Capítulo 5
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Confesiones |
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CAPÍTULO 5 |
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De la autoridad de los Libros Sagrados, y cuán necesario es el uso de ellos |
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7. Pero también en esto daba yo la preferencia a la doctrina católica, pues conocía que si ella mandaba creer lo que no demostraba, ya fuese porque no había sujeto capaz a quien hacerle estas demostraciones, ya porque la materia no fuese demostrable, era modestamente y sin engaño alguno; a diferencia de la doctrina de los maniqueos, que comenzaban burlándose de la credulidad de los que los seguían, prometiéndoles con temeraria arrogancia no enseñarles cosa alguna que no fuese cierta y demostrada, y después los obligaban a creer ciegamente una infinidad de cosas falsísimas y absurdísimas, que no se las podían probar ni demostrar. Después de esto, Vos, Señor, con vuestra mano suavísima y misericordiosísima, fuisteis poco a poco ablandando y componiendo mi corazón, haciéndome considerar cuán innumerable multitud de cosas creía yo sin haberlas visto y sin haberme hallado presente cuando se ejecutaron, como son tanta multitud de sucesos que refieren las historias de los gentiles, tantas noticias de pueblos y ciudades que yo no había visto, tantas cosas como había oído y creído a los amigos, a los médicos y a otras mil personas, las cuales cosas si no las creyéramos, no podríamos absolutamente hacer nada en esta vida. Y por último, consideraba con cuánta seguridad y firmeza creía yo quiénes fuesen mis padres que me habían dado el ser y vida, cosa que no pudiera saberla si no la hubiera creído solamente por haberla oído. Estando yo reflexionando todo esto, me persuadisteis a que, habiendo Vos establecido la autoridad de vuestras Sagradas Escrituras en casi todas las naciones del mundo, no debían culparse aquéllos que las creían, sino los que no las creían, y que no habían de ser oídos los que acaso me dijesen: ¿De dónde sabes tú que aquellos Libros han sido dictados y dados a los hombres por el Espíritu de un verdadero Dios y veracísimo? Porque esto mismo era lo que más principalmente se había de creer, puesto que ninguna conferencia, con motivo de las muchas cuestiones que yo había leído en diferentes filósofos que mutuamente se impugnaban y contradecían unos a otros, jamás me pudo inducir a que tuviese la menor duda acerca de vuestra existencia, aunque ignorase todo lo que Vos podíais ser, ni tampoco acerca del cuidado y providencia que tenéis de las cosas humanas. 8. Es verdad que todo esto lo creía yo unas veces con mucha valentía y firmeza, otras veces con alguna flojedad; pero siempre creí que Vos existíais, y que teníais cuidado de nosotros, aunque no supiese ni lo que debíamos pensar y sentir de vuestra sustancia y naturaleza, ni cuál era el camino por donde habíamos de ir o volver a Vos. Por eso, hallándome imposibilitado de encontrar la verdad con razones humanas, seguras y ciertas, vine a conocer que para esto nos era necesaria la autoridad de las Sagradas Escrituras, y comencé a creer que de ningún modo hubierais dado tan grande autoridad y aprecio en todo el mundo a aquellos Libros, si no quisierais que os creyésemos por aquella Escritura y os buscásemos por ella misma. Porque ya atribula a la profundidad de sus misterios todo lo que antes me parecía absurdo en tales Libros, después que muchos de aquellos pasajes que me repugnaban los oí explicar en un sentido probable. Su autoridad me parecía tanto más respetable y más digna de creerse con una fe sacrosanta, cuanto la Escritura es por una parte fácil de ser leída de todos, y por otra esconde en un sentido más profundo toda la dignidad de sus misterios, dándose generalmente y acomodándose a todos por sus palabras llanísimas, por la sencillez humilde de su estilo, y ejercitando al mismo tiempo el entendimiento de los que no son leyes de corazón en el creer. De aquí resultan dos cosas muy importantes: la una es recibir a todos universalmente en su seno; y la otra, ser muy pocos los que llegan a Vos, Verdad eterna, teniendo que pasar e introducirse, como por estrechos poros, penetrando la corteza de la letra; los cuales pocos, sin embargo, son muchos más de los que serían si no estuviera la Escritura en tan altísimo grado de autoridad, o no recibiera y abrazara indiferentemente a todo el mundo en el seno de aquella santa humildad y sencillez de su estilo. Pensaba yo todas estas cosas y Vos, Señor, me asistíais, suspiraba y me escuchabais, vacilaba y me gobernabais, proseguía caminando por el anchuroso camino el siglo y Vos no me dejabais solo. |
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