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Luis Antón del Olmet

"La risa del fauno"

Capítulo 3: Martes

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La risa del fauno
Martes

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Martes

 

Todavía Rosa tuvo una nueva insidia irritante:

—Pues, hija, que te haga buen provecho. Pero trabajo te costó. Anda, que bien te has metido por sus ojos. Así, cualquiera...

Y se metió en la cama y apagó la luz. En la sombra, bajo el embozo de la sábana, Laura ocultaba una sonrisa gozosa, cruel, mortificante.

Durante la cena, de sobremesa y a la hora de acostarse, no tuvo Rosa otra tarea que derramar su veneno y su bilis. Laura le había llamado víbora desdeñada. Rosa había replicado con un desatino. A poco más, se tiran del moño como dos mujerzuelas. Y todo por el hombre, por el macho, como había dicho Rosa llena de ira, con los ojos inyectados de sangre, ¡por el macho!

«¿Quién hacía caso de semejantes cóleras? ¡Pobre! Tenía razón. Había sido vencida de una manera rotunda, absoluta, para siempre — pensaba Laura, mientras dejaba hundir su cabeza en la blanda almohada—. ¡Pobre! Había creído que Miguel...¡Infeliz! Se había figurado que Miguel..., pero ¡ca!; Miguel había estado aquella tarde muy claro y terminante. Cuando salieron por la carretera fue junto a Rosa, y con ella sostuvo la charla, una charla trivial, sobre cosas insustanciales. Pero luego, cuando tocaron a decir cosas al oído, no fueron los de Rosa los que recogieron aquella música, sino los suyos, los suyos, que escuchaban anhelantes, acariciados por la armonía de aquella voz que hablaba de ensueños y amoríos.»

Habían bajado desde el puente al río, por una pendiente, y se habían puesto a coger zarzamoras de las que crecen, hirsutas y hoscas, en las márgenes del Valsaín. Allí estuvieron toda la tarde entretenidos en esta diversión ingenua, tiznándose las manos, arañándose los brazos, dejando en jirones los volantes de las enaguas en las púas de aquellas zarzas silvestres.

Se habían sentado después los dos, en apartijo confidencial, sobre la hierba. Rosa, distante, decaía en una desilusión inmensa.

— Pero venga, Rosita. No sea huraña. ¿No quiere nada con nosotros?

Estas frases de cortesía, despiadadas, se metían en el espíritu de Rosa, torturándola. Y sonreía, diciendo:

— Hablen ustedes, que son jóvenes. Dejen a la viejecita que haga su papel.

Se había declarado vencida. ¡Claro! Entre las dos..., no había duda. Rosa era más..., ¿cómo lo diría?, más hermosa, ¡sí!, más sensual, más mujer. Pero ella..., ¡oh!, ella era más fina y más graciosa. Se lo había dicho él,¡él mismo! «Son ustedes las dos encantadoras. Pero le encuentro a usted..., ¡qué sé yo!, más ángel, más sutileza de espíritu. Yo, Laura, sería feliz si usted me quisiera.»

En fin, le había hecho el amor, pero como lo hacen los hombres: de prisa, apremiante, sin esperar contestación. Ella oía encantada y asentía sin darse cuenta.

Acariciada por el contacto fino de las sábanas tibias, Laura se sentía dichosa. El sueño, un sueño sosegado, acudía a sus ojos, que se cerraban dulcemente. Rosa, cercana, debía debatirse en una desesperación rabiosa. Esto le hacía ser más feliz. ¡Oh, qué bien sabe el pan cuando alguien se muere de hambre!

Pensó en su felicidad, en su alegría. Al día siguiente la había citado en el bazar, a las siete. Se lo había dicho al oído:

— Y si puede usted ir sola, ¡mejor! Querría que hablásemos de nosotros.

¡De nosotros!

En el silencio de la alcoba se oía, débil, el resuello de Rosa, que dormía cercana. A veces, desde la iglesia remota, venía el sonido seco, único, de una campanada. De vez en vez, el sereno chillaba su cántico nocturno. Luego, nada. Otra vez el silencio y las sombras. ¿Qué le diría al día siguiente? ¿Para qué la citaba sola, sólo a ella, induciéndola a zafarse de su amiga? ¿La quería? ¡Sí!

Hubo un momento en que dejó de pensar para deleitarse en aquel ¡sí! venturoso. Luego abrió sus brazos despaciosamente. Y ella, ¿le quería? No pudo contestar. Se había dormido. Pero en sus labios, finos y exangües, se había posado una sonrisa llena de hechizo, llena de esperanza, llena de unción.

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