Capítulo 8
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Historia de un mirlo blanco |
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Capítulo 8 | ||
Pese a la resolución que había adoptado y la calma que mostraba, no era feliz. Mi aislamiento, no por glorioso, dejaba de parecerme amargo, y no podía pensar sin espanto en la necesidad en la que me hallaba de pasar toda mi vida en celibato. El regreso de la primavera, en particular, me producía una tortura mortal, y empezaba a caer de nuevo en la tristeza, cuando una circunstancia imprevista decidió mi vida entera. No es necesario decir que mis escritos habían cruzado el Canal de la Mancha, y que los ingleses se los quitaban de las manos. Los ingleses se lo quitan todo de las manos, excepto lo que comprenden. Un día, recibí una carta procedente de Londres firmada por una joven mirlita: «He leído su poema -me decía- y la admiración que he sentido me ha hecho tomar la decisión de ofrecerle mi mano y mi persona. ¡Dios nos ha creado el uno para el otro! Yo, lo mismo que usted, soy una mirla blanca!» Pueden suponer fácilmente mi sorpresa y mi alegría. ¡Una mirla blanca! -me decía-¿es posible? ¡No estoy solo en el mundo, pues! Me apresuré a contestar a la bella desconocida y lo hice de forma que testimoniaba suficientemente cuánto me agradaba su proposición. La urgí para que viniera a París o para que me permitiera volar a su lado. Me contestó diciendo que prefería venir porque sus padres la incomodaban, que estaba poniendo en orden sus asuntos y que la vería pronto. Llegó, efectivamente, sólo unos días más tarde. ¡Qué felicidad!, era la mirla más bella del mundo, y era más blanca aún que yo. -¡Ah! señorita -exclamé- o más bien señora, porque desde este momento la considero como mi legítima esposa, ¿es posible que una criatura tan encantadora se encontrara sobre la tierra sin que la fama me informara de su existencia? ¡Benditos sean los sufrimientos que he tenido que soportar, y los picotazos que me dio mi padre, puesto que el cielo me reservaba un consuelo tan inesperado! Hasta el día de hoy, me creía condenado a una soledad eterna y, francamente, era una carga pesada de llevar; pero al mirarla, me siento todas las cualidades de un padre de familia. Acepte mi mano sin tardar; casémonos a la inglesa, sin ceremonia, y marchémonos juntos a Suiza. -No estoy de acuerdo, -me contestó la joven mirla-; quiero que nuestra boda sea magnífica y que acudan a ella solemnemente todos los mirlos bien que haya en Francia. Las personas como nosotros deben a su propia gloria no casarse como gatos en tejado. He traído una buena provisión de billetes de banco. Haga las invitaciones, visite tiendas y no escatime en provisiones. Me sometí ciegamente a las órdenes de la mirla blanca. Nuestra boda fue de un lujo abrumador y se comieron en ella diez mil moscas. Recibimos las bendición nupcial del reverendo padre Cormoran, que era arzobispo in partibus. Un soberbio baile clausuró la jornada; en fin, no faltó nada a mi felicidad. Mientras más a fondo conocía el carácter de mi encantadora esposa, más aumentaba mi amor. Reunía en su pequeño ser todos los encantos del alma y del cuerpo. Sólo era un poco melindrosa, pero yo lo atribuía a la influencia de la niebla inglesa en la que había vivido hasta entonces, y no dudaba de que el clima de Francia disiparía pronto aquella ligera nube. Una cosa me inquietaba más seriamente y era la especie de misterio del que se rodeaba a veces con rigor singular, encerrándose bajo llave con sus doncellas y pasando así horas enteras para hacer su arreglo personal, según decía. A los maridos no les gustan demasiado esas fantasías en su matrimonio. Llegué a llamar hasta veinte veces al apartamento de mi mujer sin conseguir que me abriera la puerta. Esto me impacientaba cruelmente. Un día, entre otros, insistí de tan mal humor, que se vio obligada a ceder y a abrirme un poco a la carrera, sin dejar de quejarse de mi inoportunidad. Al entrar, observé una botella grande llena de una especie de cola con harina y yeso. Le pregunté a mi mujer qué hacía con aquel remedio y me contestó que era un remedio para sabañones. Aquel remedio me pareció algo extraño; pero ¿qué desconfianza podía inspirarme una persona tan dulce y tan prudente, que se había entregado a mí con tanto entusiasmo y con una sinceridad tan perfecta? En un primer momento yo ignoraba que mi amada fuera una mujer de pluma; me lo confesó al cabo de algún tiempo, y llegó incluso a enseñarme el manuscrito de una novela en la que había imitado a la vez a Walter Scott y a Scarron. Les dejo adivinar el