Capítulo 2
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja |
Una cena muy original |
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II | Pronto llegó el día en que se iba a cumplir la invitación La cena tuvo lugar en casa de Prosit a las seis y media de la tarde. La casa —la que Prosit había dicho que quedaba en la plaza— no era propiamente su casa, sino la de un viejo amigo suyo que no vivía en Berlín y le prestaba la casa siempre que éste lo deseaba. Estaba siempre a su disposición. Con todo, éste raramente la necesitaba. Algunos de los primeros banquetes de la Sociedad Gastronómica se habían realizado allí, hasta que se habían impuesto la mayor comodidad del hotel; comodidad, aspecto y localización. Prosit era muy conocido en el hotel; los platos se hacían seguir sus indicaciones. Su capacidad inventiva tenía tanta libertad allí como en su casa, con cocineros que o eran suyos o de algún miembro de la sociedad, o importados de algún restaurante; y no solo su habilidad tenía la misma amplitud de acción sino que también la ejecución de sus ideas era más rápida, mejor; se ponían en práctica con mayor eficiencia y más minuciosamente. En cuanto a la casa en donde vivía Prosit — nadie la conocía, ni a nadie le interesaba. Para algunos banquetes se utilizaba la casa de que he hablado, para líos amorosos tenía un pequeño apartamento; tenía un club — o mejor, dos clubes —, y se le veía muy a menudo en el hotel. La casa de Prosit, como he dicho, no la conocía nadie; que la tenía, además del lugar ya mencionado, y que vivía en ella, todo el mundo lo sabía. Pero acerca de dónde estaba la casa, de eso no tenía nadie la menor sospecha. Tampoco sabíamos con quien vivía. Fueran cuales fuesen los compañeros de su retiro, Prosit nunca había hecho ninguna alusión a ellos. Ni siquiera había dicho que existían. Esa era solamente la conclusión de nuestro razonamiento simple y natural sobre el asunto. Prosit había estado, eso sí lo sabíamos —aunque no recuerdo por intermedio de quién—, en las colonias —en África, o en la India, o en otro sitio—, y había ganado allá una fortuna de la cual vivía. Así, aunque se sabían cosas, el resto sólo el ocio podía investigarlo. El lector conoce ahora lo bastante sobre el estado de las cosas para dispensar otras observaciones, bien sobre el Presidente, bien sobre la misma casa. Por lo tanto, paso a la escena del banquete. La sala en donde había sido preparada la mesa del banquete era grande y larga, aunque no imponente. A los lados no había ventanas sino sólo puertas, que daban a varias salas. En el extremo, del lado que daba a la calle, había una ventana alta y ancha, espléndida, que parecía respirar ella misma el aire cuya entrada permitía. Ocupaba a gusto el espacio de tres ventanas grandes corrientes. Estaba dividida en tres partes por la propia estructura del marco. Aunque la sala era grande, esta ventana era suficiente; le daba aire y luz a todo; ningún rincón estaba privado de las cosas más naturales de la Naturaleza. En medio del comedor había sido colocada una mesa larga para el banquete; en el extremo de ésta estaba sentado el Presidente, de espaldas a la ventana. Yo, el que escribe, estaba sentado a su derecha, por ser el miembro más antiguo de la Sociedad. No tienen significado otros detalles. Éramos cincuenta y dos. La sala estaba iluminada por unos candelabros colocados sobre la mesa, tres en total. Debido a una hábil disposición de sus ornamentos, las luces estaban irregularmente concentradas sobre la mesa, dejando bastante en penumbra los espacios entre ésta y las paredes. Por el efecto, recordaba la disposición de luces sobre una mesa de billar. Pero como aquí este efecto no resultaba de igual modo, por un artificio cuyo designio estaba claro, lo que producía en el espíritu era, como mucho, una sensación de extrañeza respecto de las luces y del comedor. Si hubiese habido otras