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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 2: Largo |
La caída de la Casa Usher |
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II Ya he hablado de ese estado morboso que hacía intolerable al paciente toda música, si exceptuamos los efectos de unos instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los que se había confinado con la guitarra dieron origen, en gran medida, al carácter fantástico de sus realizaciones. Pero, no se puede explicar de esta manera la fogosa facilidad de sus impromptus [género musical pianístico]. Debían de ser y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extravagantes fantasías (pues, con frecuencia, se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas) debían de ser el resultado de ese intenso recogimiento y concentración mental a los que ya he aludido, y que sólo se podían observar en momentos de la más elevada excitación. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que más me impresionó mientras la tocaba, porque en la corriente oculta o mística de su sentido creí percibir por primera vez una plena conciencia por parte de Usher de que su elevada razón vacilaba en su trono. Los versos, que tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:
II III IV V VI Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos llevaron a una serie de pensamientos, entre los que resaltó una opinión de Usher que menciono no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. Esta opinión, de forma general, trataba de la sensibilidad de todos los vegetales. Pero, en su trastornada fantasía, la idea había cobrado un carácter mas atrevido, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Nuestros libros los libros que durante años constituyeron no pequeña parte de la existencia mental del enfermo estaban, como puede suponerse, en estricta armonía con este carácter fantasmal. Leíamos con atención obras tales como el Ververt et Chartreuse [Ververt La Caruja] de Gresset; Belflegor [Belfagor archidiablo], de Machiavelli; Del Cielo y del Infierno [Los arcanos celestes], de Swedenborg; El viaje al interior de la tierra de Nicolás Klim, de Holberg; Quiromancia, de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y de De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del Sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorum [Directorio para Inquisidores], del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egipanes con los que Usher pasaba largas horas soñando. Pero encontraba su principal gozo en la lectura de un curioso y sumamente raro libro gótico en cuarto el manual de una iglesia olvidada, las Vigiliae Mortuorum secundum Chorum Ecclesiae Maguntinae [Vigilias de los Muertos según el coro de la iglesia de Maguncia] No podía yo dejar de pensar en los extraños ritos de esa obra, y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarse de repente que la señorita Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cadáver durante quince días (antes de su definitivo lacaida) en una de las numerosas criptas dentro de la mansión. El motivo humano que alegó para justificar este singular proceder no me dejó libertad para discutir. El hermano había llegado a esta decisión (según me dijo) tras considerar el carácter insólito de la enfermedad de la fallecida, unas inoportunas y ansiosas investigaciones de sus médicos, y la lejana y expuesta situación del cementerio familiar. No negaré que, cuando recordé el siniestro aspecto de la persona con quien me crucé en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve ningún deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y de ninguna forma extraña. A petición de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporal. Puesto ya el ataúd, los dos solos lo trasladamos a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositarnos (que llevaba tanto tiempo sin abrir, que nuestras antorchas casi se apagaron por la opresiva atmósfera, dándonos pocas oportunidades de examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de cualquier fuente de luz; estaba a gran profundidad, justo bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Al parecer, había sido utilizada, en remotos tiempos feudales, con el siniestro uso de mazmorra, y en días más recientes, como almacén de pólvora o de alguna otra sustancia altamente combustible, pues una parte del suelo y todo el interior de un largo pasillo abovedado por donde pasamos para llegar allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta de hierro macizo también estaba protegida de ese metal. Su enorme peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito. Después de dejar nuestra fúnebre carga sobre caballetes en ese lugar de horror, retiramos, parcialmente, a un lado la tapa aún suelta del ataúd y contemplamos la cara de la muerta. Un asombroso parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero me llamó mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró unas palabras por las que supe que la difunta y él eran gemelos, y que entre ambos siempre había habido simpatías casi inexplicables. Pero nuestros ojos no se detuvieron mucho tiempo con la muerta, pues no podíamos contemplarla sin miedo. El mal que llevara a la señorita Madeline a la tumba, en la fuerza de la juventud había dejado, como es corriente en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, la burla de un leve rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa sospechosamente prolongada en los labios, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos, y, cerrando bien la puerta de hierro, regresamos cansados a los aposentos algo menos lúgubres de la parte superior de la casa. Y entonces, transcurridos unos días de amarga pena, se produjo un notable cambio en las características del trastorno mental de mi amigo. Su porte normal había desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Vagaba de habitación en habitación con pasos apresurados, desiguales y sin rumbo. La palidez de su rostro había adquirido, si esto era posible, un color aún más espectral, pero había desaparecido por completo la luminosidad de sus ojos. