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San Agustín

"Confesiones"

Libro 4

Capítulo 4

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Confesiones

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Capítulo 4

Refiere la enfermedad y bautismo de un amigo suyo a quien él había pervertido, cuya muerte sintió y lloró amargamente

 

7. En aquellos años, y al mismo tiempo que había comenzado a enseñar en la ciudad en que nací, había adquirido un amigo, que porque estudiamos juntos, por ser de mi edad y estar ambos en la flor y lozanía de la juventud, llegó a serme muy amado. Desde niños habíamos crecido juntos, habíamos ido juntos a la escuela y juntos habíamos jugado. Pero entonces aún no era tan estrecha nuestra amistad, aunque ni tampoco después cuando digo que le amé tanto, era nuestra amistad tan verdadera como debe ser, porque sólo es verdadera amistad la que Vos formáis entre los que están unidos a Vos por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado.

Pero no obstante era para mí aquella amistad dulcísima y sazonada con el fervor de nuestros iguales cuidados y estudios. Porque también le había yo desviado, aunque no entera y radicalmente, de la verdadera fe que siendo joven seguía, y le había inclinado a aquellas falsedades supersticiosas y perjudiciales que hicieron a mi madre llorar tanto por mí. De modo que aun en el error que seguíamos interiormente éramos iguales y no podía mi alma hacer nada sin él. Pero he aquí que Vos, yendo a los alcances a vuestros siervos fugitivos, como Dios de las venganzas, y al mismo tiempo fuente inagotable de las misericordias, convirtiéndonos a Vos por caminos y modos admirables, sacasteis de esta vida a aquel mancebo, cuando apenas se había cumplido un año de nuestra amistad, que me era más deliciosa que todas las delicias que en aquel tiempo gozaba.

8. ¿Quién hay que sea él solo suficiente a contar los motivos que tiene para alabaros, por lo que ha experimentado solamente en sí mismo? ¿Qué es lo que entonces ejecutasteis, Dios mío? ¡Oh, cuán insondable es la profundidad de vuestros juicios! Porque estando aquel amigo mío enfermo de calenturas, le dio una vez un síncope, que le duró mucho tiempo, juntamente con un sudor mortal, y viéndosele ya sin esperanzas de vida, se le dio el Bautismo sin que él lo supiese, ni pudiese conocerlo, lo cual me dio poco cuidado, persuadiéndome que su alma conservaría mejor lo que yo le había enseñado, que lo que se ejecutaba en su cuerpo sin saberlo él ni advertirlo. Pero muy al contrario sucedía, porque él volvía en sí y con salud en el alma.

Luego al punto que pude hablarle (y pude luego que él pudo oírme, pues no me apartaba de su lado, y mutuamente pendíamos uno de otro), intenté burlarme del Bautismo que le habían dado, cuando se hallaba muy lejos de tener conocimiento ni sentido: creyendo yo que él también se burlaría conmigo de aquel hecho, como que ya sabía entonces que le habían bautizado. Mas luego que oyó mi burla, me mostró tanto horror como si fuera yo su mayor enemigo, y me amonestó con una admirable y repentina libertad, que si quería ser amigo suyo, no volviese a hablar de aquello por aquel estilo. Yo entonces, espantado todo y turbado, reprimí lo que se me ofrecía responderle, dejándolo para cuando hubiese convalecido y estuviese capaz con las fuerzas de su cabal salud, para poderle yo decir entonces todo cuanto quisiese. Pero pocos días después, estando yo ausente, le acometieron otra vez las calenturas y murió; mejor dicho, fue como arrebatado de entre las manos de mi locura, para estar bien guardado junto a Vos para mi consuelo.

9. Sentí tanto su pérdida, que se llenó mi corazón de tinieblas, y en todo cuanto miraba, no veía otra cosa sino la muerte. Mi patria me servía de suplicio y la casa de mis padres me parecía la morada más infeliz e insufrible; todo cuanto había contado y comunicado con él, se me volvía en crudelísimo tormento, viéndome sin mi amigo. Por todas partes le buscaban mis ojos, y en ninguna le veían. Aborrecía todas las cosas, porque en ninguna de ellas le encontraba, ni podían ya decirme, como antes cuando vivía y estaba fuera de casa o ausente: espera, que ya vendrá. Estaba yo trocado en un confuso enigma sin entenderme a mí mismo y preguntaba a mi alma por qué estaba tan triste y por qué me afligía tanto; y no tenía qué responderme. Y si le decía: Espera en Dios, con razón me desobedecía, porque más verdadero ser tenía, y mucho mejor era aquel amadísimo hombre que había perdido, que aquel fantasma que yo entonces creía Dios, y en quien le mandaba que esperase. Sólo el llanto me era más dulce y gustoso, y el sucesor de mi amigo en causar las delicias de mi alma.

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