mesas a los lados, la sensación de penumbra entre ellas hubiera sido incómoda. Como había solo una mesa, esto no ocurría. Yo mismo sólo lo note más tarde, como verá el lector que me acompañe. Aunque yo, como todos los que allí estaban, había buscado por todas partes aspectos raros, no me fijé en éste. El modo como la mesa estaba puesta, arreglada, ornamentada, en parte no lo recuerdo y en parte no necesita recordarse. La diferencia que pudiera haber en relación con otras mesas de comedor era una diferencia dentro de la normalidad, no una diferencia debida a la originalidad. En este caso la descripción sería estéril e inútil. Los miembros de la Sociedad Gastronómica —cincuenta y dos, como dije — empezaron a llegar a las seis menos cuarto. Unos tres, recuerdo, llegaron solamente un minuto antes de la hora de la cena. Uno el último — llego cuando íbamos a sentamos a la mesa. En estas cosas, en esta parte de la sesión, como convenía entre artistas, se dejó a un lado todo ceremonial. Nadie se ofendió por esta llegada retrasada. Nos sentamos a la mesa con una contenida fiebre de expectación, de interrogación, de sospecha intelectual. Iba a ser, todos recordaban, una cena muy original. Cada uno había sido desafiado a descubrir en qué residía la originalidad de la cena. Éste era el punto difícil. ¿La originalidad estaba en algo no aparente, o en una cosa obvia? ¿Estaba en algún plato, en alguna salsa, en alguna disposición? ¿Estaba en un detalle trivial de la cena? ¿O estaba, a fin de cuentas, en el carácter general del banquete? Como es natural, puesto que estábamos todos en este estado de ánimo, todas las cosas posibles, todo lo que era vagamente posible, todo lo que era sensatamente improbable, imposible, era motivo de sospecha, de autointerrogación, de desorientación. ¿Estaría en eso la originalidad? ¿Era eso lo que contenía la broma? Así todos nosotros, los invitados, en cuanto nos sentamos para la cena, empezamos a investigar minuciosamente, curiosamente, los ornamentos y flores que estaban sobre la mesa, y no sólo eso, sino también los dibujos de los platos, la disposición de los cuchillos y tenedores, los vasos, las botellas de vino. Varios habían examinado ya las sillas. No pocos habían dado con aire de despiste, la vuelta a la mesa, a la sala. Uno había echado una mirada debajo de la mesa. Otro había palpado rápida y cuidadosamente la parte inferior de la misma. Un miembro de la Sociedad dejo caer la servilleta y se agachó mucho para cogerla, lo que hizo con dificultad casi ridícula; había querido ver, me lo dijo después, si no habría una trampilla que, en un momento dado del banquete se tragase, o sólo la mesa, o a nosotros y a la mesa juntos. Ahora no consigo recordar con precisión cuáles fueron mis suposiciones o conjeturas. Sin embargo, recuerdo claramente que eran bastante ridículas, de la misma especie de las que he referido respecto a los demás. Unas a otras se sucedieron en mi espíritu, por asociación, ideas fantásticas y extraordinarias. Todo era, al mismo tiempo, sugestivo e insatisfactorio. Bien considerado, todo contenía una singularidad (como cualquier cosa en cualquier sitio). Pero nada presentaba claramente, nítidamente, indudablemente, la señal de ser la clave del problema, la palabra escondida del enigma. El Presidente había desafiado a cualquiera de nosotros a descubrir la originalidad de la cena. Ante ese desafío, ante la capacidad de gastar bromas por la cual Prosit era famoso, nadie podría decir hasta dónde llegaba el embaucamiento, si la originalidad era ridículamente insignificante de propósito, si estaba escondida en una acumulación excesiva, o si consistía en no ser ninguna originalidad, lo que también era posible. Tal vez el estado de ánimo con el que los invitados en su totalidad — lo digo sin exageración- se sentaron para cenar una cena muy original. Se estaba atento a todas las cosas. La primera