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San Agustín

"Confesiones"

Libro 8

Capítulo 11

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Confesiones

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CAPÍTULO 11

Lucha que experimentaba Agustín entre el cuerpo y el espíritu

 

25. De este modo me veía enfermo y atormentado, reprendiéndome a mí mismo con mucha mayor aspereza que la acostumbrada, y dando vueltas y más vueltas en los mismos lazos que me oprimían, hasta que se acabase de romper todo aquello por donde estaba aprisionado, que era ya muy poco, pero no obstante me tenía aún preso. Y Vos, Señor, usando conmigo de una severidad llena de misericordia, allá en lo interior de mi alma me estimulabais para que me diese prisa, redoblándome los azotes que padecía del temor y la vergüenza, para que no cesase en procurar romper aquello poco y tenue que restaba de mis prisiones; no sea que volviese a rehacerse y fortificarse, y me atase entonces más fuerte y apretadamente.

Yo decía en mi interior: Ea, hágase al instante; ahora mismo se han de romper estos lazos; y además de decir esto, deseaba ya y me agradaba ejecutarlo. Ya casi lo hacía, y realmente lo dejaba de hacer, pero no volvía a caer y enredarme en los antiguos lazos, sino que estaba parado junto a ellos, como tomando aliento para acabar de romperlos. Volvía a procurar con más esfuerzo llegar a aquel estado que deseaba, y casi estaba ya en él, casi ya le tocaba, casi ya le tenía; pero real y verdaderamente ni estaba en él, ni le llegaba a tocar, ni le tenía, por no acabar de resolverme a morir para todo lo que es muerte y sólo vivir a la verdadera vida; porque tenía mayor poder sobre mí lo malo acostumbrado que lo bueno desusado. Finalmente, cuanto más se iba acercando aquel instante de tiempo en que había de ser ya muy otro, tanto me causaba mayor miedo y espanto, pero no me hacía retroceder ni apartarme del intento, sino suspenderme y detener el paso.

26. Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que me detenían, y como tirándome de la ropa parece me decían en voz baja: pues qué, ¿nos dejas y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de estar contigo jamás? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni aquello? Pero ¡qué cosas eran las que me sugerían, y yo explico solamente con las palabras esto ni aquello!, ¡qué cosas me sugerían, Dios mío! Apartad, Señor, por vuestra misericordia, del alma de este vuestro siervo y de mi memoria aun la idea de las suciedades e indecencias que me sugerían. Pero ya las oía tan escasamente, que era mucho menos de la mitad respecto de antes; ni me contradecían como antes cara a cara, sino como murmurando a espaldas mías, siguiendo mis pisadas y como llamándome y tirándome por detrás para que volviese a mirarlas. No obstante, entretenían y retardaban mi fuga, por no tener yo valor para separarme de ellas con aspereza y sacudirme de sus importunaciones saltando y atropellando por todo para seguir mi vocación, porque la violencia de mi costumbre no cesaba de decirme: ¿Imaginas que has de poder vivir sin estas cosas?

27. Pero esto me lo decía ya con gran tibieza, porque por aquella misma parte hacia donde tenía puesta mi atención y adonde me daba miedo el pasar, se me descubría la excelente virtud de la continencia, que se me representaba con un rostro sereno, majestuoso y alegre, con cuya gravedad y compostura honestamente me halagaba para que llegase adonde ella estaba y desechase enteramente todas las dudas que me detenían; además de esto extendía sus piadosos brazos para abrazarme y recibirme en su seno, lleno de gran multitud de continentes, con cuyo ejemplo me alentaba. Allí había innumerables personas de diferentes edades; allí una multitud de mozos y doncellas; allí otros muchísimos de mayor edad, venerables viudas y vírgenes ya ancianas; pero en todas estas innumerables personas no era la continencia y castidad estéril, antes bien era fecunda y abundante en alegrías y gozos espirituales, nacidos de teneros a Vos por esposo. Y la continencia, como burlándose de mí con una risa graciosa que convidaba a seguirla, parece que me decía: Pues qué, ¿no has de poder tú lo que han podido y pueden todos éstos y éstas? ¿Por ventura lo que éstos y éstas pueden, lo pueden por sus propias fuerzas o por las que la gracia de su Dios y Señor les ha comunicado? Su Dios y Señor les dio continencia, pues yo soy dádiva suya. ¿Para qué te estribas en tus propias fuerzas, si ésas no te pueden sostener ni darte firmeza alguna? Arrójate con confianza en los brazos del Señor, y no temas, que no se apartará para dejarte caer. Arrójate seguro y confiado, que Él te recibirá en sus brazos y te sanará de todos tus males.

Yo me corría y avergonzaba mucho, porque todavía estaba oyendo el murmullo de aquellas fruslerías, que me tenían suspenso y sin acabar de resolverme. Entonces otra vez la continencia parece que me decía: Hazte sordo a las voces inmundas de tu concupiscencia, que así ella quedará enteramente amortiguada. Ella te promete deleites, pero no pueden compararse con los que hallarás en la ley de tu Dios y Señor.

Toda esta contienda pasó dentro de mi corazón, batallando interiormente yo mismo contra mí mismo. En tanto Alipio, que no se apartaba de mi lado, aguardaba silenciosamente a ver en qué venían a parar los desusados movimientos y extremos que yo hacía.

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