Capítulo 1
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Una cena muy original |
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I | ||
Fue durante la decimoquinta sesión anual de la Sociedad Gastronómica de Berlín cuando el presidente, Herr Prosit, hizo a sus miembros la famosa invitación. La sesión era por supuesto un banquete. A los postres se había engendrado una enorme discusión sobre la originalidad en el arte culinario. La época era mala para todas las artes. Estaba en decadencia la originalidad. También en la gastronomía había decadencia y debilidad. Todos los productos de la cuisine que se llamaban “nuevos” no eran mas que variantes de datos ya conocidos. Una salsa diferente, un modo levemente distinto de condimentar o sazonar — así se distinguía el plato mas reciente del que existía antes —. No había verdaderas novedades. Había tan solo innovaciones. Todas estas cosas se lamentaron durante el banquete con clamor unánime, en variados tonos y con diversos grados de vehemencia. Si bien había en la discusión calor y convicción, se hallaba entre nosotros un hombre que, aunque no era el único que estaba en silencio, sí era, sin embargo, el único cuyo silencio se hacía notar, pues de él, más que de todos, sería de esperar que interviniese. Este hombre era, evidentemente, Herr Prosit, que presidía la Sociedad y esta reunión. Herr Prosit fue el único que no mostró interés por la discusión; su actitud no implicaba desatención, sino solo el deseo de guardar silencio. Se echaba de menos la autoridad de su voz. Estaba pensativo, él, Prosit; estaba callado — él, Prosit; estaba serio —, él Wilhelm Prosit, presidente de la Sociedad Gastronómica. El silencio de Herr Prosit fue, para la mayoría de los hombres, algo extraño. Parecía (valga la comparación) una tempestad. El silencio no era su esencia. Permanecer callado no era su naturaleza. Y, tal como una tempestad (para mantener la comparación), si alguna vez guardaba silencio, era un descanso y un preludio de una explosión mayor que todas. Esta era la opinión que había sobre él. El Presidente era un hombre notable bajo numerosos aspectos. Era un hombre alegre y sociable, pero siempre con una vivacidad anormal, con un comportamiento ruidoso que parecía revelar una disposición permanentemente antinatural. Su sociabilidad parecía patológica; su ingenio y sus bromas, aunque no parecían en modo alguno forzados, parecían empujados desde dentro por una facultad del espíritu que no era la facultad del ingenio. Su amor parecía falso, su agitación naturalmente postiza. En compañía de los amigos — y tenía muchos — mantenía una corriente constante de diversión, todo él era alegría y risa. Sin embargo, es de notar que este hombre extraño no revelaba en los rasgos habituales del rostro una expresión de diversión o alegría. Cuando dejaba de reír, cuando se olvidaba de sonreír, parecía caer por el contraste que el rostro traicionaba, en una seriedad que no era natural, algo hermanada con el dolor. Si ello era debido a una fundamental infelicidad de su carácter, o a un disgusto de su vida pasada, o a cualquier otra enfermedad del espíritu, yo, que cuento esto, no sabría decirlo. Además, esta contradicción de su carácter, o, por lo menos, de sus manifestaciones, no las notaba mas que el observador atento, los demás no las veían, ni había necesidad de que lo hicieran. Así como de una noche de tormentas, que se siguen unas a otras con intervalos, un testigo dice que toda la noche fue una noche de tormenta, olvidando las pausas entre los periodos de violencia y clasificando la noche por la característica que más le impresionó, del mismo modo, siguiendo una tendencia de la humanidad, se decía que Prosit era un hombre alegre, porque lo que más llamaba la atención en él era el ruido que hacía al manifestar su buen humor, el estrépito de su alegría. En la tormenta, el testigo olvida el profundo silencio de las pausas. En este hombre olvidábamos fácilmente, ante su risa salvaje, el silencio triste, el peso taciturno de los intervalos de su naturaleza social. El rostro del Presidente, lo repito, poseía también, y