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Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 27

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 27

De Celia Gamboa a Ramiro Varela

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Mi Ramiro:

Ya hace mucho tiempo que dura nuestro enojo, y eso no puede ser. Tú te has encaprichado en que sea yo la primera en escribirte, en acercarme a ti, y ya ves, Ramiro, que a pesar de toda la razón que me asiste, a pesar de que mi orgullo, mi dignidad, casi me ordenaban esperar una palabra tuya, no quieto prolongar una situación dolorosa y, sobre todo, indigna de nuestro cariño, y te escribo.

Te escribo sin rencor, sin enojo, para decirte que olvidemos, Ramiro; tú, tu mal momento, ese feo deseo que pasó por tu cabeza, esa actitud tan poco tuya, tan en disonancia con toda tu conducta anterior, y yo las palabras que te dije, los reproches llenos de amargura que te lancé. Olvidémoslo todo Ramiro, y nunca, nunca, volvamos sobre el tema.

Esas cosas no deben discutirse, no deben siquiera tratarse entre nosotros. Debemos alejarlas de nuestra conversación como a importunos que vienen a turbar la belleza de nuestro idilio.

Pero hemos reñido tanto por eso, que quiero, antes de cerrar ese capítulo poco generoso de nuestra novela, decirte una última palabra, que será una última súplica.

En tus cartas buscas argumentos y razones para convencerme de una cosa, de que tú, tú, mi Ramiro, no crees, que sabes que es falsa. Si yo accediera a tu petición, tú serías el primero en despreciarme, en dejarme de querer. No me digas nada a este respecto, no me contestes a mí. Sé bueno, Ramiro, y contéstate a ti mismo. Tú sabes que eso no puede ser, que yo tengo razón. Tú lo sabes, Ramiro, a pesar de no poder yo explicártelo, a pesar de que soy una tonta que no sé defenderme.

Pero en este caso no soy yo la que se defiende, sino que vas a ser tú mismo. Yo sé que es muy lindo todo lo que me dices, tan lindo que, unido a mi gran cariño por ti, a veces — ya ves, te lo confieso, — me haces vacilar. Pienso, y no encuentro razones para oponer a las tuyas. Siento entonces que voy a caer, pero hay en mí un algo misterioso, un algo inexplicable, una voz oculta que emana de mí interior y en que reconozco las modulaciones de la voz de mi madre, cariñosa y buena, y la de mi padre, severo y digno, que me dicen que no, que es mentira, que no debo escucharte, porque tú tampoco crees lo que dices.

Y esa voz. que todos debemos tener, la voz de nuestra conciencia, Ramiro, esa voz que la ha formado el cariño de nuestro padre, la pureza de nuestra madre, debes tenerla tú, Ramiro, y allá también te ha de decir que haces mal, que no debes tratar de hacerme caer, que eso no está bien hecho. Es una voz que te dirá que debes acordarte de que tienes hermanas, que son mujeres como yo, y que cuando argumentas con tanto fuego contra mi virtud, en vez de tener en cuenta que tu carta será dirigida a mí, debes considerar que los mismos argumentos pueden servir a otro hombre para hablar a tus hermanitas, y verás cómo pierdes tu entusiasmo.

Sí, Ramiro ; debes ser bueno y no insistir más. Yo no puedo defenderme, yo no sé contestarte; soy una pobre muchacha librada a tu voluntad por su cariño, y que quiero seguir siendo buena para ti, para reservarte una última alegría para poder ofrecerte, cuando seas mi esposo, una última ofrenda.

Sé bueno, mi Ramiro, y no insistas.

Ya verás romo más tarde te alegrarás de que yo haya sido fuerte. Verás cómo se ha de fortalecer tu confianza en mí, cómo se acentuará tu cariño al saberme buena, cómo me agradecerás el haberte sabido resistir, a ti, a quien quiero con toda mi alma, a ti. que lo eres todo en mi vida, en quien todo confío, de quien todo espero.

Olvidemos Ramiro, tú mis palabras duras, los reproches de mis últimas cartas; yo, tus peticiones. Que este último tiempo no haya pasado para nosotros. Continuemos siendo los novios de antes, que se querían mucho, sin necesidad de ningún feo sacrificio.

Déjame mis pudores, mi voluntad, mi virtud, mí pureza.

Son flores que yo pondré en mi ramo de novia el día en que nos casemos.

Y verás cómo te ha de saber bien su perfume. . .

 

Celia.

 

P. S. — Había escrito ya esta carta cuando recibo la tuya en que me dices que te has ido nuevamente a Córdoba, para evitarte el dolor de tenerme nuevamente a tu lado y. . . pero no, Ramiro, no quiero copiar tus palabras, no quiero renovar una discusión que yo ya había cerrado.

Voy a pedirte una cosa. Yo te hablo, en mi carta, de voces misteriosas que me aconsejan, y te pregunto si tú también las oyes. Debes oirías, Ramiro. Y si ellas no bastan para convencerte, cuando me escribas una carta, piensa en tu madre, piensa en lo que ella diría si las leyera, en la tristeza que le producirían tus ideas, a ella, que era mujer y que era buena.

A ella, a su recuerdo, al cariño que tú tienes por su memoria, yo le confío mi defensa.

¡Pobre madrecita tuya, madrecita nuestra que ya se fue, tú sí que vas a salvarme, porque tú, desde allá arriba, ves todos los esfuerzos que hago para ser una digna hija tuya!

Ramiro: tú eres bueno: piensa en tu madre, y luego de escucharla, puedes hacer de mí lo que quieras.

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