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Efrén Rebolledo

"El enemigo"

Capítulo 11

Biografía de Efrén Rebolledo en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 
El enemigo
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XI

Todas las tardes, al oscurecer, huroneaba por los barrios de la ciudad; divagando su fastidio algunas veces, otras buscando el aislamiento, y todas nutriendo el germen de su amor.

Influido por su propósito, habíase encaminado en una senda de misticismo que no se quería confesar, y mucho menos a sus amigos; y por eso se aislaba de todos, y al atardecer vagaba sin rumbo fijo, a caza de algún rincón apartado donde poder contemplar a solas su sueño; llenándosele el pecho de alegría cuando encontraba algún jardín escondido, algún frontis de templo antiguo y polvoso, o alguna calleja de aspecto solitario donde poder distraerse un instante y revivir tiempos pasados.

Agradábale imponderablemente la Catedral, por su majestad y su magnificencia, por la quietud que respira, y aunque se complacía en verla a todas horas, la veía con mas devoción en las tardes y como con cierta clase de espanto; porque con su mole gigantesca en pie desde hace tres siglos, y sus torres que fingen dos manos levantadas, le hablaba a su ánimo de fe y de cielo, dos cosas perdidas para él que se llenaba de pesadumbre al contemplar aquella basílica, enorme e inanimada, a la que la magia de los atardeceres hacía vivir, infundiéndole sentimientos que él no podía experimentar.

La vista del Sagrario era como un reposo: descansaba de la impresión que producía en su alma el gigante, deleitándose en las delicadezas y platerescos de sus fachadas que bordó Churriguera con prestigiosas molduras; sentíase atraída su atención por el intrincamiento de los capiteles, por la elegancia de las columnas, y la impasibilidad de las estatuas de doctores, patriarcas y virtudes que lo adornan. Admiraba la planta del edificio que figura una cruz griega, su cúpula octógona, y todas las bellezas de su dórico estilo interior.

La iglesia de San Felipe, la más moderna de la ciudad, lo encantaba por su esbeltez y atrevimiento; por sus muros donde volcó Bizancio todas las galas de su suntuosa decadencia; por sus vírgenes rígidas y demacradas; por sus santos adustos y hieráticos, sus mosaicos peregrinos y su caleidoscópica polícromía esfumada en oro fino, que resalta en los fondos rutilantes, en los radiosos nimbos y en sus estrellas que clavetean como calamones relucientes el firmamento de las naves; y por su órgano divino, lleno de flautas, clarines, tambores, campanas, pájaros y cascabeles, como si fuera el resumen de todos los sonidos de la música y las voces reunidas de las orquestas.

En la Colegiata de Guadalupe, y detrás del ciprés, sentábase en la opulenta sillería, de tallados tan finos que parecía que la garlopa le había dejado pendiente las virutas; y oyendo los canticos religiosos, vela entrar la luz en reflejos irisados por el multicoloro rosetón de la bóveda y por los vitrales engarzados como tres prismas en el muro.

Pero ningún interior o fachada de templo lo atraía como la Santísima. Cuando ya se acercaba la noche hacia allá se dirigía melancólicamente, y entrando por el Amor de Dios, marchando por la acera de la izquierda para no ver ningún detalle, llegaba hasta su frente, causándole todos los días la misma sensación de sorpresa y la misma emoción de arte. Cada vez la contemplaba con el mismo recogimiento con que la había visto la primera, y recordaba la impresión que había sentido.

Habíasele figurado aquello una ola blanca y altísima, vestida de espuma y adornada con volutas caprichosas; un primoroso bordado más fino y sutil que los que labraban con infinita paciencia las religiosas en las casullas y las dalmáticas; había encajes delicadísimos de cantera que parecían poder desvanecerse de un soplo; filigranas de piedra como no habían hecho iguales los orfebres; capiteles de columnas donde florecían divinos encantos, y en sus nichos estatuas de obispos y doctores con su capa pluvial y su mitra puntiaguda, debajo del Padre Eterno que con la tiara en la cabeza y sentado en la silla pontificia, sostiene al Hijo Amado sobre sus rodillas.

Y sobre toda aquella obra de sueño, una capa tenue y finísima de polvo, amontonado y cernido sobre las molduras a través de muchos años, como un espolvoreo de plata sobre caprichosas estalactitas; como un manto de gris algodón para conservar frescas e incólumes aquellas flores maravillosas de arquitectura; ennegreciendo con su pincel algunas partes, dándoles luz a otras, formando tonos, cubriendo con pudor las líneas defectuosas.

Y en el Sagrario sucedía otro tanto: en las grecas y racimos de la fachada, y lo mismo en Catedral en los albalás de los altares; en todo lo grande y todo lo bello haciéndolos mas bellos y mas grandes; dándoles a los edificios esa majestad que dan las canas a los viejos; tendiendo como un manto de inmortalidad en las alharacas de los frontispicios, los contornos de las estatuas y los cantos de los misales y el sándalo de los órganos de las iglesias.

Al penetrar en los templos, Gabriel se llenaba de unción, y volviendo el pensamiento al pasado, cerrados los ojos del rostro y abiertos los de la imaginación, los vela cubiertos por todas partes de oro y plata, de riquísimos paramentos, de numerosas lámparas, y ardiendo en abundancia la blanca cera.

Y cuando salía, llevaba el alma dolorida; porque a pesar de la impresión que en él producía el silencio de los templos en la calma de los crepúsculos, no creía y no rezaba; y no obstante, su ánima algunas veces oraba inconscientemente, incapaz de permanecer ajena a tanto arrobo y tanta quietud; y cuando algunas noches pasaba por sus rincones favoritos: por el Sagrario, por San Felipe, por la Santísima, veía alucinado las ventanas de las naves, derramando luz como si en el interior hubiera prendidos muchas lámparas y muchos cirios, y con el pensamiento asistía a unas vísperas misteriosas y fantásticas, celebradas en el silencio nocturno; veía los altares heridos por los reflejos de las luces, resplandeciendo los blandones de oro y las custodias guarnecidas de piedras preciosas reluciendo, los ramilletes y los atriles; desplegada la riqueza de los cálices de oro y los copones gemados, balanceándose los incensarios y los sahumadores; y como si hubiera vivido en otro tiempo, suspiró por la época en que la belleza fue hermana de la religión; en que florecieron los Echave, los Juárez, los Cabrera, los Tolsá, y en que cada sacristía era una página de la historia de las artes.

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