traicionaba, esta contradicción. Le faltaba imaginación a aquel rostro que reía. Su perpetua sonrisa parecía la mueca grotesca de aquellos en cuyo rostro da el sol; en aquellos, la contracción natural de los músculos ante una luz fuerte; en éste, una expresión perpetua, extremadamente antinatural y grotesca. Se comentaba (entre quienes sabían cómo era) que había escogido una vida animada para escapar a una enfermedad de los nervios o, como mucho, a una morbosidad familiar, pues era hijo de un epiléptico y tenía como antepasados, por no mencionar a muchos libertinos ultra extravagantes, a varios neuróticos inconfundibles. Quizá el mismo fuese un enfermo de los nervios. Pero de esto no hablo con ninguna seguridad. Lo que puedo presentar como verdad indudable es que a Prosit lo trajo a la sociedad de que estoy hablando un joven oficial, también amigo mío y un tipo divertido, que lo había descubierto por ahí, habiéndole parecido muy graciosas algunas de sus bromas. Esta sociedad en la que Prosit se movía — era, a decir verdad, una de esas dudosas sociedades marginales, que no son raras, formadas por elementos de clases altas y bajas en una curiosa síntesis comparable a una transformación química, pues muchas veces tienen un carácter nuevo, propio, diferente del de sus elementos. Ésta era una sociedad cuyas artes —tienen que llamarse artes— eran comer, beber y hacer el amor. Era artística, sin duda. Era grosera, aún con menos duda. Y reunía estas cosas sin disonancia. De este grupo de personas, socialmente útiles, humanamente nada, era Prosit el jefe, porque era el más grosero de todos. Es obvio que no puedo entrar en la psicología, simple pero intrincada, de este caso. No puedo explicar aquí la razón que había conducido a escoger al jefe de esta sociedad entre su camada inferior: a lo largo de toda la literatura se ha gastado mucha sutileza, mucha intuición, en casos como éste. Son manifiestamente patológicos. Poe, creyendo que se reducen a uno solo, dio a los complejos sentimientos que los inspiran el nombre general de perversidad. Pero estoy contando este caso, y no otros. El elemento femenino de la sociedad provenía, hablando en términos convencionales, de abajo; el elemento masculino, de arriba. El pilar de esta combinación, el guión de este compuesto — o mejor dicho, el agente catalizador de esta transformación química, era mi amigo Prosit. Los centros, los lugares de reunión de la socicdad eran dos: un determinado restaurante o el respetable hotel X, según fuese la fiesta una orgía vacía de ideas, o una sesión casta, masculina, artística, de la Sociedad Gastronómica de Berlín. En cuanto a la primera, es imposible intentar describirla; no es siquiera posible una sugerencia que no raye en la indecencia. Creo que era sobre todo debido a esto por lo que anormalmente; su influencia rebajaba el designio de los más bajos deseos de sus amigos. En cuanto a la Sociedad Gastronómica, esa era mejor; representaba el lado espiritual de las aspiraciones concretas de aquel grupo. Acabo de decir que Prosit era grosero. Es verdad: era grosero. Su exuberancia era grosera, su humor se manifestaba groseramente. Informo de todo ello con cuidado. No escribo una alabanza ni una calumnia. Estoy describiendo un personaje lo más rigurosamente que puedo. Tal como lo permite la visión de mi espíritu, sigo las huellas de la verdad. Pero Prosit era grosero, de eso no hay duda. Pues incluso en la sociedad en la que, por estar en contacto con elementos socialmente elevados, se veía a veces forzado a vivir, no perdía mucho de su brutalidad innata. Se entregaba a ella semiconscientemente. Sus bromas no siempre eran inofensivas o agradables; eran casi todas groseras, si bien que, para los que eran capaces de apreciar lo esencial de tales exhibiciones, fuesen lo bastante divertidas, lo bastante ingeniosas, lo bastante bien imaginadas. El mejor aspecto de esta falta de educación era su carácter impulsivo, su ardor. Pues el Presidente se empeñaba con ardor en todas las cosas en las que se metía, especialmente en empresas culinarias y líos amorosos; en las primeras era un poeta del