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Alfonso Pérez Nieva

"Lobito"

Capítulo 4

Biografía de Alfonso Pérez Nieva en Wikipedia

 
 
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Lobito
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Capítulo IV

La noche se entraba glacial, iluminándola a trechos una luna pálida que se asomaba de cuando en cuando por entre grandes desgarrones de nubes. El frío era tan intenso que, menos la saltadora, rebujada en un mantón y hecha un ovillo en el carromato, todos los demás acróbatas habíanse apeado buscando calor en el ejercicio y arropados con cuanto había a la mano, avanzaban pataleando alrededor del carricoche, conducido por el hércules que llevaba el caballo del diestro. Acababan de salir de la garganta donde se quedaba Lobito abandonado en medio del camino y ante ellos se ofrecía el campo abierto hundido en el silencio, sin otro límite que algunas manchas de cercano bosque.

-¿No habrá osos por aquí?, exclamó el hércules tiritando detrás de su bufanda.

-Osos no, repuso el empresario y director de la cuadrilla. Los osos están muy adentro del puerto. Si acaso algún lobo hambriento, que se despacha fácilmente de un tiro.

Y maquinalmente palpaba al decir esto, con su mano metida en un guante viejo de lana, la culata de su escopeta que llevaba colgada del hombro. El niño, el pobre chicuelo que caminaba el último, arrastrándose, muerto de fatiga a algunos pasos detrás de los restantes compañeros, al oír tales palabras sintiose invadido por un pánico enorme; sacando fuerzas de flaqueza plantose delante de todos de cuatro brincos. El pobre muchacho iba aterido bajo la escarcha, pensando a veces en lo que sería del pobre animal abandonado en medio de la cruda noche.

De pronto... ¿Qué es eso? El hércules sintió estremecerse al caballo. Miró. A pocos pasos del convoy, en un recodo de la carretera, uno, dos, tres, hasta siete bultos negros, grandes, confusos, en cada uno de los cuales parecían brillar dos linternas. ¡Los lobos! El empresario se echó la escopeta a la cara y disparó con tino, derribando uno, pero los demás, hambrientos sin duda, no se amedrentaron y se arrojaron sobre el que había hecho fuego y sobre el niño que estaba a su lado, mientras el hércules, aprovechando tal arremolinamiento y viendo el camino libre, subiose al carricoche y atizando al percherón, que no necesitaba mucho estímulo, escapó al galope.

El pobre muchacho vio llegada su última hora. ¿Cómo iba a defenderse en su debilidad del formidable ataque? De pronto sucedió una cosa inaudita. Los tres lobos que se le echaban encima, que le acometían y uno de los cuales habíale derribado al arrojarse sobre él, sin hacer presa por fortuna, viéronse furiosamente arremetidos por un cuarto lobo, que con bravura sin igual, dentellada por aquí, dentellada por acá, en un segundo puso en precipitada fuga a los asaltantes, asombrados de semejante envite de un colega. Luego que el extraño animal atisbó a sus congéneres huyendo, inclinose, olfateando al niño y se puso a lamerle la cara gimiendo. El gimnasta le conoció enseguida. ¡Lobito!, exclamó con una explosión de alegría, abrazándose a su cuello. Y Lobito era, sí, Lobito, que precisamente atraído por la dulzura del rapaz, no había tenido valor para internarse en la sierra y, siguiendo de cerca al convoy, acababa de incorporarse a la cuadrilla en el crítico momento de peligrar la vida de su protector.

La pareja de la guardia civil llegaba al ruido del disparo. El empresario no había tenido tanta suerte y yacía en tierra malherido, junto al lobo derribado por él, vengado antes de huir por sus compañeros. El primer impulso de los guardias fue matar a Lobito. Si el muchacho no anda listo explicando que era un lobo domesticado, lo ensartan. Cargaron, pues, con el empresario y siguieron en busca del pueblo más próximo donde estaría de seguro el carricoche, sin separarse Lobito de su amo, al que acababa de librar de la muerte.

¡Cuán cierto es el proverbio: Haz bien sin saber a quién, y sabiéndolo hazlo siempre aunque sea a un lobo!

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