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Santiago Ramón y Cajal

"El fabricante de honradez"

Capítulo 3

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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo
 
El fabricante de honradez
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III

Transcurridos los meses de la inolvidable conferencia, el entusiasmo y la convicción de las clases directoras de Villabronca fueron tan grandes, que el Ayuntamiento en masa, asesorado por la opinión del juez, del registrador, del presidente del casino, del maestro y del cirujano, declararon, en un bando célebre, la nueva vacuna obligatoria para todas las personas mayores de doce y menores de sesenta años, sin distinción de sexo ni de condición social. Aquellos previsores ediles estimaron, sin duda, que harto vacunada están la vejez con su debilidad y la infancia con su candor.

Al principio, según podrá presumirse, los salvadores acuerdos del cabildo chocaron con algunas dificultades. Los habituales del vicio, y particularmente los viciosos esporádicos, es decir, los que se complacen en echar de cuando en cuando una cana al aire, protestaron indignados. En fogosas arengas declararon aquella medida atentatoria a los más sagrados derechos del ciudadano y hasta ofensiva a la inmaculada dignidad de Villabronca, toda vez que envolvía el su puesto, a todas luces injusto, de la inmoralidad colectiva y medía con el mismo rasero la probidad y el libertinaje, el respeto a la ley y la violación del derecho. Tan delicada cuestión fue llevada a las çolumnas del único periódico local, un semanario titulado «El Cimbal de Villabronca», que redactaban el empresario de recreos del casino, un contratista de carretera aprovechado, un comandante retirado por no ir a Ultramar, dos estudiantes legistas suspensos a perpetuidad y un abogadete sin pleitos. Estos tales — los «intelectuales», como ellos se llamaban — discutieron desde varios puntos de vista la manoseada cuestión de la ilegitimidad de las medidas preventivas, al principio con formas moderadas, después con apasionamiento sectario. Semejante campaña, emprendida o inspirada por perillanes y libertinos incorregibles, arreció coincidentemente con la subvención otorgada a «El Cimbal» por los dueños de timbas, tabernas y casas de lenocinio, cuyos industriales recelaron, no sin lógica, una considerable baja en sus vergonzosos negocios si prevalecían los proyectos de Mirahonda.

En cuanto a los proletarios, hallábanse divididos. La mayoría de ellos sugestionados por la autoridad y generoso altruismo del doctor, y sobre todo por el ascendiente de las mujeres (que Mirahonda tuvo buen cuidado de ganar a su causa), se decidieron por el novísimo tratamiento morai; pero algunas malas cabezas, anarquistas enardecidos, rechazaron redondamente el suero, temerosos sin duda de que esta medicina amortiguara la saña del proletariado hacia la odiosa burguesía, templara en las épocas de huelga la entereza de los trabajadores y retrasara, en suma, la fecha del triunfo — según ellos cercano — de la tremenda revolución social.

Pero quien con más arrogancia y celo rompió lanzas contra la novísima panacea psicológica fue el padre de almas. En sermones atestados de latines, de lugares de los santos padres y de apotegmas de filosofía moral, intentó probar que las famosas experiencias del médico eran artimañas y tentaciones del demonio, comparables en el fondo a las manipulaciones y experimentos de magnetizadores y espiritistas. Y añadía que, aun en el supuesto caso de que en la producción de tan insólitos fenómenos no tuviera Lucifer arte ni parte, siempre resultaría incuestionable que el famoso suero obra directa y selectivamente sobre las misteriosas fuentes del libre albedrío, restringiendo, por consiguiente, el cauce de la libertad moral y haciendo, por ende, punto menos que ilusoria la responsabilidad civil y el mérito y demérito de las acciones.

Pero nosotros, rindiendo culto a la verdad, diremos que la verdadera razón, no confesada, de esta inquina sacerdotal, era que el fervoroso varón se sentía humillado y molesto al ver cómo un mediquillo advenedizo, ayuno en Teología y Sagrados Cánones, se intrusaba descaradamente en los dominios espirituales, tirando a inutilizar una de las altas y trascendentales funciones de su augusto ministerio: la purificación de las conciencias y la enmienda de vicios y pecados.

Por fortuna, la exquisita cortesía del doctor, quien, lleno de afabilidad y tolerancia, discutía amistosamente con todos; el resuelto apoyo de los ediles y padres de familia; el fervor casi religioso de las mujeres, y singularmente lo demostrativo y brillante de las experiencias, aplacaron progresivamente la irritación de los ánimos e impusieron silencio a las conciencias meticulosas. Además, Mirahonda, sabedor del origen y finalidad de ciertas campañas, subvencionó con fuerte suma a «El Cimbal de Villabronca», cuyos desahogados intelectuales pasáronse con armas y bagajes al contrario bando, convirtiéndose en lo sucesivo en tornavoces de los éxitos del doctor y en eficacísimos auxiliares de sus regeneradoras campañas; hizo, «sotto voce», donación de algunos miles de pesetas al Comité anarquista local a título de generosa contribución al «Fondo de Huelgas», y, en fin, no olvidó a la Iglesia, a la que dejó una gruesa manda para misas y limosnas, de cuya inversión y reparto quedó exclusivamente encargado, con facultades omnímodas, el celoso pastor de almas. Con estas y otras habilidades, si no consiguió persuadir enteramente a los recalcitrantes, logró hacerles callar, que era cuanto Mirahonda deseaba.

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