sabor, con una imaginación que aumentaba día a día; en los otros, la bajeza de carácter se revelaba siempre en su aspecto más horrible. Con todo, no podía dudarse de su ardor ni de la impulsividad de su alegría. Arrastraba a los demás por la violencia de su energía, les insuflaba ardor, les fortalecía los impulsos sin darse cuenta de que lo hacía. Pero su ardor era para sí mismo, era una necesidad orgánica, no tenía por objeto una relación con el mundo exterior. Es verdad que este ardor no se aguantaba mucho tiempo; pero, mientras duraba, su influencia era un ejemplo, aunque inconsciente, era inmensa. Pero nótese que, si el Presidente era ardiente, impulsivo, grosero y rudo en el fondo, era, con todo, un hombre que nunca se enfadaba. Nunca. Nadie conseguía enfurecerlo. Además, de eso, siempre estaba dispuesto a agradar, siempre pronto a evitar una discusión. Parecía estar siempre deseoso de que todo el mundo se llevase bien con él. Era curioso observar como reprimía su ira, como la dominaba con una firmeza que nadie creería que existiese en él, mucho menos quien lo conocía como impulsivo y ardiente, sus amigos más íntimos. Creo que era sobre todo debido a esto por lo que Prosit era tan apreciado. De hecho, quizá teniendo en cuenta que era grosero, brutal, impulsivo, pero que nunca se portaba con brutalidad por razones de furia o agresividad, nunca era impulsivo por enfado; quizá nosotros, teniendo todo esto en cuenta inconscientemente basáramos en ello su amistad. Además, estaba el hecho de que siempre se hallaba dispuesto a agradar y a ser amable. En cuanto a su grosería, entre hombres eso tenía poca importancia, pues el Presidente era un buen compañero. Es obvio, por lo tanto, y ahora, que el atractivo (por así decir) de Prosit residía en esto: no era susceptible a la ira, deseaba sinceramente agradar, había una fascinación especial en su exuberancia grosera, quizá incluso, en última instancia, también en la intuición inconsciente del leve enigma que él mismo era. ¡Basta! Mi análisis de la figura de Prosit, quizá excesiva en detalles, es como todo deficiente; porque, según creo, le faltan o han quedado sin relieve los elementos que permiten una síntesis final. Me aventuré en dominios que superan mi capacidad, que no iguala la claridad del deseo. Por eso no diré nada más. Con todo, una cosa permanece en la superficie de todo lo que he dicho: el aspecto externo del personaje del Presidente. Queda claro que, sean cuales fueren los designios imaginables, Herr Prosit era un hombre alegre, un tipo extraño, un hombre habitualmente alegre, que impresionaba a los demás hombres con su alegría, un hombre prominente en su sociedad, un hombre que tenía muchos amigos. Como daban el tono de la sociedad de hombres en que vivía, es decir, como creaban ambiente, sus tendencias groseras desaparecían por ser excesivamente obvias, pasaban gradualmente al dominio del inconsciente, no se notaban, terminaban por ser imperceptibles. La cena había llegado a su fin. La conversación aumentaba, en el numero de los que hablaban, en el ruido de sus voces combinadas, discordantes, entremezcladas. Prosit seguía callado. El principal orador, el Capitán Greiwe discurseaba líricamente. Insistía en la falta de imaginación (así la llamaba) improductiva de los modernos platos. Se entusiasmó. En el arte de la gastronomía, observó, eran siempre necesarios nuevos platos. Era estrecha su manera de ver, restringida al arte que conocía. Argumentó de manera equivocada, dio a entender que sólo en la gastronomía tenía valor dominante la novedad. Y esto puede haber sido una forma sutil de decir que la gastronomía era la única ciencia y el único arte. — ¡Bendito arte — gritó el Capitán —, cuyo conservadurismo es una revolución permanente! De éste podría decir — continuó — lo que Schopenhauer dice del mundo, que se mantiene por su propia destrucción. — Y usted, Prosit — dijo un miembro que estaba sentado en la extremidad de la mesa, al notar el silencio de Prosit—. ¡Usted, Prosit, no ha dado aún su opinión! ¡Diga usted algo, hombre! ¿Esta distraído? ¿Está melancólico? ¿Está enfermo? Todo el mundo