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San Agustín

"Confesiones"

Libro 8

Capítulo 10

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Confesiones

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CAPÍTULO 10

Contra los maniqueos, que por experimentar en un sujeto a un tiempo mismo dos voluntades opuestas, inferían que había en el hombre dos naturalezas contrarias

 

22. Perezcan, Dios mío, a vuestra presencia, como inventores de fábulas y engañadores de las almas, los que viendo en sí dos voluntades opuestas en sus determinaciones, afirman que hay dos naturalezas de almas, la una buena y la otra mala. Ellos sí que son los malos cuando afirman y establecen tan malas doctrinas, pero ellos mismos serían buenos si dieran asenso a la doctrina verdadera y la creyesen, para que entonces les dijera vuestro Apóstol: Por algún tiempo habéis sido tinieblas, pero ya al presente sois luz en el Señor. Mas estos hombres por la locura de querer ser luz en sí mismos y no en el Señor, e imaginar y juzgar que la sustancia y el ser del alma es el mismo que el de Dios, han venido a convertirse en tinieblas mucho más oscuras y espesas, porque su arrogancia y presunción los apartó mucho más de Vos, Dios mío, que sois la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Atended, hombres, reflexionad bien lo que decís y avergonzaos de semejantes delirios; no dilatéis el acercaros al Señor, y os alumbrará su luz, y así os libraréis del rubor y confusión eterna que os amenaza.

Cuando yo trataba de resolverme a servir a mi Dios y Señor como mucho tiempo había pensado, yo era el que quería y yo era el que no quería; yo mismo, yo mismo era; pero ni del todo quería, ni del todo no quería; así peleaba contra mí mismo, y a mí mismo me deshacía y destruía. Bien cierto es que esta disposición y destrucción se hacía contra mi voluntad, pero esto no prueba que había en mí otra naturaleza de alma enemiga, sino que muestra claramente que aquella división era pena y castigo que mi alma padecía. Así, no era yo el que causaba aquella destrucción y pena mía, sino el pecado que habitaba en mí, para castigo de otro pecado cometido más libremente, del que yo participaba por ser hijo de Adán.

23. Porque si hubiera en nosotros tantas naturalezas contrarias, como hay voluntades opuestas, ya no serían precisamente dos naturalezas, sino muchas más. Supongamos que estuviese uno dudando si asistiría a una junta que tenían los maniqueos, o si iría al teatro, en cuyo lance clamarían ellos, diciendo: Ved ahí claramente dos naturalezas contrarias: la una buena, que lleva al hombre a lo bueno; y la otra mala, que le lleva a lo malo. Porque si no, ¿de dónde puede nacer esta detención del hombre para escoger entre estas dos voluntades contrarias? Pero yo respondo que son malas entrambas voluntades, ya sea la que guiara a sus juntas y conciliábulos, ya sea la que llevara al teatro, aunque ellos están persuadidos de que no puede dejar de ser buena la voluntad que nos lleva y guía hacia ellos.

Mas ¿qué dirán si ponemos el ejemplo en un católico que estuviese perplejo, porque sentía en sí dos voluntades que altercaban una con otra, haciéndole dudar si iría al teatro o si iría a nuestra iglesia? ¿No se hallarían también ellos perplejos, dudando lo que habían de responder? Porque o habían de verse precisados a confesar lo que ellos no quieren, esto es, que es buena la voluntad de ir a nuestra iglesia, como van los que profesan nuestra religión y han recibido sus Sacramentos, o que en un solo hombre hay dos naturalezas malas y dos malas voluntades que pelean entre sí; por tanto, no será verdad lo que continuamente están ellos diciendo, esto es, que no hay más que dos naturalezas, la una buena y la otra mala; o tendrán que rendirse a la fuerza del argumento, confesando que cuando el hombre se halla en ese estado de dudas, una sola alma es la que se ve combatida de dos voluntades contrarias.

24. Pues no tienen ya que decirnos, cuando experimentan en un mismo hombre dos voluntades opuestas una a otra, que hay en él dos almas contrarias entre sí, la una buena y la otra mala; y que como dimanadas aquéllas de dos sustancias y principios contrarios, están luchando una con otra. Porque Vos, Dios mío, que sois la suma verdad, los reprobáis, redargüís y convencéis con el ejemplo de dos voluntades opuestas, que una y otra sean malas, como cuando uno está dudando si dará la muerte a otro con un veneno o con un puñal; si entrará a destruir esta heredad ajena o la otra de más allá, suponiendo que no puede destruir entrambas; si gastará el dinero en lujuria o si le guardará con avaricia; si irá al circo o si irá al teatro cuando entrambas fiestas se dan en un mismo día al pueblo. Añado que se le proponga a su voluntad otro tercer objeto, que le haga dudar si irá a la casa ajena a cometer un hurto, teniendo ocasión oportuna para ello; añádase también otra cuarta voluntad que puede tener el hombre dudando si irá a cometer un adulterio, suponiendo que tiene proporción para todas estas cosas, que concurran todas al mismo tiempo, y que él las desee todas igualmente, sin que todas a un mismo tiempo puedan ejecutarse. Ve aquí cuatro voluntades incompatibles entre sí y contrarias unas de otras, que dividen o despedazan el alma en otras tantas partes, o también en muchas más, según el número y multitud de cosas que se apetezcan al mismo tiempo; y con todo eso no suelen admitir ellos en un mismo hombre tan grande multitud de sustancias diversas o naturalezas distintas.

Es preciso confesar lo mismo poniendo el ejemplo en varias voluntades de objetos buenos. Porque si yo les pregunto si es bueno divertirse un hombre en leer al Apóstol; si será bueno entretenerse en cantar con devoción algún salmo; y finalmente, si será bueno también conferenciar y tratar de las verdades del Evangelio, me responderán que es bueno emplearse en cualquiera de estas cosas. Pues si todas estas cosas se propusiesen a un tiempo e igualmente se aficionase la voluntad de todas ellas, ¿no es cierto que son otras tantas voluntades, que tendrán como partido el corazón del hombre todo aquel tiempo que tardare en determinar lo que ha de escoger y seguir? Conque todas estas voluntades son buenas; y no obstante pelean entre sí, hasta que el hombre escoja una cosa sola, a la cual se determine toda la voluntad, hecha ya una, la que antes estaba dividida en muchas.

Lo mismo sucede cuando por una parte el deseo de los bienes eternos eleva nuestro corazón hacia el cielo y, por otra, el deleite de los bienes temporales le abate hacia la tierra, porque entonces el alma que quiere lo uno y lo otro es una misma, pero ni lo uno ni lo otro lo quiere con toda su voluntad; por eso se siente despedazar cruelmente, ya por la verdad que la incita a que anteponga aquello primero, ya por la costumbre que le impide que deponga lo segundo.

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