cosa que se notó fue que del servicio se encargaban cinco camareros negros. Sus rostros no se veían bien, no sólo por culpa del traje algo extravagante que vestían (que incluía un extraño turbante), sino también por la singularidad de la disposición de la luz, por la cual, como en las salas de billar, aunque no por el mismo artificio, la luz incidía sobre la mesa y dejaba todo alrededor en penumbra. Los cinco camareros negros estaban bien entrenados; no excelentemente, quizá, pero bien. Lo revelaban muchas cosas, perceptibles sobre todo por hombres como nosotros, que teníamos contacto con esa gente diariamente y de forma importante, debido a nuestro arte. Parecían haber sido muy buen entrenados, exteriormente, para una cena que era la primera que servían. Fue ésta la impresión que el servicio dejó en mi cerebro experimentado; pero, de momento, la rechacé, no viendo en ella nada extraordinario. No se encontraban camareros en cualquier parte. A lo mejor, pensé en ese momento, Prosit los había traído con él del sitio en donde había estado, en el extranjero. El hecho de no conocerlos no era razón para dudar de ello, porque, como he dicho, la vida más íntima de Prosit, así como el sitio en donde vivía, no eran de nuestro conocimiento; él los mantenía en secreto, por razones que probablemente tenía y que no nos competía investigar ni juzgar. Éstos fueron mis pensamientos respecto de los cinco camareros negros, cuando los vi. La cena había empezado. Nos intrigó aún más. Las particularidades que presentaba, vistas racionalmente, estaban tan desprovistas de significado que era en vano como se intentaba interpretarlas de la manera que fuese. Las observaciones que uno de los invitados hizo con humor, ya hacia el final de la cena, expresaban adecuadamente todo esto. — Lo único que mi atención y espíritu alerta consiguen ver aquí de original — dijo, con aire premeditadamente pomposo, un miembro titular — es, primero, que los que nos sirven son oscuros y están más o menos en la oscuridad, aunque seamos nosotros sin duda quienes así estamos; segundo, que esto, si significa algo, no significa nada. No veo en sitio alguno ninguna cosa dudosa, a no ser, en un sentido decente, el pescado. Estas observaciones, hechas con ánimo leve, fueron recibidas con aprobación, aunque su gracia fuese más que pobre. Sin embargo, todo el mundo había notado las mismas cosas. Pero nadie creía — aunque muchos no tuviesen ideas precisas — que la broma de Prosil consistiese en eso y nada más. Miraron al Presidente para ver si su rostro sonriente traicionaba algún sentimiento, alguna indicación de un sentimiento, algo; pero la sonrisa se mantenía, habitual e inexpresiva. Quizá se había vuelto ligeramente más amplia, quizá implicara un guiño cuando el titular había hecho aquellas observaciones, quizá se había hecho más maliciosa; pero no hay seguridad de ello. — En sus palabras — dijo Prosit finalmente al miembro de la Sociedad que había hablado — me agrada ver un reconocimiento inconsciente de mi habilidad para la ocultación, para hacer que una cosa parezca diferente de lo que es. Veo que las apariencias le han engañado. Veo que está usted lejos aún de conocer la verdad, la broma. Está lejos de adivinar en qué consiste la originalidad de la cena. Y puedo añadir que si hay algo dudoso, cosa que no niego, desde luego no es el pescado. ¡No obstante agradezco su elogio! — Y el Presidente hizo una venia burlona. — ¿Mi elogio? — Su elogio, porque no ha adivinado usted. Y, al no adivinar, proclama mi habilidad. ¡Se lo agradezco! La risa puso fin a este episodio. Mientras tanto yo, que había estado reflexionando durante todo el tiempo, llegué súbitamente a una extraña conclusión. Pues, mientras meditaba en las razones de la cena, recordando las palabras de la invitación y el día en que había sido hecha, me acordé súbitamente de que la cena era considerada por todos como