Según nos vamos haciendo mayores se hace más patente que nuestros momentos son los fantasmas de viejos momentos y nuestros días pálidas repeticiones de otros días que conocimos en el pasado. Se podría casi decir que, después de cierta edad, jamás nos encontramos con un extraño ni visitamos un lugar nuevo. El palacio de nuestra alma, esperemos que agrandado con el paso de los años, es perseguido por los pequeños recuerdos que se asoman por las esquinas para espiarnos con nostalgia cuando creemos estar solos. A veces somos incapaces de oír las voces del presente al ser apagadas por los susurros del pasado; a veces la habitación está tan repleta de fantasmas que difícilmente podemos respirar. Y sin embargo, con frecuencia es difícil encontrar un significado a estos días muertos, a estos recuerdos que vuelven para interrumpir nuestro sentido del devenir del tiempo. ¿Por qué nuestro cerebro tiene que ocultar estas memorias triviales durante tanto tiempo y mostrárnoslas luego, cuando no tienen consecuencias aparentes? Tal vez no somos lo suficientemente listos para desvelar el misterio; tal vez todas estas menudencias que hemos recordado inconscientemente, año tras año, son en verdad las fuerzas poderosas que hacen que nuestras vidas sean lo que son.
Estando esta mañana de pie junto a la ventana y viendo la lluvia, fui de repente consciente de una mañana húmeda de hace mucho tiempo cuando también permanecí de pie, como ahora, mirando cómo resbalaban las gotas de lluvia por los cristales de la ventana. Era un niño de ocho años, vestido con un traje de marinero, con el pelo muy corto al estilo de los chicos franceses, y que tenía una herida en la rodilla derecha por haber caído sobre la gravilla debajo de una de las ventanas del colegio. Era un día realmente gris y muy húmedo. Podía oír la lluvia golpeando sobre las ramas de los abetos y resbalando por el tejado de la cocina, mientras el viento la empujaba en ráfagas sobre el césped empapado, produciendo el sonido de una ola al romper. Oía el gorgoteo del agua en el canalón oculto tras la hiedra, y miraba con sumo interés uno de los caminos que estaba anegado, de tal forma que una especie de arroyuelo corría entre los arriates de rosas y me recordaba a los cuadros que representaban Venecia. Pensaba que sería muy divertido que continuara lloviendo tan fuerte, hasta inundar la casa, de manera que tuviéramos que pasar hambre durante tres semanas, y luego ser rescatados triunfalmente en botes de remos; pero en realidad no tenía mucha esperanza de que así fuera. Detrás de mí, en el cuarto de estudio, mis dos hermanos jugaban al ajedrez, aunque todavía no habían empezado a pelearse, y en una esquina mi hermana pequeña se dedicaba a golpear pacientemente a su muñeca. Había un fuego en la chimenea, pero era uno de esos fuegos apagados, sombrío y humoso en el que es imposible interesarse. El reloj que había encima de la repisa de la chimenea marcaba lentamente los segundos y pensé que una eternidad de estos largos segundos me separaba de la cena. Pensé que me gustaría salir afuera.
La empresa presenta ciertas dificultades y peligros, pero ninguno que no pudiera ser superado. Tendría que bajar sigilosamente hasta el vestíbulo y ponerme las botas y el impermeable sin ser visto. Tendría que abrir la puerta principal sin hacer apenas ruido, ya que las otras puertas estaban vigiladas estrechamente por los criados, y tendría que correr camino adelante bajo la luz de muchas ventanas. Una vez más allá de la puerta me encontraría a salvo, ya que la humedad del día me protegería de los encuentros peligrosos. Caminar bajo la lluvia sería más agradable que permanecer en la polvorienta sala de estudio, donde la vida permanece inmutable de cuarto en cuarto de hora, y recordé que había un pequeño bosque cerca de nuestra casa en el que nunca había estado cuando estaba lloviendo fuerte. Quizás me encontrara con ese mago al que tan a menudo había buscado en vano en los días soleados, ya que era bastante probable que preferiera caminar con mal tiempo, cuando no había nadie en los alrededores. Sería delicioso escuchar cómo caían las gotas de lluvia sobre las copas de los árboles, y sentirse abrigado y totalmente seco debajo de ellas. Tal vez el mago me daría una varita mágica, y yo sería capaz de hacer cosas como el mago las pasadas Navidades.
