Capítulo 2: Lunes
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La risa del fauno |
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Lunes |
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... Y, al fin, se acercó. — Señoritas... Ellas se detuvieron, vacilantes. Aquel hombre era un caso de atrevimiento increíble. Por la mañana lo habían visto rondar la calle repetidas veces. Ellas estaban en la alcoba, medio desnudas, atisbando por una rendija del balcón entreabierto. Él miraba hacia allí con la cara estúpida del que mira sin ver. Y ellas reían con el semblante regocijado del que ve sin ser visto. Era el mismo del día anterior: aquel hombre elegante y misterioso que las había seguido por los jardines, y que después las había sorprendido en su beso. Por la rendija lo vieron pasar muchas veces, unas paciente, otras nervioso y desesperado. A ellas les entraron ganas de asomarse para decirle a gritos que se retirara, que era un importuno y un fastidioso. Tentadas estuvieron también de hacerle alguna jugarreta poco piadosa: descomponer su traza donjuanesca con un jarro de agua fría lanzada bruscamente a la calle; asomarse las dos al balcón, y ante sus mismos hocicos hartarse de darse besos y de hacerse caricias y arrumacos para burlar pérfidamente sus ansias varoniles. Por la tarde apenas si tuvieron tiempo de caminar solas por los jardines y divagar a sus anchas. Como surgido del bosque, apareció el galán y se puso tras ellas unas veces, a su lado otras, adelantándose en ocasiones para luego esperarlas y quedárselas mirando fijo, sonriente, con una osadía inquietadora. ¿Quién sería aquel hombre extraño? ¿Qué pensaría de ellas? ¿Por quiénes las habría confundido? Lo que no ofrecía duda era su audacia y su guapeza. Porque en eso habían convenido las dos. Era un real mozo. Y, al fin, se acercó. — Señoritas... Rosa, resolviéndose, se adelantó para decirle riendo: —Vamos, a ver, ¿qué desea? ¿Alguna cosa muy interesante? Él se puso cómicamente serio. —Tengo treinta años. Por consiguiente, me parece ridículo continuar siguiéndolas como un cadete. He buscado quien me presente a ustedes... Así, pues, tengo el honor de presentarme humildemente yo mismo. Miguel Albornoz, ingeniero de caminos, canales y puertos; soltero, veraneante en este encantador Real Sitio y hombre un poco desvergonzado. ¡Ah! Por el pronto, les diré una cosa para su tranquilidad. No estoy enamorado de ustedes. No teman, por tanto, una declaración de amor. Y dicho esto se puso junto a Rosa, y siguió diciendo: — Seguramente les habrá extrañado mi confesión. No estoy enamorado de ustedes. Entonces, dirán, con mucha razón, ¿por qué nos ha seguido usted por los jardines y ha paseado por delante de casa? Y a eso yo les respondo con la mayor naturalidad: Porque me aburro olímpicamente en este amable edén veraniego. Se detuvo. Sacó una pitillera de plata, extrajo un cigarrillo, lo mordió entre los dientes, lo encendió y dijo: — Yo me hubiese marchado a San Sebastián, a Biarritz, a Pinto, al diablo, si no me detuviera en La Granja un instinto suicida. En el juego ocurre una cosa semejante. Viene una mala racha, se pierde el dinero, no cesa la avalancha de cartas contrarias, y, sin embargo, no hay manera de retirarse. Siempre queda una esperanza remota, la de una carta favorable, la «carta buena», que nos traerá el soñado y espléndido desquite. Yo todavía la estoy esperando. Digo..., creo haberla encontrado ya. Se detuvo un momento para decir sonriendo: — Ahí tienen usted el motivo de mi persecución. Se habían ido los tres internando por la fronda. Ellas oían, curiosas, asombradas, el discurso de aquel hombre estupendo. Entre la fina maraña del bigote fulgían sus dientes blancos, grandes, firmes, de animal carnicero. En sus ojos, zarcos, brillaba un infierno de mundanidad, de simpatía. — Además — siguió diciendo—,¡es tan insoportable esta colonia veraniega! ¡Uf! En mi vida he visto gente más cursi. Son el prototipo de la cursilería dorada, de la cursilería rica y satisfecha, de esa gente que va en Madrid a todos los sitios donde se paga dinero, que inunda las plateas del Real y el Español, que infesta de gasolina el Retiro, y en la que se ceban las modistas y las sombrereras, engañándolas con unos perifollos ridículos que ya abandonaron las cocotas de París, y que ellas pagan a peso de oro. Laura oía encantada. Rosa sonreía, pensando que aquel hombre era muy divertido. Ambas se miraban a veces y se daban furtivos codazos, como diciéndose: «La verdad es que se trata de un sinvergüenza muy agradable.» De pronto, el individuo se detuvo, acometido por una idea repentina. — Se me acaba de ocurrir una cosa. Dar un paseo en lancha. Habían llegado a la orilla del «mar». Sobre las aguas serpeaba la blanca silueta de una lanchita que parecía de ensueño. Laura tuvo una alegría infantil y una resolución traviesa. —¡Vamos! Miró en todos sentidos. Nadie asomaba por el contorno. Nadie sería testigo de aquella aventura. Luego se encogió de hombros. «¡Bah! Y si nos ven, ¡mejor !