resultado de una discusión del Presidente con los cinco gastrónomos de Frankfurt. Recordé las expresiones de Prosit en aquel entonces. Éste había dicho a los cinco muchachos que estarían presentes en su cena, que contribuirían a la misma "materialmente". Era ésta la palabra exacta que había empleado. Pero esos cinco jóvenes no estaban entre los invitados... En ese momento la visión de los cinco camareros negros me hizo acordarme de ellos inmediatamente por el hecho de que eran cinco. El descubrimiento me sobresaltó. Miré a los sitios donde estaban para ver si su mirada traicionaba algo. Pero los rostros, también oscuros, estaban en la oscuridad. Fue en ese momento cuando noté la extremada pericia con que la disposición de las luces lanzaba toda la claridad de éstas sobre la mesa, dejando el resto de la sala, por comparación, en la oscuridad, especialmente a la altura, a partir del suelo, a la que estaban las cabezas de los cinco camareros encargados del servicio. Por extraño, por desconcertante que el caso fuese, dejé de tener dudas. Tenía la seguridad absoluta de que los cinco muchachos de Frankfurt se habían transformado, para la ocasión, en los cinco camareros negros que servían la cena. La completa incredibilidad de toda la historia me hizo titubear por algún tiempo, pero mis conclusiones estaban demasiado bien sacadas, eran demasiado obvias. No podía ser sino lo que yo había descubierto. Me acordé inmediatamente de que, unos cinco minutos antes, en el mismo banquete, habiendo los camareros negros llamado naturalmente la atención, uno de los miembros de la Sociedad, Herr Kleist, un antropólogo, había preguntado a Prosit de qué raza eran (por no conseguir de forma alguna verles los rostros), y de dónde los había traído. La contrariedad que el Presidente había demostrado pudo no haber sido absolutamente manifiesta; con todo, la vi claramente, perfectamente, si bien mi atención no tenía aún el estímulo del descubrimiento que hice después. Pero había visto la confusión de Prosit y quedé intrigado. Poco después — como había notado inconscientemente —, cuando uno de los camareros presentó la fuente a Prosit, este dijo algo en voz baja; el resultado de ello fue que los cinco “negros” retrocedieron más hacia la sombra, exagerando tal vez la distancia, en opinión de quien prestase atención a la estratagema. El temor del Presidente era, por supuesto, absolutamente natural. Un antropólogo como Herr Kleist, una persona familiarizada con las razas humanas, con sus tipos, con sus características faciales, revelaría en seguida, forzosamente, la impostura si les viese los rostros. La externa inquietud de Prosit ante la pregunta; ese era el motivo de la orden que dio a los camareros para que se mantuvieran en la oscuridad. Cómo se hurtó a la pregunta, ya no lo recuerdo; sospecho, con todo, que lo hizo declarando que los camareros no eran suyos y afirmando que ignoraba a qué raza pertenecían y la forma en que habían llegado a Europa. Al dar esta respuesta, sin embargo, estaba, como ya he advertido, muy poco a gusto; sin duda por temor a que Herr Kleist pudiese, de repente, desear examinar a los negros para ver cuál era la raza. Pero es obvio que, de no haber negado que le pertenecían, no podía haber dicho “esta raza” o “aquella otra”, pues, siendo lego en cuestión de razas, y sabiendo que lo era, podía aventurar un tipo cuyas características más elementales, por ejemplo la estatura, estuviese en franca contradicción con la de los cinco camareros negros. Recuerdo vagamente que, después de esa respuesta, Prosit la había disimulado con algún incidente, desviando la atención hacia la cena, o hacia la gastronomía —hacia algo, no recuerdo que, que no era los camareros. La sazón refinada de los platos, la novedad superficial de su presentación — cosas legítimas en el Presidente como artista culinario, aparte el objetivo de la cena—, ésas eran