Capítulo 12
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Brahms, Violin Sonata No. 1 - Op. 78 |
El diamante de la inquietud |
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Yo.- Pero volvamos a nuestro tema de hace un rato, sobre la inquietud como excitante de la dicha: aquella ansiedad perenne en que yo vivía, aquel miedo de todos los instantes acrecentaban mi amor a Ana María. Si ella, cediendo a mis súplicas me hubiese dicho: «¡Ya no me voy! Has vencido al muerto; me quedaré contigo para siempre...». Quizás habría yo acabado por envidiar al difunto. Nos irritamos contra la vida, porque no nos da nada definitivo, porque la muerte o la desgracia están siempre de detrás de la cortina esperando entrar, o a nuestras espaldas, mirándonos a hurtadillas... Y en cuanto la suerte nos depara un goce relativamente seguro nos ponemos a bostezar como las carpas... El amigo.- Así acontece, en efecto, y el autor del Pragmatismo, a quien te citaba hace un comento, nos dice en su ensayo sobre si La vida vale la pena o no de ser vivida: «Es un hecho digno de notarse que ni los sufrimientos ni las penas mellan en principio el amor a la vida; parecen al contrario comunicarle un sabor más vivo. No hay fuente de melancolía más grande que la satisfacción. Nuestros verdaderos aguijones son la necesidad, la lucha, y la hora del triunfo nos aniquila de nuevo. Las lamentaciones de la Biblia no emanan de los judíos en cautividad, sino de la época gloriosa de Salomón. En el momento en que era aplastada Alemania por las tropas de Bonaparte fue cuando produjo la literatura más optimista y más idealista que haya habido en el mundo...». Y sigue citando casos por el estilo. El dolor, amigo mío, es, pues, la sola fuente posible de felicidad. ¿Sabes tú cómo definió un humorista la ausencia? La Ausencia es un ingrediente que devuelve al amor el gusto que la costumbre le hizo perder... Y otro tanto puede afirmarse del temor que a ti te atenaceaba. Ana María era como un diamante montado en una sortija de miedo..., que lo hacía valer infinitamente; ¡tú miedo de perderla! Yo.- Tienes razón... Tienes hartísima razón. El amigo.- Egoísta: me das la razón porque opino como tú... Yo.- Me parece que te la daría aun en el caso contrario... Pero puesto que por rara felicidad coincidimos en esta tesis, voy a contarte tres hechos que la corroboran: A un millonario amigo mío, que además de millonario es hombre sano, de carácter alegre, le preguntaba yo en cierta ocasión: -¿Desearía usted vivir eternamente así, como está? ¿Con la misma mujer a quien adora, el mismo hotel en la Avenida del Bosque, los mismos amigos que encuentra tan simpáticos? Y me contestó: «Sí; pero a condición de temer fundadamente de vez en cuando perderlo todo...». Qué sencilla y admirable filosofía, ¿verdad? Ser inmortales, pero temiendo a cada paso no serlo: he aquí la suprema felicidad, en el marco de la suprema inquietud. Amar a una mujer como yo a Ana María, pero temiendo perderla, he aquí la voluptuosidad por excelencia. Vais a besarla y os decís: «Acaso este beso será el último», con lo cual el deleite llega a lo sobrehumano. Estáis al lado de ella, leyendo, en una velada de invierno, cerca de la chimenea, y pensáis: -¡Quizá mañana ya no se halle aquí! ¡Tal vez haya huido para siempre! Entonces sentís todo lo que valen el sosiego divino, la paz amorosa de aquellos instantes... ¿Por qué adoramos tanto a las personas que se nos han muerto? El amigo.- ¡Toma! ¡Porque se nos han muerto! Yo.- Pues una mujer que ha de irse de un momento a otro, irrevocablemente, una mujer que teméis perder a cada instante, tiene más prestigio, más extraño y misterioso embeleso que una muerta... ¿Estás de acuerdo, amigo? El amigo.