"Lobito" Capítulo 3
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Lobito |
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Capítulo III La mancomunidad de la desgracia es un lazo que por sí mismo se anuda. La compañía errante tenía una cenicienta en la persona del niño; con la incorporación del lobezno tuvo dos y ya no fueron sólo para el rapaz las bofetadas. Esto les unió desde el principio. El diablo del animal demostraba un instinto finísimo y enseguida se percató de lo que acontecía, como enseguida advirtió que el muchacho era su protector, un protector que apenas protegía porque para sí hubiera querido la protección, pero que no dejaba de hacerle una caricia siempre que recibía una patada y llovían sobre sus lomos. Desde luego el empresario y director, firme en su propósito de convertir a la fiera en un artista, requirió el látigo y con la ayuda del hambre comenzó a darle lecciones empeñado en que aprendiera a saltar por los aros y a través de las ruedas de papel. El lobezno se daba poca maña, no revelaba gran afición. Fustazo y ayuno. Partía el alma oírle gemir y ver sus ojos implorantes que se detenían en la cara compungida del rapaz incapacitado de socorrerle. Sin embargo en tales trances no le faltaba a Lobito, que así le llamaban los acróbatas, el auxilio de su amigo, que a escondidas de sus colegas iba a llevarle parte de su alimento en los días de torpeza en que, después del ensayo, permanecía atado y castigado a no comer. La oculta generosidad concluyó por descubrirse y valió a su autor una regular cosecha de cachetes; al cabo y en el duro trance de morir o aprender Lobito, bien que mal o más mal que bien, apencó con el ejercicio hasta que un día en que, enfermo el empresario mandó al chico que le sustituyera, encontrose éste con que el animal respondía dócilmente al maestro. La dolencia duró una semana y el empresario hallose con un discípulo peludo distinto del que había dejado, gracias al niño y a su influencia, con lo que se constituyó un número delicioso. Lobito creció hasta hacerse todo un lobo grandote y recio y el público de los pueblos abría una boca de a palmo al distinguir al formidable animal esclavo de la criatura en la pista. Un día, fuera que se distrajese, fuera que no acabara de vencer su gran torpeza, ocurriole a Lobito un lance serio. El empresario de la cuadrilla ambulante, con objeto de dar gran aliciente al ejercicio del lobezno, había imaginado rodear el aro por donde saltaba de una serie de cuchillos de punta, por entre las que pasaba el animal con los pelos erizados. El riesgo de clavárselos daba al número inmenso atractivo, y como no podía menos, una vez se hizo una herida regular, con lo que las ferias más próximas se quedaron sin el emocionante espectáculo. El animal perdió bastante sangre y quedose tan débil que hubo que renunciar por el momento a sus servicios; a regañadientes consintió el amo en que se atendiera a la curación de Lobito y a que se le arreglara un rincón en el carricoche, donde el niño, ejerciendo de veterinario y a fuerza de paños de sal y vinagre, consiguió que la rajadura no supurase y que concluyera por cerrarse. Pero en el interregno la aversión a la gimnasia, robustecida por la molicie, cobró tales vuelos en Lobito, que no hubo medio de que volviera a tomar parte en las tareas acrobáticas. Ni látigos ni ayunos consiguieron ahora nada, y al cabo el empresario determinó mandar noramala al animal y abandonarlo en mitad del camino. Como así sucedió. Corría el invierno, un invierno rudo y áspero que en aquel país de montaña llegaba hasta una dureza insoportable. Una tarde poco antes de obscurecer, iba la acrobática compañía por un sombrío camino abierto entre dos acantilados de rocas salvajes, cuando el empresario mandó tirar de las riendas al hércules, que ejercía de cochero, y cogiendo a Lobito, que dormitaba en un rincón sobre unos trapos, le echó fuera de un puntapié, pegándole dos latigazos que le hicieron lanzar un aullido. Había llegado el instante de cumplir la amenaza. En vano el chicuelo intervino llorando a favor de su Lobito, en vano habló del tiempo reinante, del vendaval que barría la garganta por donde avanzaban tiritando de frío. Dejar allí al animal era condenarlo a morir de hambre o de un tiro. El jefe de la compañía no se conmovió, arrimó un último fustazo a la fiera y sacudiendo dos trallazos al percherón, que arrancó al trote, con toda la cuadrilla dentro, quedose el pobre bicho plantado en mitad de la carretera, mirando con ojos muy tristes cómo se alejaba el carromato, en el que, si bien iban sus verdugos implacables, iba también aquel buenísimo niño que tan bien le trataba. |
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