las que yo consideraba cosas insignificantes hechas de propósito para desviar la atención, tan manifiesto era, en mi opinión, su carácter de mezquindad absurda, de flagrante poquedad, de voluntario anticonvencionalismo. Puedo añadir que nadie, tras haberla examinado, las consideró importantes. El hecho en sí, es cierto, era excesivamente, inexpresablemente extraño; tanta más razón, me dije a mí mismo, para que revelase la originalidad de Prosit. Era de hecho intrigante, reflexioné, que se hubiera realizado. ¿Cómo? ¿Cómo podían cinco muchachos absolutamente hostiles al Presidente ser convencidos, entrenados, obligados a hacer el papel de camareros en una cena, cosa repugnante a todos los hombres de cierta condición social? Era una cosa que causaba un sobresalto grotesco, como un cuerpo de mujer con cola de pez. Producía en el espíritu la sensación de que el mundo estaba boca abajo. En cuanto a que fuesen negros, se explicaba fácilmente. Prosit no podía, obviamente, presentar los cinco jóvenes a los miembros de la Sociedad con sus propios rostros. Era natural que utilizase el vago conocimiento, que sabia que teníamos, del hecho de que había estado en las colonias para encubrir la broma de su negritud. La pregunta torturante era cómo lo había hecho; y eso sólo Prosit podría revelarlo. Podía entender — y, con todo, no muy bien — que un hombre hiciese el papel de camarero para un gran amigo y por broma, y como un enorme favor. ¡Pero en este caso! Cuanto más reflexionaba, más extraordinario parecía el caso, pero, al mismo tiempo, con todas las pruebas que tenía, dado el carácter del Presidente, lo más probable, lo más acertado era que la broma de Prosit residiera en ellos. ¡Bien podía desafiarnos a descubrir la originalidad del banquete! La originalidad que yo había descubierto no residía, es cierto, propiamente en la cena; sino en los camareros, en algo relacionado con la cena. En este punto de mi razonamiento me asombré de no haber visto eso antes: que debiéndose el banquete a los cinco muchachos (como ahora se sabía), no podía dejar de incidir en ellos, como venganza, y, al incidir en ellos, no podía obviamente recaer en cosa más directamente relacionada con la cena que los camareros. Estos argumentos, estos razonamientos, que he presentado en algunos párrafos, me pasaron por la mente en pocos minutos. Estaba convencido, confuso, satisfecho. La claridad racional del caso alejó de mi espíritu su naturaleza extraordinaria. Examiné el caso lúcidamente, minuciosamente. La cena había llegado casi a su fin, sólo faltaba el postre. Decidí, para que mi capacidad fuese reconocida, contarle a Prosit mi descubrimiento. Reconsideré que no podía equivocarme, no podía estar cometiendo un error; la extrañeza del caso, tal como lo concebía, lo transformaba en certidumbre. Por fin, me incliné hacia Prosit y dije en voz baja: — Prosit, amigo mío, he descubierto el secreto. Estos cinco negros y los cinco muchachos de Frankfurt... — ¡Ah! Ha adivinado usted que hay una relación entre ellos — dijo esto medio burlón, medio dudoso, pero comprendí que estaba molesto e irritado por la sagacidad de mi razonamiento, que no esperaba. Se quedó un poco molesto y me miró con atención. Y pensé, “Tengo razón”. — Claro — repliqué —, son ellos cinco. De eso no me cabe duda. ¿Pero cómo demonios lo ha conseguido? — Por la fuerza bruta, querido amigo. Pero no diga nada a los demás. — Claro que no. Pero por la fuerza bruta, ¿cómo, mi querido Prosit? — Bueno, es un secreto. No puedo decirlo. Es un secreto tan grande como la muerte. — ¿Pero cómo consigue tenerlos tan tranquilos? Estoy asombrado. ¿No escapan ni se rebelan? El Presidente tuvo una convulsión de risa interior. — No hay que temer tal cosa — dijo guiñando el ojo, de una manera más que significativa —. No pueden escapar. No pueden. Es absolutamente imposible. —Y me miró tranquilamente, astutamente, misteriosamente. Hasta