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San Agustín

"Confesiones"

Libro 9

Capítulo 11

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Confesiones

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CAPÍTULO 11

Del éxtasis y muerte de su madre

 

26. No me acuerdo muy bien de lo que respondí a estas palabras de mi madre. Pero de allí a cinco días, o muy poco más, cayó enferma de calenturas. En uno de los días de su enfermedad padeció una especie de desmayo, en que por algún tiempo estuvo enajenada de los sentidos. Nosotros acudimos, pero prontamente volvió en sí, y mirándonos a mi hermano y a mí, que estábamos allí inmediatos a su lecho, nos dijo en tono de quien pregunta: ¿Dónde estaba yo ahora? Y después, viéndonos sobrecogidos de aflicción, nos dijo: Aquí dejaréis enterrada a vuestra madre. Yo callaba y reprimía el llanto, pero mi hermano le dijo no sé qué palabras, que aludían a desearle como cosa más feliz el que muriese en su patria y no en país tan extraño. Ella, habiendo oído todo esto, mirándole primero con un rostro severo y desazonado, como reprendiéndole con los ojos que pensase de aquel modo, y mirándome después a mí, dijo: Mira lo que dice éste. Luego hablando con entrambos añadió: Enterrad este cuerpo dondequiera y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis. Habiendo manifestado este su sentimiento con las palabras que pudo, se quedó callando y, agravándose la enfermedad, creció también su fatiga.

27. Mas yo, Dios mío, considerando los dones que vuestra inescrutable providencia derrama invisiblemente en los corazones de vuestros fieles, haciendo que de allí nazcan frutos admirables, no podía menos de alegrarme y daros muchas gracias por lo que acababa de oír a mi madre, acordándome del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, y cómo lo tenía ya prevenido y preparado junto al de su marido. Porque habiendo vivido los dos con grande unión y concordia, quería también, como es propio de un alma que todavía no está perfectamente capaz de las cosas divinas, que se añadiese a esta felicidad el que, después de su muerte, contasen los hombres cómo después de aquella peregrinación ultramarina le hubiese Dios concedido restituirse a su patria, para que la tierra de sus dos cuerpos se cubriese con la tierra inmediata y contigua de sus dos sepulcros. Como yo ignoraba cuánto tiempo había ya que vuestros dones habían llenado su corazón, y expelido de él un pensamiento tan vano como éste, me llenó de alegría y admiración lo que acababa de decirme. Es verdad que en aquel coloquio que tuvimos los dos a la ventana cuando me dijo: ¿Qué es lo que hago yo en este mundo?, no dio a entender de ninguna manera que tuviese ya deseo de morir en su patria.

También supe después, cómo en aquel mismo tiempo que nos detuvimos en el puerto de Ostia, un día en que yo me hallaba ausente, estuvo mi madre hablando con unos amigos míos, a quienes trataba con la confianza que pudiera una madre con sus hijos, acerca del menosprecio de esta vida y de los bienes y utilidades de la muerte. Admirándose ellos de la excelente virtud que Vos habíais concedido a aquella piadosa mujer, le preguntaron si verdaderamente no le daría sentimiento alguno el morir allí y dejar su cuerpo en una tierra tan lejos de su ciudad y patria, a lo que ella respondió: Nada hay lejos para Dios; ni hay que temer que se le olvide o no sepa el lugar donde está mi cuerpo, para resucitarme en el fin del mundo.

En fin, aquella alma tan llena de religión y piedad fue desatada de las ligaduras del cuerpo al noveno día de la enfermedad referida, a los cincuenta y seis años de su edad, y a los treinta y tres de la mía.

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