miró al Presidente. El Presidente les sonrió a su manera habitual, maliciosa, misteriosa, medio sin humor. Pero esta sonrisa tenía un significado: prenunció de algún modo la extrañeza de las palabras del Presidente. El Presidente rompió el silencio que se había hecho para la respuesta que se aguardaba. — Tengo una propuesta que hacer, una invitación — dijo-¿Me conceden su atención? ¿Puedo hablar? Cuando dijo esto, el silencio pareció hacerse más profundo. Todos los ojos se volvieron hacia él. Todas las acciones y gestos se pararon en donde estaban, porque la atención se extendió a todos. — Señores — empezó Herr Prosit —, voy a invitarlos a una cena. Afirmo que nunca habrán ido a ninguna semejante. Mi invitación es simultáneamente un desafío. Después lo explicaré. Hubo una ligera pausa. Nadie se movió, excepto Prosit, que apuró un vaso de vino. — Señores — repitió el Presidente, de una forma elocuentemente directa — , mi desafío a cualquier hombre reside en el hecho de que dentro de diez días daré un nuevo género de cena, una cena muy original. Considérense invitados. Murmullos pidiendo una explicación, preguntas, llovieron de todas partes. ¿Por qué ese género de invitación? ¿Qué había querido decir? ¿Qué había propuesto? ¿Por qué esa oscuridad de expresión? Hablando claramente, ¿cuál había sido el desafío que había hecho? — En mi casa — dijo Prosit —, en la plaza. — Bien. — ¿Va a trasladar a su casa el lugar de reunión de la sociedad? — preguntó un miembro. — No; es solo para esta ocasión. — ¿Y va a ser algo así tan original, Prosit? — preguntó obstinadamente un miembro, que era curioso. — Muy original. Una novedad absoluta. — ¡Bravo! — La originalidad de la cena —dijo el Presidente, como quien habla después de reflexionar — no está en lo que tiene o parece, sino en lo que significa, en lo que contiene. Desafío a cualquier hombre de los que aquí están (y, para el caso, podría decir cualquier hombre en cualquier parte) a que diga, después de terminada, en qué es original. Les aseguro que nadie lo adivinará. Éste es mi desafío. Quizá hayan pensado que era que ninguno de ustedes podría dar un banquete más original. Pero no, no es eso; es lo que he dicho. Como ven, es mucho más original. Es más original de lo que pueden esperar. — ¿Podemos saber— preguntó un miembro— el motivo de su invitación? — Me obligaron a ello — explicó Prosit, y había una expresión sarcástica en su mirada decidida — por una discusión que tuve antes de la cena. Algunos de mis amigos aquí presentes habrán oído la disputa. Pueden informar a los que quieran saber que paso. Mi invitación está hecha. ¿La aceptan? — ¡Claro! ¡Claro! — fue el grito que se oyó desde todos los puntos de la mesa. El Presidente inclinó la cabeza, sonrió; absorto en la diversión que le producía alguna vision interior, recayó en el silencio. Cuando Herr Prosit terminó su asombroso desafío e invitación, las conversaciones a que se entregaron separadamente los miembros, recayeron sobre su verdadero motivo. Algunos eran de la opinión de que se trataba de una broma mas del Presidente; otros que Prosit deseaba afirmar una vez más su habilidad culinaria, lo que era racionalmente gratuito, aunque agradable para la vanidad de cualquier hombre en su arte, puesto que (decían ellos) nadie se la había discutido. Otros aun estaban seguros de que la invitación había sido realmente hecha por culpa de ciertos muchachos de la ciudad de Frankfurt entre los cuales y el Presidente había una rivalidad en cuestiones de gastronomía. Pronto se comprobó, como verán los que lean esto, que la finalidad del desafío era de hecho la tercera; esto es, el fin inmediato, pues, como el Presidente era un ser humano muy original, su convite tenía rasgos psicológicos de las tres intenciones que se le habían imputado. La razón por la que no se creyó inmediatamente que la verdadera razón de Prosit para el convite había sido la disputa (como él mismo había dicho), fue que el desafío era demasiado vago, demasiado misterioso para surgir como una venganza y nada más. Al final, con todo, tuvo que creerse. La discusión que el Presidente había mencionado (dijeron los que lo sabían) había tenido jugar entre él y cinco muchachos de la ciudad de Frankfurt. Estos no tenían particularidad alguna salvo que eran gastrónomos; ese era, según creo, el único título que podía justificar nuestra atención. Había sido larga la discusión. Por lo que recuerdo, insistían los muchachos en que un plato que uno de ellos había inventado, o una cena que había dado, era superior a un acto gastronómico del Presidente. En torno a esto se había engendrado la disputa; alrededor de este centro la araña de la discordia había tejido rápidamente su tela. La discusión había sido encendida por parte de los muchachos; suave y moderada por parte de Prosit. Era su costumbre, como he dicho, no ceder nunca a la furia. Sin embargo, en esta ocasión casi se había enfadado por el calor de las respuestas de sus antagonistas. Pero se mantuvo tranquilo. Se pensó, ahora que esto se sabía, que el Presidente iba a gastarles alguna broma gigantesca a los cinco muchachos, que iba a vengarse, según su costumbre, de aquel violento altercado. Por ello, pronto fue grande la expectación; empezaron a correr rumores de una jugarreta excéntrica, historias de una venganza de notable originalidad. Ante el caso y el hombre, estos rumores se justificaban, se construían alocadamente sobre la verdad. Todos ellos, más tarde o más temprano, llegaran Prosit; pero este, al oírlos, meneaba la cabeza, y, aunque pareciese hacerle justicia a la intención, lamentaba su tono grosero. Nadie lo adivinarla, decía él. Era imposible, decía, que alguien acertase. Era todo una sorpresa. Conjeturas, adivinanzas, hipótesis, eran ridículas e inútiles. Estos rumores, por supuesto, surgieron más tarde. Volvamos a la cena en que se hizo el convite. Había terminado. Íbamos al salón de fumar cuando pasamos junto a cinco muchachos, de aspecto bastante refinado, que saludaron a Prosit con cierta frialdad. — Ah, amigos míos — explicó el Presidente volviéndose hacia nosotros —, éstos son los cinco jóvenes de Frankfurt que he derrotado en una competición de asuntos gastronómicos... — Usted sabe muy bien que no creo que nos haya derrotado — contestó secamente uno de los muchachos, con una sonrisa. — Bueno, dejemos las cosas como están, o como estaban. De hecho, amigos míos, el desafío que acabo de hacer a la Sociedad Gastronómica — nos señaló con un amplio gesto — tiene un alcance mucho mayor y una naturaleza mucho más artística. Se lo explicó a los cinco. Le escucharon lo más indelicadamente que pudieron. — Cuando hice ese desafío, ahora mismo, estaba pensando en vosotros. — ¿Ah sí? ¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso? — ¡Ah! ¡Pronto lo veréis! La cena es dentro de dos semanas, el día diecisiete. — No queremos saber la fecha. No lo necesitamos. — No, ¡tenéis razón! — se rio entre dientes el Presidente — No lo necesitáis. No será necesario. Sin embargo — añadió — estaréis presentes en la cena. — ¿Qué? — gritó uno de los muchachos. De los demás, unos hicieron una mueca, otros clavaron en él la mirada. El Presidente respondió con una mueca. — Si, y contribuiréis a ella de la forma más material. Los cinco muchachos manifestaron fisonómicamente su duda en cuanto a ello y su desinterés hacia el asunto. — ¡Que sí, que sí! — dijo el Presidente, mientras ellos se alejaban — Cuando digo una cosa, la hago, y digo que estaréis presentes en la cena, digo que contribuiréis a que sea apreciada. Esto lo dijo en un tono de desprecio tan evidente y directo que los muchachos se enfadaron y echaron a correr escaleras abajo. El último se volvió. — Estaremos allí en espíritu, quizá — dijo —, pensando en su fracaso —No, estaréis allí bien presentes. Estaréis allí en cuerpo, os lo aseguro. No os preocupéis con ello. Dejad el asunto en mis manos. Un cuarto de hora después, cuando todo hubo acabado, bajé las escaleras con Prosit. — ¿Piensa usted que conseguirá obligarlos a asistir, Prosit? pregunté mientras se ponía el abrigo. — Por supuesto — dijo él—. Tengo la seguridad. Salimos juntos —Prosit y yo— y nos separamos a la puerta del hotel. |
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