Seguro que me castigarían al volver a casa pues, aunque no me descubrieran, se darían cuenta de que mis botas estaban embarradas y de que tenía el impermeable empapado. No me darían pastel para cenar y me mandarían temprano a la cama: pero todas esas cosas ya me han ocurrido antes, y aunque no me gustaron en el momento, ahora con la perspectiva ya no me parecen tan horribles. ¡Y la vida era tan aburrida en la sala de estudio aquella mañana húmeda cuando yo tenía ocho años!
Sin embargo no salí al exterior, sino que permanecí dudando frente a la ventana, mientras que con cada ráfaga la tierra parecía sacudirse sus rizos de lluvia de su brillante frente. Estar al borde de la aventura es interesante en sí mismo, y ahora que podía pensar en los detalles de mi expedición ya no estaba aburrido. Así permanecí soñando hasta que el dorado momento de la acción había pasado, y una violenta exclamación emitida por uno de los jugadores de ajedrez me devolvió al mundo prosaico. En un instante el tablero de ajedrez salió volando por los aires y los combatientes se enzarzaron en una pelea. Mi hermana pequeña, que ya poseía la femenina inclinación natural por el orden, se deslizó fuera de su rincón y empezó a recoger las piezas de ajedrez de entre los pies de los combatientes. Yo había visto ya antes aquella escena, y mientras aunaba fuerzas para acudir en ayuda del hermano con el que, en aquellos momentos, tenía cierta clase de alianza, pensé que habría sido mucho mejor que me hubiese atrevido a ir en busca de aventuras a aquel mundo lluvioso.
Y esta mañana, mientras permanecía de pie al lado de la ventana, mis recuerdos me traen, con cierta crueldad, las imágenes de aquel día húmedo hace tanto tiempo perdido; y aún sigo pensando lo mismo. ¡Ah! ¡Debería haberme puesto las botas y el impermeable, haberme ido al pequeño bosque en busca del hechicero! Me habría dado la capa de la invisibilidad, el monedero de Fortunato y un par de botas de siete leguas. Me habría enseñado a conquistar mundos y a dejar los fáciles triunfos de los soñadores a los locos, filósofos y poetas. Él habría hecho de mí un hombre de acción, un hombre de estado, un soldado, un fundador de ciudades o un cavador de tumbas. Porque hay dos clases de hombres en el mundo cuando dejamos de lado las pequeñas diferencias de forma y color. Existen los hombres que hacen cosas y los que sueñan con ellas. Nadie puede ser a la vez un soñador y un hombre de acción, y estamos condenados a decidir qué papel queremos desempeñar en la vida cuando todavía somos demasiado jóvenes para saber realmente qué hacer.
No creo que se tratara de un mero capricho de la memoria el que conservara la imagen de aquella hora de una forma tan detallada, mientras que otros momentos más brillantes y llenos de acontecimientos han desaparecido para siempre. Creo que ese momento de duda frente a la ventana del cuarto de estudio determinó una forma mental que me ha hecho un soñador desde entonces. Durante toda mi vida he preferido el pensamiento a la acción. Nunca he escapado al pequeño bosque. Nunca he conocido al mago. Pero, esta mañana, cuando el Destino me tendió esta trampa y mis sueños se congelaron un instante con el gélido aliento del pasado, no fui capaz de salir corriendo hacia las calles de la vida y alumbrar mi camino con una espada llameante. No, cogí mi pluma y escribí algunas frases en una hoja de papel, y adormecí mis sentidos sobreexcitados con la tranquilidad del más ocioso de los sueños.” |