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía; y una vacilación trémula, como si estuviera aterrorizado, acompañaba sus palabras de forma habitual. Hubo momentos en que pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente siempre agitada, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables extravagancias de la locura, pues le veía contemplar el vacío largas horas, en actitud de la más profunda atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañar que su estado me aterrara, que me contagiase. Sentía que se deslizaban en mí, a pasos lentos pero seguros, las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas e impresionantes. Al retirarme a mi habitación la noche del séptimo u octavo día después de depositar a la señorita Madeline en la cripta, siendo ya muy tarde, experimenté de forma especial y con mucha fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y pasaban hora y horas. Luché para vencer con la razón los nervios que me dominaban. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era debido a la desconcertante influencia de los lúgubres muebles de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, oscilaban de un lado para otro sobre las paredes y crujían desagradablemente alrededor de los adornos de la cama. Pero mis esfuerzos resultaron inútiles. Un temblor incontenible invadía gradualmente mi cuerpo; y al final se instaló en mi corazón un íncubo, el peso de una alarma absolutamente inmotivada. Intenté sacudírmelo, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente a la intensa oscuridad de la habitación; presté atención no sé por qué, salvo que una fuerza instintiva me impulsó a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, a largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí de prisa (pues sabía que no me iba a dormir esa noche) e intenté salir del lamentable estado en el que me encontraba, paseando rápidamente de arriba abajo por la habitación. Había dado así unas pocas vueltas, cuando un suave paso en la escalera adyacente me llamó la atención. Pronto reconocí que era el paso de Usher. Un instante después llamó con un toque suave a mi puerta y entró con una lámpara. Su semblante, como de costumbre, tenía una palidez cadavérica, pero, además, había en sus ojos una especie de loca alegría, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me dejó pasmado, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia como un alivio. ¿No lo has visto? dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio. ¿No lo has visto, de verdad? ¡Pues espera y lo verás! y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se acercó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta. La ráfaga de viento entró con tanta furia que casi nos levanta del suelo. Era en realidad una noche de tormenta, pero de una severa belleza, extrañamente singular en su terror y en su belleza. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que casi oprimían las torres de la mansión) no nos impedía ver la viva velocidad con que acudían de todas partes, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que ni siquiera su excesiva densidad nos impedía verlo, y, sin embargo no nos llegaba un atisbo ni de la luna ni de las estrellas, ni se veía el brillo de los relámpagos. Pero las superficies inferiores de las enormes masas de agitado vapor, y todos los objetos terrestres que nos rodeaban, brillaban en una luz anormal de una gaseosa exhalación, apenas luminosa y claramente visible, que rodeaba la casa y la amortajaba. ¡No debes mirarlo..., no mires! dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para llevarlo a una silla. Estos espectáculos, que te confunden, no son más que fenómenos eléctricos bastante comunes, o quizá pueden tener su origen en el miasma corrupto del lago. Vamos a cerrar esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas predilectas. Yo la leeré y tú escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible. El antiguo volumen que había agarrado era Mad Trist [Locura en tres fases], de sir Launcelot Canning; pero lo había calificado de libro favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues, en realidad, hay poco en su verbosidad tosca y falta de imaginación que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Era el único libro que tenía a mano y alimenté una vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera encontrar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de estas anomalías) aun en las extremas locuras que iba a leerle. De haber juzgado, en realidad, la actitud exageradamente tensa y vivaz con que escuchaba, o parecía escuchar, las palabras del relato, podría haberme felicitado por el éxito de