que se llegó al final de la cena —no, al final de la cena no, otra singularidad, aparentemente dirigida al mismo objetivo —, cuando Prosit propuso un brindis. Todo el mundo quedó asombrado con este brindis, hecho justo después del último plato y antes del postre. Todos se sorprendieron, excepto yo, que veía en ello otra excentricidad, sin sentido, para desviar la atención. No obstante, se llenaron todos los vasos. Mientras se llenaban, se alteraron enormemente los modales del Presidente. Se movía en la silla con gran agitación con el ardor de un hombre que quiere hablar, de alguien que tiene que revelar un gran secreto, que tiene que hacer una gran revelación. Esta conducta fue inmediatamente advertida. —Prosit tiene alguna broma que revelar: la broma. ¡Es el auténtico Prosit! ¡Vamos allá, Prosit! A medida que se acercaba el momento del brindis, el Presidente parecía enloquecer de agitación; se movía en la silla, se retorcía, fruncía la frente, sonreía, hacía muecas, reía sin sentido y sin parar. Todos los vasos estaban llenos. Todo el mundo estaba preparado. Se hizo un profundo silencio. En la tensión del momento, recuerdo que oí los pasos de dos personas en la calle y que me irritaron dos voces —una de hombre, otra de mujer— que conversaban en la plaza allá abajo. De tal forma me concentré, que dejé de oírlas. Prosit se lavantó; o mejor, dio un salto, tirando casi la silla — Señores — dijo —, voy a revelar mi secreto, la broma, el desafío. Es muy divertido. ¿Saben ustedes que dije a los cinco muchachos de Frankfurt que estarían presentes en el banquete, que colaborarían de la forma más material? Ahí está el secreto, en eso mismo. El Presidente hablaba nerviosamente, incoherentemente, con prisa de llegar al punto fundamental. — Señores, eso es todo lo que tengo que decir. Y ahora el primer brindis, el gran brindis. Se refiere a mis cinco pobres rivales... Porque nadie ha adivinado la verdad, ni siquiera Meyer (que soy yo); ni siquiera él. El Presidente hizo una pausa; después, levantando la voz con un grito: — Bebo — dijo — a la memoria de los cinco jóvenes de Frankfurt, que han estado presentes en cuerpo en esta cena y han contribuido a ella de la forma más material. Y ojeroso, salvaje, completamente loco, señaló con un nervioso dedo los restos de carne que estaban en la fuente que había ordenado dejar sobre la mesa. Tan pronto como pronunció estas palabras, un horror inexpresable cayó sobre todos nosotros con un frío espantoso. De momento todos quedaron aplastados por la impensable revelación. En la intensidad del horror, en su silencio, parecía que nadie había oído, que nadie había comprendido. La locura superior a todos los sueños era horrible en la cruda realidad. Se abatió sobre todos un silencio que duró un momento, pero que por el sentimiento, por el significado, por el horror, pareció durar siglos, un silencio como nunca se soñó ni pensó. No me imagino la expresión de cada uno, de todos nosotros. Pero aquellos rostros debieron tener un aspecto que jamás existió en visión alguna. Esto ocurrió durante un momento; corto, desgastador, profundo. Mi propio horror, mi propia conmoción no pueden describirse. Todas las expresiones divertidas y las implicaciones mal intencionadas que, de forma natural, había relacionado inocentemente con mi teoría de los cinco camareros negros, revelaba ahora su significado más profundo, más horrible. Todo el secreto malicioso, toda la indecencia de la voz de Prosit; todo eso que ahora surgía a su verdadera luz me estremecía y me sacudía con un temor indecible. La propia intensidad de mi terror parecía impedir que me desvaneciera. Durante un momento yo, como los demás, pero con un temor más grande y con más razón, me recosté en la silla y miré a Prosit con un horror que no puede expresarse con palabras. Fue así durante un momento, durante un momento y no más. Después, exceptuando