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José Martí

"Amistad funesta"

Capítulo 3

Biografía de José Martí en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4
 

Amistad funesta
Capítulo 3 (Continuación)

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¡Gentes, caballos, carruajes! Las cinco, las seis, las siete. Ya está lleno de gente el colgadizo.

Caballeros y niñas vienen ya del brazo, de las habitaciones interiores. Carruajes y caballos se detienen a la puerta del fondo, de la que por un corredor alfombrado, con grabados sencillos adornadas las paredes, se va a la vez a los cuartos interiores que abren a un lado y a otro, y a la sala. Ya desde él, al apearse del carruaje, se ve a la entrada de la sala, donde hay un doble recodo para poner dos otomanas, como si hubiese allí ahora un bosquecillo de palmas y flores. En un cuarto dejan las señoras sus abrigos y enseres, y pasan a otro a reparar del viaje sus vestidos o a cambiarlos algunas por los que han enviado de antemano. A otro cuarto entran a aliñarse y dejar sus armas los que han venido a caballo. Una panoplia de armas indias, clavada a un lado de la puerta de los caballeros, les indica su cuarto. Un gran lazo de cintas de colores y un abanico de plumas medio abierto sobre la pared, revelan a las señoras los suyos.

Ya suenan gratas músicas, que los indios de aquellas cercanías, colocados en los extremos del colgadizo, arrancan a sus instrumentos de cuerdas. Del jardín vienen los concurrentes; del cuarto de las señoras salen; Ana llega del brazo de Juan. «Juan, ¿quién ha sido? ¿para mí ese sillón de flores?». No la rodean mucho; se sabe que no deben hablarle. Y ¿Lucía que no viene? Ella vendrá enseguida. ¿Y Sol? ¿Dónde está Sol? Dicen que llega. Los jóvenes se precipitan a la puerta. No viene aun. Se está inquieto. Se valsa. Sol viene al fin: viene, sin haberla visto, de llamar al cuarto de Lucía. «¡Voy! ¡Ya estoy!». Así responde Lucía de adentro con una voz ahogada. No oye Sol los cumplimientos que le dicen: no ve la sala que se encorva a su paso; no sabe que la escultura no dio mejor modelo que su cabeza adornada de margaritas, no nota que, sin ser alta, todas parecen bajas cerca de ella. Camina como quien va lanzando claridades, hacia Juan camina:

-Juan ¡Lucía no quiere abrirme! Yo creo que le pasa algo. La criada me dice que se ha vestido tres o cuatro veces, y ha vuelto a desvestirse, y a despeinarse, y se ha echado sobre la cama, desesperada, lastimándose la cara y llorando. Después despidió a la criada, y se quedó vistiéndose sola. ¡Juan! ¡vaya a ver qué tiene!

En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de la sala, y otras parejas, pasando, en espera de que rompiese el baile, alrededor de ellos.

-¡Allí viene! ¡allí viene! -dijo Juan, que tenía a Sol del brazo, señalando hacia el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al fin Lucía. Lucía, todo de negro. A punto que pasaba por frente a la puerta del cuarto de vestir, interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos cuidadosamente, por orden que le había dado Juan, una cesta cargada de armas, vio, viniendo hacia ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad del bosquecillo de flores que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la hermosísima pareja. Se afirmó sobre sus pies como si se clavase en el piso. «¡Espera! ¡Espera!», dijo al indio. Dejó a Juan y a Sol adelantarse un poco por el corredor estrecho, y cuando les tenía como a unos doce pasos de distancia, de una terrible sacudida de la cabeza desató sobre su espalda la cabellera: «¡Cállate, cállate!», le dijo al indio, mientras haciendo como que miraba adentro, ponía la mano tremenda en la cesta; y cuando Sol se desprendía del brazo de Juan y venía a ella con los brazos abiertos...

¡Fuego! Y con un tiro en la mitad del pecho, vaciló Sol, palpando el aire con las manos, como una paloma que aletea, y a los pies de Juan horrorizado, cayó muerta.

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -y retorciéndose y desgarrándose los vestidos, Lucía se echó en el suelo, y se arrastró hasta Sol de rodillas, y se mesaba los cabellos con las manos quemadas, y besaba a Juan los pies; a Juan, a quien Pedro Real, para que no cayese, sostenía en su brazo. ¡Para Sol, para Sol, aun después de muerta, todos los cuidados! ¡Todos sobre ella! ¡Todos queriendo darle su vida! ¡El corredor lleno de mujeres que lloraban! ¡A ella, nadie se acercaba a ella!

-¡Jesús, Jesús! -entró Lucía por la puerta del cuarto de vestir de las señoras, huyendo, hasta que dio en la sala, por donde Ana cruzaba medio muerta, de los brazos de Adela y de Petrona Revolorio, y exhalando un alarido, cayó, sintiendo un beso, entre los brazos de Ana.

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