Capítulo 4
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CAPÍTULO 4 |
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De los libros que escribió, después de retirado con todos los suyos a la dicha heredad de Casiciaco; de las cartas a Nebridio; afectos que experimentaba leyendo los Salmos, y cómo sanó milagrosamente de un vehementísimo dolor de dientes |
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7. Llegó, por fin, el día en que efectivamente había de exonerarme del empleo de maestro de retórica, como ya lo estaba con la intención y la voluntad. Efectuose la dimisión de dicho empleo, con lo cual sacasteis a mi lengua de las prisiones y grillos de que habíais sacado mi corazón; y yo, lleno de gozo y dándoos muchas gracias por ello, me retiré a la quinta de Verecundo con todos los amigos. Los libros que allí compuse, ya de las materias que trataba y controvertía con mis compañeros, ya conmigo solo y en presencia vuestra, y las cartas que escribí a Nebridio, que estaba ausente, testifican la clase de estudios en que me ocupaba entonces, pues todas aquellas obras las escribí y ordené a vuestro servicio, no obstante que conservan todavía algún resabio de la escuela de la vanidad, lo cual puede compararse con aquel jadear o difícil respiración del que va corriendo, que le dura aun después de estar parado. Pero ¿qué tiempo bastaría para que yo refiriese por menor los grandes beneficios que Vos me hicisteis en todo aquel tiempo, especialmente metiéndome mucha prisa en el deseo de llegar a referir otras mayores mercedes? Porque me está llamando y me deleita verdaderamente el acordarme, Señor, y publicar ahora con qué interiores estímulos domasteis mi ferocidad, de qué modo allanasteis en mí los montes y collados de mis altivos pensamientos, enderezasteis mis caminos torcidos y suavizasteis los ásperos y fragosos; de qué modo también a Alipio, hermano de mi corazón, le sujetasteis al nombre de vuestro unigénito Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo nombre no quería él antes que sonase en mis escritos, gustando más de que oliesen a las soberbias doctrinas de los filósofos, cedros que el Señor había quebrantado, que a las saludables hierbas de las doctrinas sagradas, cuya virtud ahuyenta las serpientes ponzoñosas. 8. ¡Qué voces os daba yo, Dios mío, cuando hallándome desocupado en aquella quinta, no obstante ser todavía catecúmeno, rudo y bisoño en amaros con verdadero amor, acompañado de Alipio, que era también catecúmeno, y de mi madre, que era por el traje mujer, por la fe varonil, por su ancianidad segura, por su maternidad amorosa, por su piedad muy cristiana, me ocupaba en leer los Salmos de David, cánticos llenos de las verdades de nuestra fe, cantares que inspiran piedad y devoción y excluyen todo espíritu de soberbia y vanidad! ¡Qué voces os daba yo, Señor, leyendo aquellos salmos, y cómo ellos me inflamaban en vuestro amor y encendían en vivísimos deseos de irlos publicando por todo el mundo, si me fuera posible, contra la hinchazón y soberbia del género humano! Bien sé que ya se cantan en todo el universo, verificándose en esto también que no hay quien se esconda de vuestro calor y luz. ¡Con cuán vehemente y vivo sentimiento me indignaba contra los maniqueos, porque tan locamente procedían contra aquel antídoto que podría curar las dolencias de su alma!, aunque por otra parte me daba lástima que ignorasen aquellos misterios, que eran las medicinas más conducentes a su salud. Quisiera que hubieran estado allí, en un sitio inmediato, que sin saberlo yo, hubieran visto entonces mi semblante y oído las voces que daba para explicar los sentimientos y afectos que en mi alma había producido la lectura del cuarto salmo, cuando leí en el tiempo y lugar que he dicho repitiendo estas palabras: Luego que comencé a invocaros, Dios mío, principio y causa de toda mi justicia, luego al punto fue mi súplica bien oída y despachada de Vos; cuando me estrechaban las tribulaciones, me desahogasteis colocándome en espaciosas anchuras. Tened, Señor, misericordia de mí y concededme lo que os pido en mi oración. ¡Ojalá que ellos hubieran oído todas las cosas que yo