mi idea. Había llegado a esa parte bien conocida de la historia cuando Ethelred, el héroe de Trist, después de sus vanos intentos de meterse por las buenas en la morada del eremita, intenta entrar por la fuerza. Ahí, como se recordará, las palabras de la narración son las siguientes: Al terminar esta frase, me sobresalté y me detuve un momento; pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había traicionado), me pareció que, desde algún lugar muy alejado de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su parecido, el eco (aunque ahogado y confuso, por cierto) del mismo ruido de rajar y destrozar que sir Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que me había llamado la atención; pues, entre el batir de los marcos de las ventanas y los mezclados ruidos normales de la tormenta que seguía aumentando, el sonido en sí, con toda seguridad, no tenía nada que me interesara ni me molestara. Seguí leyendo la historia: Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta ocasión había oído de verdad (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista. Oprimido, como sin duda lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las que predominaban el asombro y el pánico, conservé, sin embargo, la suficiente presencia de ánimo como para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba seguro de que hubiera advertido tales sonidos, aunque en los últimos instantes se había producido una evidente y extraña alteración de su apariencia. Desde su posición frente a mí, había hecho girar poco a poco su silla, de forma que ahora estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación; y por esto, sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía que le temblaban los labios, como si murmurara algo inaudible. Tenía la cabeza doblada sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido porque vi que tenía los ojos muy abiertos y fijos, cuando le miré de reojo. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave pero continuo y uniforme. Tras haber notado rápidamente todo esto, reanudé la lectura del relato de sir Launcelot, que seguía así: «Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cadáver de su camino y avanzó con valor por el pavimento de plata del castillo hasta la pared donde colgaba el escudo, el cual, en realidad, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el suelo de plata con grandísimo y terrible fragor» Apenas había pronunciado estas palabras, cuando como si en realidad un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un piso de plata percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque aparentemente sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto, pero el movimiento de balanceo rítmico de Usher no se interrumpió. Corrí apresuradamente hasta el sillón en el que estaba sentado. Sus ojos miraban fijamente hacia delante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa infeliz temblaba en sus labios; y vi que hablaba con un murmullo bajo, rápido e incoherente, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras. ¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho...mucho..., mucho tiempo..., muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Oh, ten lástima de mí, miserable, desventurado! ¡No me atrevía..., no me atrevía a hablar! ¡La hemos encerrado viva en la tumba!¿ No dije que mis sentidos son agudos? Ahora te digo que oí sus primeros débiles movimientos en el ataúd hueco. Los oí... hace muchos, muchos días... pero no me atrevía... ¡no me atrevía a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelred, ¡ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón y el estruendo del escudo! ¡Di, más bien, el ruido de su ataúd al rajarse, el chirriar de los goznes de hierro de su cárcel y sus luchas en el pasillo de cobre de la cripta! ¡Oh! ¿Dónde me esconderé? ¿No estará pronto aquí? ¿No se apresura a reprocharme mis prisas? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie, y gritó estas palabras como si en ese esfuerzo entregara el alma:¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA! Como si la energía sobrehumana de su voz tuviera el poder del hechizo, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, al otro lado de la puerta estaba la alta y amortajada figura de la señorita Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de un forcejeo en cada parte de su demacrado cuerpo. Por un instante se mostró temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia dentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado. Huí horrorizado de aquella cámara, de aquella mansión. Fuera seguía la tormenta con toda su furia cuando me encontré cruzando la vieja calzada. De repente surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir tan increíble brillo, pues la enorme casa y sus sombras quedaban solas detrás de mí. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella grieta apenas perceptible, como he descrito, que se extendía en zigzag desde el tejado de la casa hasta su base. Mientras la contemplaba, la grieta se iba ensanchando, pasó un furioso soplo de torbellino, todo el disco de la luna estalló entonces ante mis ojos, y mi espíritu vaciló al ver que se desplomaban los pesados muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies se cerró, sombrío y silencioso, el profundo y corrompido lago sobre los restos de la Casa Usher. |
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