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José Martí

"Amistad funesta"

Capítulo 3

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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4
 

Amistad funesta
Capítulo 3 (Continuación)

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¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la ciudad. Lucía quiso por un momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana.

-¡Oh, no, Juan! tú no te vayas.

Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso ya nada haría desaparecer: la tristeza de cuando en lo interior hay algo roto, alguna creencia muerta, alguna visión ausente, algún ala caída. Mas se notó en los ojos de Juan una dulce mirada, y no como de que se alegraba él por sí, sino por placer de ver tierna a Lucía. ¡Son tan desventurados los que no son tiernos!

De la ciudad vendría lo mejor; para eso iba Pedro. ¿Quién no quería alegrar a Ana? Y ver a Sol del Valle, que estaba ahora más hermosa que nunca ¿quién no querría? Carruajes, los tenían casi todos los amigos de la casa. El camino, salvo el tramo de las ciudades antiguas, era llano. Allí habría caballerías para ayuda o repuesto. Cerca de la casa, como a dos cuadras de ella, aderezaron para caballerizas dos grandes caserones de madera, construidos años atrás para experimentos de una industria que al fin no dio fruto. Pedro, antes de salir, había encargado que por todas las calles del jardín que había frente a la casa, pusieran unas columnas, como media vara más altas que un hombre, que habían de estar todas forradas de aquella parásita del bosque, sembrada acá y allá de flores azules; y sobre los capiteles, se pondrían unos elegantes cestos, vestidos de guías de enredadera y llenos de rosas. Las luces vendrían de donde no se viesen, ya en el jardín, ya en la casa; y estaba en camino Mr. Sherman, el americano de la luz eléctrica, para que la hubiese bien viva y abundante: los globos se esconderían entre cestos de rosas. De jazmines, margaritas y lirios iban a vestirle a Ana, sin que ella lo supiese, el sillón en que debía sentarse en la fiesta. Con una hoja de palma, puesta a un lado de los marcos y encorvada en ondulación graciosa por la punta en el otro, vistieron los indios todas las puertas y ventanas, y hubo modo de añadir a las enredaderas del colgadizo, otras parecidas por un buen trecho a ambos lados de las tres entradas, en cada uno de cuyos peldaños, como por toda esquina visible del colgadizo o de las salas, pusieron grandes vasos japoneses y chinos con plantas americanas. En las paredes del salón como desusada maravilla, colgó Juan cuatro platos castellanos, de los que los conquistadores españoles embutían en las torres. Era por dentro la casa blanca, como por fuera, y toda ella, salvo el colgadizo, tenía el piso cubierto por una alfombra espesa como de un negro dorado, que no llegaba nunca a negro, con dibujos menudos y fantásticos, de los que el del ancho borde no era el menos rico, rescatando la gravedad y monotonía que le hubiera venido sin ellos de aquella masa de color oscuro.

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