Capítulo 10
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Confesiones |
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Capítulo 10 |
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De los errores en que andaba antes de recibir la doctrina evangélica |
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17. Vos, Señor, me sanasteis de aquella enfermedad y sacasteis a salvo al hijo de vuestra sierva, dándome por entonces salud en el cuerpo, para darme después mejor y más segura salud en el alma. También me juntaba en Roma por aquel tiempo con aquellos engañados y engañadores maniqueos que ellos llamaban santos, pues no sólo trataba con los llamados oyentes, de cuyo número era mi huésped, en cuya casa había pasado mi enfermedad y convalecencia, sino también con los que llamaban electos. Todavía estaba yo en la creencia de que no somos nosotros los que pecamos, sino que otra, no sé cuál, naturaleza pecaba en nosotros, y se deleitaba mi soberbia con imaginarme libre de toda culpa, y cuando hiciese algo malo, con no confesar que era yo quien lo había hecho, para que sanarais mi alma, pues os ofendía, antes gustaba de disculparla, echando la culpa a no sé qué otra cosa que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas a la verdad yo era todo aquello, y contra mí mismo me había dividido mi impiedad; y aquél era mi más incurable pecado, con el cual yo creía que no era pecador: era la iniquidad más execrable, querer más el que Vos, Dios mío todopoderoso, fueseis vencido por mí para mi perdición y daño, que el ser yo vencido por Vos para mi salud y provecho. No habíais puesto todavía guarda a mi boca, ni puerta que cerrase mis labios, para que mi corazón no se inclinase a las perversas palabras y doctrinas, con que en compañía de aquellos hombres pecadores y maniqueos disculpaba y daba por buenas las excusas en los pecados, así todavía estaba yo mezclado con sus electos. 18. No obstante, habiendo enteramente perdido la esperanza de hacer algún progreso en aquella falsa doctrina aun en aquellos puntos en que yo había determinado perseverar, ínterin no hallase otra cosa mejor, ya los miraba y sostenía con disgusto y negligencia. Además de eso se me ofreció también el pensamiento de que aquellos filósofos que llaman académicos, habían sido más sabios y prudentes que todos los demás, porque defendían y enseñaban que de todas las cosas debíamos dudar, y que ningún hombre podía llegar a comprender ni una sola verdad. Ésta me parecía haber sido claramente su sentencia (y así se juzga vulgarmente), porque aún no penetraba ni entendía bien su sistema. Y no dejé de apartar a mi huésped de la demasiada confianza que conocí tenía en aquella multitud de fábulas de que están llenos los libros de los maniqueos. Sin embargo, yo trataba más familiar y amistosamente con éstos que con los otros hombres que nunca habían seguido aquella herejía. Bien es verdad que no la defendía ya con aquella eficacia y fervor que antes acostumbraba; pero el continuo trato con los de aquella secta (que ocultamente tenía muchos secuaces en Roma) me hacía menos diligente para buscar otro rumbo de doctrina, especialmente habiendo yo perdido la esperanza de poder hallarse la verdad en vuestra Iglesia, de donde ellos me habían apartado. Parecíame cosa torpísima el creer que Vos, soberano Señor de cielo y tierra, Creador de todas las cosas visibles e invisibles, tuvieseis figura de carne humana, que constase de miembros corporales como los nuestros y de una cantidad y extensión determinada. La causa principal y casi única que hacía que fuese mi error inevitable era que siempre que yo quería pensar en mi Dios, no acertaba a pensar ni se me representaba otra cosa que cantidades corpóreas, por estar yo persuadido de que no había cosa alguna que no fuese cuerpo. 19. De aquí nacía que también al mal le aprendía yo como una cierta sustancia corpórea, que tenía su correspondiente magnitud oscura y fea, sustancia que o era gruesa y pesada, y la llamaban tierra, o era leve y sutil como el cuerpo del aire, y la llamaban espíritu maligno, el cual imaginaban ellos que se introducía y se calaba en aquella otra sustancia llamada tierra. Y como la piedad (por corta que en mí fuese) me obligaba a creer que un Dios bueno no había de haber creado una naturaleza mala, establecía yo dos sustancias grandes y corpulentas, contrarias entre sí y entrambas infinitas, pero con la diferencia de que la mala era menor y la buena mayor. Ve aquí el principio pestilencial de donde se originaban las demás doctrinas sacrílegas, porque intentando mi alma recurrir a buscar la verdad en la doctrina católica, me hacía retroceder y desistir de mi intento la idea que yo me había formado de ella, juzgando por doctrina católica la que verdaderamente no lo era. Me parecía más conforme a la piadosa idea que debía tener de Vos, Dios mío (cuyas misericordias usadas conmigo son motivo de eternas alabanzas), creer que por todas partes erais infinito, aunque me viese obligado a confesar que no lo erais por una sola parte, esto es, por parte de la contrariedad y competencia que teníais con la sustancia del real, que creer o imaginar que por todas partes erais finito, atribuyéndoos los miembros y figura del cuerpo humano. También me parecía que mejor era creer que Vos no habíais creado mal alguno, que creer que habíais creado la naturaleza del mal del modo que yo lo imaginaba, pues como ignorante creía que el mal no solamente era sustancia, sino también corpórea, porque no sabía imaginar que espíritu fuese otra cosa que un cuerpo sutil que se esparcía por los espacios y lugares. También a vuestro unigénito Hijo y nuestro Salvador, de tal modo le contemplaba haber salido de aquella masa y cuerpo lucidísimo que yo os atribuía, para que obrase nuestra salud, que no creía de Él otra cosa, sino lo que mis vanas imaginaciones podían alcanzar. Así pensaba que una tal naturaleza no podía haber nacido de la Virgen María sin mezclarse e incorporarse con la carne, y no me parecía posible que se mezclase de este modo con la carne aquel ser y naturaleza lucidísima que yo le atribuía, y que no se manchase. De suerte que rehusaba creer que Jesucristo hubiese nacido en verdadera carne humana, por no verme obligado a creer que se había manchado con la carne misma. Al llegar aquí, supongo que vuestros siervos y personas espirituales se reirán de mí amorosa y caritativamente, si leyeren estas mis Confesiones; pero ello es cierto que yo era tal como digo. |
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