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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 75

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 75

De Ramiro Varela a Celia Gamboa

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He interrumpido esta carta porque mi debilidad es tan grande que me veda el esfuerzo de concluirla sin descansar. Por eso, escrito lo que antecede, he cerrado los ojos y pretendido dormir.

Pero fue en vano.

Otra idea ha venido a torturarme.

No nos podremos besar, Divina.

Mi boca está maldita, envenenada.

En su aliento está agazapada la muerte y el contagio.

¿Lo oyes, Divina?

No nos podremos besar. . .

Ahora, casi desearía que no vinieses.

Sería un suplicio menos.

Ya no sé lo que escribo.

Sólo así he podido estampar el deseo de que no vengas.

Sí, debes venir. Venir aunque no nos podamos besar. Aunque no puedas acercarte a mí. Aunque no pudieras verme.

Te vería yo, a través de una rendija, por medio de un espejo o valiéndome de cualquier subterfugio. Pero verte antes de morir. Verte una vez más, aunque sea fugazmente, sólo cuando tú pases.

Y si esto no fuera posible, me conformaría con oír el eco de tu voz lejana, con que me enviaras tu pañuelo con ese perfume que tanto me gustaba. . . Y si tampoco eso fuera posible, me conformaría con saberte cerca, con el consuelo de saber que tus lágrimas serán las primeras que por mí se derramen, una vez que haya sonado la hora . . .

Siento que la vida me abandona. Hay momentos en que se paralizan mis movimientos, y una frialdad espantosa comienza a invadirme.

Pienso entonces que me voy a morir antes que tú llegues, antes de saborear la infinita felicidad de volverte a ver.

Imagino la escena de tu llegada.

Una vez detenido el tren, te arrojarás del vagón, llevando en la mano el pequeño maletín de viaje en el que apresuradamente has colocado unas pocas ropas.

Tomas un coche y te haces conducir a escape a mi casa, extrañada de que nadie te haya ido a buscar. En el camino te asaltará un mal presentimiento. Entonces, presa de una angustia, exigirás al cochero que apresure a los caballos.

Instantes después el coche se detendrá frente a mi puerta.

Allí se hallarán unas cuantas personas del lugar, de esas que husmean la muerte y van a solicitar las ropas de los difuntos.

Torturada por el presentimiento, te arrojarás del coche y penetrarás en la casa.

En el vestíbulo, mi padre, con los ojos enrojecidos e hinchados, te detendrá con un gran gesto mudo, de desolación.

Entonces tú comprenderás y te arrojarás en sus brazos.

— Ramiro, mi Ramiro — has de sollozar tú.

Y mi padre, con la garganta anudada por el llanto, te responderá:

— Demasiado tarde, hija mía.

Y te traerá aquí, a mi dormitorio, donde yo estaré, tendido en mi lecho, frío ya . . .

Te abrazarás a mis despojos y llorarás. Llorarás hasta que mi padre te arranque de mi lado.

Será cuando vengan a llevarme. . .

¡Pobre Divina mía! Para eso, para presenciar eso, habrás renunciado tú a tu hogar, a tu porvenir, a todo. . .

No; es imposible. Eso no puede ser, y no será. Mi voluntad me mantendrá vivo hasta que tú llegues. Es una cita sagrada a la cual no debo faltar.

Dios no podría permitirlo.

Y si Dios lo permitiera, yo vendería mi alma al diablo por unas cuantas horas más de vida.

Las precisas para que tú llegues.

Las precisas para que yo sea feliz viéndote llegar.

Ramiro.

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