se alegra más de ser alabado que de tener aquel don por el cual le alaban, se verifica que éste es alabado vituperándole Vos; y es mejor el otro que le alabó que éste que fue alabado, porque a aquél le agradó en el hombre el don de Dios, y a este otro le agradó más el don del hombre que el de Dios.


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