entonces mezclé entre estas palabras! Pero lo habían de haber oído, sin saber yo que me oían, para que no juzgasen que lo decía porque ellos me escuchaban. Porque, a la verdad, ni yo hubiera acertado a decir tan buenas cosas, ni las hubiera dicho de aquel modo y con tan vivos afectos si conociera que ellos me estaban viendo y escuchando. Y dado caso que las hubiera dicho, y del mismo modo, ellos no hubieran sacado de mis palabras tanto provecho como diciéndolas yo a mis solas y hablando conmigo mismo en presencia vuestra, movido sólo del natural afecto de mi alma. 9. Bien sabéis, Padre amantísimo, que me horroricé temiendo vuestra justicia y también me enfervoricé esperando y alegrándome mucho en vuestra misericordia, que estos mismos afectos se me salían por los ojos y boca cuando en el mismo salmo leí aquellas palabras que dice vuestro Espíritu Santo hablando con nosotros: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo habéis de tener tan pesado y terreno el corazón? ¿Para qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Porque yo me hallaba comprendido en esto, pues había amado la vanidad y buscado la mentira; por eso ignoraba lo que allí dice el Profeta, esto es, que Vos, Señor, ya habíais glorificado a vuestro Santo, resucitándole de entre los muertos y colocándole a vuestra diestra, para que desde allí enviase al divino consolador, Espíritu de verdad, según lo había prometido, y como efectivamente ya le había enviado. Ya le había enviado, porque ya él había sido glorificado, resucitando de entre los muertos y subiendo a los cielos; que si hasta entonces el Espíritu Santo no había sido dado, era porque Jesucristo no había sido hasta entonces glorificado. El Real Profeta clamaba: ¿Hasta cuándo habéis de tener pesado el corazón? ¿Para qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Sabed que el Señor ha glorificado ya a su SANTO. Primero clama diciéndonos: ¿Hasta cuando? Después vuelve a clamar y decirnos: Sabed. Y yo, que fui por tanto tiempo ignorante, que amé la vanidad y busqué la mentira, por eso me estremecí todo al oír aquellas palabras, por acordarme muy bien de que yo había sido tal como aquéllos a quienes se dirigían. Porque en aquellos fantasmas que yo había abrazado en lugar de la verdad no había otra cosa que vanidad y mentira. Por eso dije entonces muchas sentencias graves y fuertes hasta en el modo de decirlas, por el sentimiento y dolor que me causaba acordarme de aquellas cosas. ¡Ojalá que las hubieran oído los que todavía perseveran amando la vanidad y buscando la mentira! Puede ser que al oírme se hubieran conmovido tanto, que llegasen a vomitar aquel veneno, y Vos, Señor, los hubierais atendido cuando clamasen a Vos y confesasen que padeció por nosotros verdadera muerte en un cuerpo real y verdadero. El mismo que ahora os ruega y pide por nosotros. 10. Allí también leía: Servíos de vuestra ira para no pecar. Esto, Dios mío, ¡cuánto me conmovía, por haber aprendido ya a enojarme contra mí por mis pasados desórdenes, para no volver a pecar en adelante! Y era justo enojarme contra mí, porque estaba plenamente convencido de que no era otra naturaleza del linaje de las tinieblas, distinta de la mía, la que pecaba en mí, como enseñaban aquéllos que no se irritan ni enojan contra sí mismos, pero van atesorando contra sí enojos para el día de la ira, que es el día de la manifestación de vuestro justo juicio. Tampoco miraba ya estas cosas exteriores, como si fueran los verdaderos bienes a que debía aspirar, ni buscaba mi felicidad en estas cosas visibles a los ojos corporales y que se registran con la luz del sol. Porque aquellos herejes, que querían ser felices gozando de estas cosas corpóreas y exteriores, con facilidad se ven burlados y se vuelven inútiles y vanos sus deseos; como derrumban su corazón y lo entregan totalmente a estas cosas visibles que duran poco y las consume el tiempo, no tienen más recurso que estar como lamiendo con la lengua de su hambrienta imaginación las especies o imágenes que de aquellas cosas han quedado en ella. Ojalá que, siquiera acosados del hambre, llegasen a decir: ¿Quién nos manifestará los bienes sólidos y