Capítulo 21
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Confesiones |
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CAPÍTULO 21 |
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De lo que halló en los Libros Sagrados, que no halló en los platónicos |
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27. Así, tomé en mis manos con vivísimas ansias las Santas y venerables Escrituras, dictadas por vuestro divino Espíritu, y principalmente las cartas de San Pablo; y luego al punto se desvanecieron mis dudas y dificultades sobre la doctrina del Apóstol, la que antes me había parecido contradecirse en algunos pasajes, y que no concordaba con los textos de la Ley y de los Profetas. Entonces conocí que en todo el cuerpo de los Libros Santos era uno mismo el espíritu, y esto me enseñó a leerlos con alegría, mezclada de temor y de respeto. Al punto conocí que todas las verdades que yo había leído en otros libros se contenían en los vuestros y se comprendían con el auxilio de vuestra gracia, para que el que alcanzara a descubrirlas no se gloríe de haberlas por sí mismo alcanzado, ignorando que a la gracia que recibiera debe no solamente lo que ve y descubre, sino también el que descubra y vea, pues, como dice San Pablo: ¿qué tiene el hombre que no lo haya recibido? Y también para que sea amonestado y enseñado el hombre no sólo a poner su atención en Vos, que sois el mismo siempre, sino también a ser curado de sus llagas y llegar a poseeros. Y el que por hallarse muy distante de Vos no puede alcanzar a veros, ande y camine la senda que conduce y guía a Vos, hasta que llegue, vea y os posea, pues aunque interiormente se deleita el hombre con la ley de Dios, ¿cómo podrá resistirse a la otra ley de su cuerpo, que se opone y contradice a la de su espíritu, y le tiene cautivo en la del pecado, la cual reside en los miembros de su mismo cuerpo? Eso mismo, Señor, nos hace ver que sois justo, porque nosotros hemos obrado mal y procedido inicuamente; y por eso la mano de vuestra justicia está sobre nosotros tan gravosa, y justamente nos ha entregado a las instigaciones del primer pecador entre todas las criaturas y principal autor de la muerte, quien persuadió a la voluntad humana que imitase su rebeldía, con que se separó de su verdad eterna. Mas entonces, ¿qué ha de hacer el hombre en tan miserable estado? ¿Quién le libertará del cuerpo de esta muerte sino vuestra gracia, por los méritos de Jesucristo, Señor Nuestro, a quien engendrasteis coeterno a Vos, y en cuanto hombre le criasteis en tiempo y en el principio de vuestros caminos, en el cual no halló el príncipe de este mundo cosa digna de muerte, y no obstante le quitó la vida, con cuyo enorme atentado se anuló y canceló la sentencia y escritura que a todos nos era contraria? Nada de eso contenían aquellos libros platónicos. No se hallan en aquellas páginas expresiones de piedad, como lágrimas de compunción, sacrificio vuestro que consta de un espíritu abatido, corazón contrito y humillado, la salvación de vuestro pueblo, la Iglesia vuestra esposa, la celestial ciudad de Dios, las arras del Espíritu Santo y el cáliz de nuestra redención. No se halla en aquellos libros el canto del Salmista, cuando dice: ¿No será justo que mi alma sirva y obedezca a Dios, pues de su divina mano ha de venir mi salud? Él es mi Dios y mi Salvador, es mi apoyo firme, de quien cosa ninguna me apartará eternamente. Tampoco se oye allí la voz de Jesucristo que nos llama y dice: Venid a Mí los que padecéis trabajos, porque se desdeñan de aprender de Él, que es manso y humilde de corazón. Porque ésta es una doctrina misteriosa que Vos habéis escondido a los sabios y prudentes del mundo, y la revelasteis a los humildes y pequeñuelos. Es cosa muy diferente alcanzar a ver la patria de la paz desde la cumbre de un monte, sin descubrir empero el camino que conduce a ella, intentando vanamente llegar allá por extravíos y derrumbaderos, estando cercados por todas partes de los malignos espíritus, que siguiendo al dragón su príncipe, se ocupan en poner asechanzas a los viadores, y otra cosa es el conocer y andar el camino que guía a la misma patria, defendido por el cuidado y providencia del celestial Emperador, para que los rebeldes desertores de la milicia del cielo no hagan en él latrocinios, huyendo de él como de su pena y tormento. Todas estas cosas se entraban a lo íntimo de mi alma con ciertos y varios modos admirables cuando yo leía a San Pablo, que se llama a sí mismo el mínimo de nuestros Apóstoles; y considerando lo maravilloso de vuestras obras, quedaba asombrado y como fuera de mí. |
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