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Alfred de Musset

"Historia de un mirlo blanco"

Capítulo 7

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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

Historia de un mirlo blanco

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Capítulo 7
 

No necesité más de seis semanas para poner a punto mi primera obra. Como me lo había prometido, era un poema en cuarenta y ocho cantos. Podían encontrarse en él algunas negligencias como consecuencia de la prodigiosa fecundidad con la que lo había escrito, pero pensé que el público actual, acostumbrado a la bella literatura que se imprime en la parte inferior de los periódicos, no me haría reproches.

Obtuvo un éxito digno de mí, es decir, sin par. El tema de mi obra no era otro que yo mismo: en eso me acomodaba a la moda de nuestros tiempos. Contaba mis sufrimientos pasados con una encantadora fatuidad; ponía al corriente al lector de mil detalles domésticos del más excitante interés; la descripción de la escudilla de mi madre no ocupaba menos de catorce cantos, pues había contado las ranuras, los agujeros, las abolladuras, las astillas, las púas, los clavos, las manchas, los matices diversos, los reflejos; mostraba el interior, el exterior, los bordes, el fondo, los laterales, los planos inclinados, los planos rectos; pasando al contenido, había estudiado las briznas de hierba, las pajas, las hojas secas, los pequeños trozos de madera, los cascotes, las gotas de agua, los despojos de moscas, las patas rotas de abejorros que allí se encontraban: era una encantadora descripción. Pero no piensen que la imprimí de un tirón; hay lectores impertinentes que se la habrían saltado. La había dividido hábilmente en fragmentos y la había entremezclado con el relato, con el fin de que no se desperdiciara nada; de tal manera que en el momento más interesante y dramático aparecían de repente quince páginas de escudilla. He aquí, en mi opinión, uno de los grandes secretos del arte y, como no soy avaricioso, permito que lo aproveche el que quiera.

Europa entera se sintió emocionada cuando apareció mi libro, y devoró las revelaciones íntimas que me había dignado comunicarle. ¿Cómo podía haber sido de otra forma? No sólo enumeraba todos los acontecimientos relacionados con mi persona, sino que además ofrecía al público un cuadro completo de todas las ensoñaciones que se me habían pasado por la cabeza desde la edad de dos meses; incluso había intercalado en el lugar más hermoso una oda que compuse cuando aún me encontraba en el huevo. Queda claro, por supuesto, que no olvidaba tratar, de paso, el gran tema que tanto preocupa al mundo, es decir, el futuro de la humanidad. Este problema me había parecido interesante; en un momento de ocio esbocé una solución que fue considerada satisfactoria.

Me enviaban a diario cumplidos en verso, cartas de felicitación y declaraciones de amor anónimas. Por lo que respecta a las visitas, seguía estrictamente el plan que me había trazado; mi puerta estaba cerrada para todo el mundo. No pude, no obstante, librarme de recibir a dos extranjeros que se habían anunciado como parientes míos. Uno era un mirlo de Senegal y el otro un mirlo de China.

-¡Ah! señor, -me dijeron mientras me abrazaban hasta asfixiarme-, ¡qué gran mirlo es usted! ¡qué bien ha descrito en su poema inmortal el profundo sufrimiento del genio no reconocido! Si no fuéramos ya todo lo incomprendidos que es posible, lo llegaríamos a ser después de haberlo leído a usted. ¡Hasta qué punto simpatizamos con su dolor, con su sublime desprecio de lo vulgar! ¡Nosotros también, señor, conocemos en carne propia las penas secretas que usted ha cantado! Aquí tiene dos sonetos que hemos escrito y que rogamos acepte.

-Aquí tiene además -añadió el chino- la música que mi esposa ha compuesto sobre un pasaje de su prefacio. Expresa maravillosamente la intención del autor.

-Señores, -les dije- por lo que puedo juzgar, ustedes me parecen dotados de un gran corazón y de un espíritu lleno de luces. Pero perdonen que les haga una pregunta: ¿De dónde procede su melancolía?

-¡Ah, señor! -respondió el habitante de Senegal- mire cómo estoy hecho. Mi plumaje, es verdad, es agradable a la vista y estoy cubierto del bello verde que se ve brillar en los patos, pero mi pico es demasiado corto y mi pie demasiado grande; y ¡mire qué cola tengo! la longitud de mi cuerpo no alcanza los dos tercios de ella. ¿No es esto motivo para sentirse endemoniado?

-Y yo, señor -dijo el chino- mi infortunio es aún más doloroso. La cola de mi colega barre las calles, pero a mí me señalan los pilluelos con el dedo porque no tengo.

-Señores -contesté- les compadezco de todo corazón; es siempre fastidioso tener demasiado, o demasiado poco de lo que sea. Pero permítanme decirles que en el Jardín de Plantas hay muchos individuos que se les parecen y que permanecen allí desde hace mucho tiempo, apaciblemente disecados. De la misma forma que no basta a una mujer de letras ser desvergonzada para hacer un buen libro, tan poco basta a un mirlo estar descontento para ser genial. Yo soy único en mi especie y me aflijo por ello; tal vez esté en un error, pero es mi derecho. Yo soy blanco, señores; conviértanse en blancos y ya veremos qué saben decir.

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