placer que me produjo tan agradable sorpresa… No sólo me veía poseedor de una belleza incomparable, sino que además adquiría la certeza de que la inteligencia de mi compañera era digna en todo punto de mi genio. Desde ese momento, trabajábamos juntos. Mientras yo componía mis poemas, ella emborronaba resmas de papel. Yo le recitaba en voz alta mis versos y eso no le molestaba en absoluto para seguir escribiendo. «Ponía» sus novelas con una facilidad casi igual a la mía, eligiendo siempre los temas más dramáticos, parricidios, raptos, asesinatos e incluso estafas, teniendo cuidado de, de paso, atacar al gobierno y predicar la emancipación de las mirlas. En una palabra, no le costaba ningún esfuerzo a su espíritu ni a su pudor; jamás tachaba una línea, jamás elaboraba un plan antes de ponerse a escribir: era el prototipo de la mirla ilustrada. Un día que se entregaba al trabajo con un ardor desacostumbrado, me di cuenta de que sudaba gruesas gotas y me sorprendí al mismo tiempo al ver que tenía una gran mancha negra en el dorso. -¡Ah, Dios mío! -dije- ¿qué es esto, pues? ¿te encuentras enferma? Ella pareció en un primer momento algo asustada e incluso avergonzada, pero la gran costumbre que tenía de frecuentar la sociedad le ayudó de inmediato a recuperar el dominio admirable que tenía siempre de sí misma. Me dijo que era una mancha de tinta y que le ocurría a veces en sus momentos de inspiración. -¿Mi mujer destiñe? -me dije en voz baja-. Esta idea me impidió dormir. La botella de cola se me vino a la memoria. ¡Oh, cielos -exclamé- ¡qué sospecha! ¿Esta criatura celestial no será nada más que pintura, más que un ligero revoque? ¿se habrá pintado para abusar de mí?… Cuando yo creía abrazar contra mi corazón a la hermana de mi alma, al ser privilegiado creado para mí solo ¿estaba casándome sólo con harina? Atormentado por esta horrible duda, tomé la decisión de quitármela. Adquirí un barómetro y esperé ansiosamente a que llegara un día de lluvia. Quería conducir a mi mujer al campo, escoger un domingo inestable e intentar la prueba del lavado. Pero estábamos en pleno julio, y hacía un terrible buen tiempo. La apariencia de felicidad y el hábito de escribir habían excitado mucho mi sensibilidad. Ingenuo como era, a veces me sucedía mientras trabajaba, que el sentimiento era más fuerte que la idea y me ponía a llorar esperando la rima. A mi mujer le gustaban mucho esas raras ocasiones porque cualquier debilidad masculina le encanta al orgullo femenino. Cierta noche en la que sutilizaba un tachón, según el precepto de Boileau, le abrí mi corazón: -¡Oh, tú! -dije a mi querida mirla- ¡tú la única y la más amada! ¡tú sin la cual mi vida no es más que un sueño! ¡tú, de la que una mirada, una sonrisa metamorfosea para mí el universo, vida de mi corazón! ¿sabes cuánto te amo? Para poner en verso una idea trivial usada ya por otros poetas, un poco de estudio y de atención me bastan para encontrar las palabras, pero ¿dónde encontraré jamás las que necesito para expresarte todo lo que tu belleza me inspira? ¿El recuerdo mismo de mis penas pasadas podría proporcionarme siquiera una palabra para hablarte de mi felicidad presente? Antes de que llegaras a mí, mi aislamiento era el de un huérfano exiliado, hoy es el de un rey. En este débil cuerpo, del que tengo un simulacro hasta que la muerte lo convierta en un despojo, en este pequeño cerebro enfervorecido donde fermenta un inútil pensamiento ¿sabes, ángel mío; comprendes, hermosa mía, que nada que no seas tú puede existir? ¡Escucha lo que mi cerebro puede decir, y hasta qué punto es más grande mi amor! ¡Oh, si mi genio fuera una perla y tú fueras Cleopatra..! Desvariando de este modo, lloraba yo sobre mi esposa y ella se iba destiñiendo de forma visible. A cada lágrima que caía de mis ojos aparecía una pluma, no ya negra, sino del más viejo pelirrojo (creo que ya se había desteñido en otros sitios). Tras unos cuantos minutos de enternecimiento, me encontré cara a cara con un pájaro desencolado y desenharinado, idénticamente igual a los mirlos más comunes y más vulgares. ¿Qué podía hacer? ¿qué podía decir? ¿qué decisión tomar? Todo reproche era inútil. A decir verdad, habría podido considerar el caso como inaceptable, y hacer anular mi matrimonio; pero ¿cómo atreverme a hacer pública mi vergüenza? ¿No era suficiente con mi dolor? Hice de tripas corazón, decidí abandonar el mundo, la carrera literaria, huir a un desierto si era posible, evitar para siempre el aspecto de un ser vivo y buscar como Alceste: «… un lugar apartado |
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