verdaderos?, para que entonces les digamos que atiendan al Real Profeta, que dice: Señor, la luz de vuestro divino rostro está grabada en nuestro corazón. Porque nosotros no somos aquella luz que alumbra a todos los hombres, sino que somos iluminados de Vos, para que los que antes éramos tinieblas, seamos luz en Vos. ¡Oh, si ellos vieran en su interior aquel bien eterno que yo había comenzado a gustar! Me deshacía y consumía considerando que me era imposible hacérselo ver a ellos, aunque me preguntaran y dijeran: ¿quién nos manifestará los verdaderos bienes?, mientras me presentasen un corazón como el suyo, que sólo cree y asiente al informe de sus ojos, y busca solamente los bienes fuera de Vos. Porque allá en lo más íntimo de mi alma, donde yo me enojé contra mí mismo, donde sentí una verdadera compunción, donde os había ofrecido y sacrificado mis antiguas costumbres, y esperando en vuestra gracia había comenzado a pensar en hacer vida nueva; allí mismo fue donde Vos, Señor, comenzasteis a darme a conocer vuestra dulzura y a llenar mi corazón de alegría. Al mismo tiempo que con los ojos del cuerpo iba leyendo estas cosas y con los de mi espíritu las iba conociendo, prorrumpía en varias exclamaciones, ordenadas a no querer dividir mi corazón, amando la diversidad y multitud de los bienes terrenos, en que precisamente había de gastar yo tiempo, y los tiempos me gastarían a mí; siendo así que hallaba y tenía en la simplicidad de un bien eterno otra suerte de pan, vino y aceite que alimenta eternamente las almas. 11. También, cuando leía el verso que se sigue, exclamaba desde lo más profundo de mi corazón, diciendo aquellas palabras: ¡Oh paz!, ¡oh inalterable descanso! O lo que expresa el Profeta con decir: ¡En su paz y descanso dormiré y gozaré de un consuelo delicioso! Porque ¿quién se nos opondrá, cuando llegue a cumplirse aquella sentencia que consta en la Escritura: Quedó la muerte aniquilada y convertida en victoria?. Vos, Señor, sois ese mismísimo Ser, que nunca puede mudarse; y en Vos es donde se halla este descanso perfecto que hace olvidar todos los trabajos, pues Vos sois el único que me establecisteis y disteis seguridad en aquella esperanza que mira a Vos solamente y no aspira a conseguir esa varia multitud de cosas que no son lo que Vos sois. Estas cosas leía en aquel salmo, y leyéndolas me enardecía, pero no hallaba cómo darme a entender a aquellos herejes tan sordos como muertos, de cuya pestífera secta había sido yo antes, cuando poseído de aquella amargura y ceguedad había ladrado contra las Sagradas Escrituras, que comunican una dulzura que es como una miel del cielo y una luz y resplandor que es vuestra misma luz; por eso me abrasaba la ira, me consumía el enojo de que hubiese quien contradijese a tan divina Escritura. 12. ¿Cuándo podré recordar ni referir todos los beneficios y dulzuras que experimentó mi alma en aquellos días que estuvimos allí desocupados? Pero no tengo olvidado ni quiero pasar en silencio el riguroso azote con que me castigó vuestra justicia y la admirable prontitud con que me remedió vuestra misericordia. Dispusisteis, Señor, que me acometiese un gran dolor de dientes, que me mortificaba sobremanera, y habiéndose agravado tanto que ya no podía hablar, se me ofreció al pensamiento el pedir a todos mis amigos que me acompañaban, que rogasen por mí a Vos, que sois Dios y Señor de toda la salud. Escribí esto en una tabla encerada y se la di a ellos para que lo leyesen. Y lo mismo fue ponernos de rodillas para haceros la súplica, que desaparecer enteramente aquel dolor. Pero ¡qué dolor era!, ¡y qué repentinamente desapareció! Confieso, Dios y Señor mío, que me quede atónito y espantado, porque en toda mi vida no había experimentado semejante cosa. Este admirable suceso grabó en mi corazón la idea que yo debía formar de la eficacia de vuestro poder; y alegrándome mucho de la fe que ya tenía en Vos, alabé vuestro santo nombre. Pero esta misma fe no me dejaba tener seguridad y quietud a vista de mis pecados anteriores, que todavía no se me habían perdonado por medio de vuestro santo Bautismo. |
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