¡Lo que a mí se me da de eses estúpidos!» Bordearon el estanque y llegaron al embarcadero. El guarda dormitaba bajo un roble. Despertó malhumorado, cogió el permiso de la Intendencia que Miguel le ofrecía, hizo atracar al bote cerca de la orilla, atrayéndole con una larga pértiga, y le dijo a Miguel: — ¿Entro para remar? — Remaré yo. Dio un salto sobre la feble embarcación y tendió su mano a Rosa para que montase. Esta, evitando mojarse, había subido su enagua de seda, dejando ver el zapato de tafilete y la media calada. Subió. Después embarcó Laura. El botero empujó la barquilla con su pértiga. Miguel probó si los estrovos estaban firmes. Aseguró los toletes y comenzó a bogar. Ellas se habían sentado a popa y pugnaban por llevar el timón. En la contienda, el bote caminaba en zigzag. Los puños, vigorosos, cubiertos de un vello rubio, llevaban la embarcación a paso de esquife ligero. Rosa y Laura reían como dos colegialas en día de asueto. Él comenzó a sudar y abandonó los remos, jadeante, para quitarse la tira almidonada y la corbata. Apareció su cuello, grueso, moreno, musculoso, surcado por las venas moradas que inflaba una sangre tumultuosa, excitada por el ejercicio. — Ahora voy a llevarlas dando la vuelta a todo el estanque, para que vean las orillas. Siguió remando, pero tiró los remos en seguida. Desabrochó, comedido, unos botones de su chaleco, y volvió, impetuoso, a la tarea. A cada palabra adelantábase su pecho, redondo, hercúleo, varonil. Sus piernas, en tensión, se sacudían vigorosas a compás. Ellas lo contemplaban a hurtadillas; Miguel las miraba serenamente, fijo, con sus ojos malignos y sagaces, inquietadores, inteligentes. Dieron la vuelta al estanque. Junto a la gruta hendían los gansos el agua limpia y clara. Pero al sentir ruido escaparon, despavoridos, frenéticos. La luz roja, crepuscular, incendiaba los pinares, bruñendo sus amarillos troncos corpulentos. Se diluía el azul del cielo, debilitándose, haciéndose transparente, diáfano. Del bosque venía una música tenue y amable, como un susurro de flauta que sonase muy lejos. Miguel abandonó los remos y habló. Dijo mil cosas sobre el campo y sobre el cielo, sobre la vida, sobre los hombres, sobre el amor. Era una charla de una apariencia frívola; pero en el fondo, aguda, honda. Poseía su voz el encanto que subyuga a las mujeres, el encanto de decir, con ruido de risas, palabras de ansia y de pasión. Ellas charlaban también, seducidas por la voz varonil y por el arrullo del atardecer. El bote tenía un balanceo discreto y rítmico. Moría un sol enorme, rojo, hundido en la masa verde del pinar. Pasó una alondra, chillando, a refugiarse en su nido. Surgían los murciélagos ingraves, que se caían, que se alzaban en un vuelo agorero y burlón. Miguel se había acercado a ellas y les hablaba de su vida pretérita, en la que aún alentaban las cenizas calientes de un amor muerto. Ellas oían embelesadas, en un olvido absoluto de todo, suspensas en la persuasión infinita de aquella voz hombruna que hablaba de amores con rudezas varoniles. Y dentro de sus almas femeninas parecía brotar un sentimiento nuevo, algo que había dormido un sueño impenetrable y que surgía al empuje de aquellos grandes bigotes negros, de aquellos ojos zarcos, de aquel pecho redondo, de aquellos puños vigorosos, sembrados de vello, de aquella voz recia y sonora, de aquellos blancos dientes de lobo. Cuando cerró la noche, todavía sus tres enormes figuras se perseguían proyectadas en el suelo, entre las sombras miedosas de los árboles, cuando ellas volvían aterradas, temiendo que hubiesen cerrado la puerta del jardín, mientras él caminaba junto a ellas, diciéndoles: —Pero no sean niñas. Si aún es de día. Si falta media hora para que cierren los jardines. Salieron. Al transponer la verja, Miguel se despidió. Ellas avanzaron silenciosas, distanciadas, como dos rivales. Aquella noche se la pasaron, íntegra, hablando de Miguel. |
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