a los más débiles, que se habían desmayado, todos los invitados, fuera de sí con una furia justa e incontenible, se precipitaron encarnizadamente sobre el caníbal, sobre el loco autor de esa hazaña más que horrible. Debió de ser, para el simple espectador, una escena horrible ver a esos hombres bien educados, bien vestidos, refinados, medio artistas, animados de una furia peor que la de los animales. Prosit era un loco, pero en aquel momento también nosotros estábamos locos. No tenía posibilidad alguna contra nosotros, absolutamente ninguna. De hecho, en ese momento, estábamos más locos que él. Incluso uno solo de nosotros, con la furia que sentíamos, habría bastado para castigar horriblemente al Presidente. Yo mismo, antes que todos, le di un puñetazo al criminal, con una ira tan horrible que parecía venir de otra persona, y aún ahora lo parece, pues el recuerdo que tengo es el de una escena vista imprecisamente, de algo que no puede haber sido verdad. Cogí la jarra de vino que estaba cerca de mí y la tiré, con terrible exaltación de ira, a la cabeza de Prosit. Le dio de lleno en la cara, mezclando sobre ella sangre y vino. Soy manso, sensible, aborrezco la sangre. Al pensar en ello ahora, no consigo entender cómo me fue posible llevar a cabo un acto que, para mi habitual manera de ser, era, aunque justo, de una tan horrible crueldad, pues, sobre todo por la pasión que lo inspiró, fue un acto cruel, muy cruel. ¡Qué grandes debieron ser entonces mi furia y mi locura! ¡Y qué grandes las de demás! ¡Por la ventana! gritó una voz terrible — ¡Por la ventana! — chilló un coro formidable. Y fue característico de la brutalidad del momento que la manera de abrir la ventana fue romperla completamente. Alguien le metió un hombro con fuerza y estrelló la parte central (ya que la ventana estaba dividida en tres) abajo en la plaza. Más de una docena de manos animales cayeron ansiosamente, disputando, sobre Prosit, cuya locura estaba estremecida por un miedo inexpresable. Con un movimiento nervioso, lo lanzaron contra la ventana, pero no la atravesó, porque consiguió agarrarse a una de las divisiones del marco. De nuevo lo agarraron aquellas manos, más nerviosamente, más brutalmente, mas selváticamente. Y con una hercúlea conjunción de fuerzas, con un orden, con una combinación perfectamente diabólica en un momento así, balancearon al Presidente en el aire y lo soltaron con incalculable violencia. Con un golpe seco, que habría trastornado a los más fuertes pero que trajo la tranquilidad a nuestros corazones ansiosos y expectantes, el Presidente cayó en la plaza, cerca de un metro y medio más allá de la acera. Después nadie intercambió ni una palabra, ni una serial; encerrado cada uno en el horror de sí mismo, salimos de aquella casa. Una vez afuera, pasados la furia y el horror que hacían que todo aquello pareciese un sueño, experimentamos el horror inenarrable de encontrarnos de nuevo con la normalidad. Todos sin excepción se sintieron mal, y muchos se desmayaron. Yo me desvanecí justo en la puerta. Los cinco camareros negros de Prosit — eran realmente negros, piratas asiáticos de una tribu asesina y abominable — que, al comprender lo que ocurría, se habían escapado durante la lucha, fueron capturados — todos excepto uno —. Parece que, para la consumación de su gran broma, Prosit había despertado poco a poco en ellos, con una habilidad perfectamente diabólica, el brutal instinto que dormía en la civilización. Habían recibido orden de permanecer lo más lejos posible de la mesa en sitios oscuros, por culpa del miedo ignorante y criminal que Prosit le tenía a Herr Kleist, el antropólogo que, por lo que Prosit sabía de su ciencia, podría haber conseguido ver en los rostros negros los estigmas maliciosos de su criminalidad. Los cuatro capturados fueron bien y justamente castigados. |
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