- Claro que estoy de acuerdo. Yo.- El conde José de Maistre, para comprender y saborear el tibio embeleso, la muelle y deliciosa caricia de su lecho en las más crudas mañanas del invierno, ¿sabes lo que hacía? Él nos lo cuenta con mucha gracia: Ordenaba desde por la noche a su criado que, a partir de las seis de la mañana, le despertase... cada hora. A las seis, por ejemplo, el criado le tocaba suavemente en el hombro: -Señor conde, ¡son las seis de la mañana! El Conde se despertaba a medias, estiraba los brazos, se daba cuenta, fíjate, se daba cuenta de lo bien que estaba en su cama..., y se volvía del otro lado... La inquietud y el miedo momentáneo de tener que levantarse (ya que en el primer momento no se acordaba de su orden de la víspera), avaloraban infinitamente su dicha de volverse a dormir. -¡Señor conde, que son las siete! Y se repetía la misma escena. ... Pues te diré que yo me he imaginado la muerte como un sueño delicioso en invierno: un sueño muy largo, en un lecho muy blando, durante un invierno sin fin, al lado de los seres que amé... Y he pensado que allá cada millón de años, por ejemplo, un ángel llega, me toca en el hombro y me dice: ¿Quieres levantarte? Y yo me esperezo; siento la suavidad maternal de mi lecho, el deleite de mi sueño, el calor blando que emana de los que amo y que duermen conmigo, el consuelo infinito de tenerlos tan cerca y volviéndome del otro lado, respondo al ángel: -No, te lo ruego, déjame dormir... * * * El miedo de perder lo que amamos, sí, es la verdadera sal de la dicha. ¿Te acuerdas amigo?, y éste será el tercer cuento de los que prometí contarte, de aquel divertido libro de Julio Verne que se intitula: Las tribulaciones de un chino en China. El filósofo Wang, que lo posee todo en el mundo, tiene un tedio horrible. ¡Para ser feliz sólo le falta... la inquietud!, y se la proporciona merced a un curioso pacto, con un hombre que, ¡cuando menos lo piense habrá de asesinarle! Wang no sabe de qué recodo de sombra, a qué hora del día o de la noche surgirá el asesino... ¡Y desde entonces vive en una vibración perenne, en una emoción temblorosa, y saborea la vida! El amigo.- Tienes razón; tenemos razón, mejor dicho... Aun cuando a veces se me ocurre que acaso la condición por excelencia de la felicidad, es no pensar en ella... ¡En cuanto en ella piensas, piensas también que no hay motivo para ser feliz! Y, por lo tanto, ya no lo eres. La conciencia plena y la felicidad son incompatibles. Por eso cuando Thetis, antes de metamorfosear en mujer a la sirena enamorada de que nos habla en uno de sus encantadores En Marge, Julio Lemaïtre, la pregunta si para vivir con un hombre renunciaría a la inmortalidad, la sirena responde: «Il faut ne penser a rien pour être immortelle avec Plaisir!»... Pero aguarda y no digas que tengo el espíritu de contradicción; comprendo contigo que se adora infinitamente a un ser que está a punto de desaparecer, a una criatura que en breve ha de dejarnos; a todo lo que es alado, fugaz, veleidoso, y sé de sobra que el amor no crece, sino lo riega la diaria inquietud... Yo.- Pues así se agitaba el mío, merced a la obsesión de Ana María que estaba resuelta a irse. Mi corazón temblaba día y noche al lado de ella, como una pobre paloma asustada y saboreaba yo, como pocos la han saboreado, esa copa del amor en cuyo fondo hay toda la amargura del ruibardo, de la cuasia y de la retama... El amigo.- ¿No dijo Shakespeare que una dracma de alegría debe tener una libra de pena? («One dram of joy must have a pound of care...») Yo.- Antes había dicho Ovidio: «Nulla est sincera voluptas, sollicitum que aliquid laetis advent». |
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