Alberto:

Cuando me case contigo creí que mi corazón me pertenecía, y que podría hacerte feliz.

Ahora, una serie de circunstancias imprevistas y dolorosas me convencen de lo contrario, y me voy.

Perdóname, Alberto, si no he sabido corresponder a tu hidalguía para conmigo. Nada puedo reprocharte, pues nada hiciste que te hiciera acreedor a un reproche mío.

En la determinación que tomo, tu conducta no entra para nada. Por eso te pido perdón, porque me reconozco la única culpable.

Y si existe algo que pueda mitigar mi falta es el convencimiento de que no te dejo para correr en pos de una dicha, sino impulsada por una fatalidad, por un deber superior a todo razonamiento.

Soy muy desdichada, Alberto, y dentro de poco aun lo seré más.

Perdóname, si puedes, y ten la seguridad de que soy más digna de compasión que del anatema que, sin duda, lanzarás contra mí. Adiós.

Celia.

P. S. — Cuando recibas esta carta, yo estaré ya lejos de Buenos Aires. No me busques, pues será inútil cuanto hagas por contrariar mis planes.