Capítulo 3
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta |
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¡Al campo! ¡al campo! Todos van al campo. Todos, sí, todos. Adela y Pedro Real, Lucía y Juan, y Ana y Sol. Y, por supuesto, las personas mayores que por no influir directamente en los sucesos de esta narración no figuran en ella. ¡Al campo todos! El médico llegó aquel domingo en momentos en que Ana abría los ojos, que a Sol arrodillada al borde de su cama fue lo primero que vieron. -¡Ah, tú, Sol! -y Sol le pasaba la mano por la frente, y le apartaba de ella los cabellos húmedos. Lucía arreglaba las almohadas de manera que Ana pudiera estar como sentada. Sus amigas todas rodeaban la cama, y Ana, sin fuerzas aun para hablar, les pagaba sus miradas de angustia con otras de reconocimiento. Parecía que era dichosa. Sol quiso retirar la mano con que tenía asida la de Ana; pero Ana la retuvo. -¿Qué ha sido, eh, qué ha sido? Sentí como si todo un edificio se hubiese derrumbado dentro de mí. Ya, ya pasó. Ya estoy bien. Y se le cayó la cabeza al otro lado de las almohadas. El médico la halló de esta manera, le puso el oído sobre el corazón, abrió de par en par la ventana y las puertas, y aconsejó que solo quedase junto a ella la persona que ella desease. Ana, que parecía no oír, abrió los ojos, como si el aire le hubiese hecho bien, y dijo: -Juan ha llegado, Lucía. -¿Cómo sabes? -Vete con Juan, Lucía. Sol, tú te quedas. Miró Sol a Lucía, como preguntándole; a Lucía, que estaba en pie al lado de la cama, duros los labios y los brazos caídos. Juan llamaba a la puerta en este instante, y el médico lo entró en el cuarto, de la mano. -Venga a decirme si no es locura pensar que corre riesgo esta linda niña -y con los ojos, desdecía el médico sus palabras-. Pero es indispensable que la enfermita vea el campo. Es indispensable. No me pregunte usted qué remedio necesita -dijo el médico clavando los ojos en Juan-. Mucho reposo, mucho aire limpio, mucho olor de árboles. Llévenmela donde haya calor, estos tiempos húmedos pueden hacerle mucho daño. Si mañana mismo pueden ustedes disponer el viaje, sea mañana mismo. Pero, niña, no se me vaya a ir sola. Lleve gente que la quiera, y que la arrope bien por las mañanitas y por las tardes. ¿Y esta señorita? -añadió volviéndose a Sol-. Y creo que usted se me pone buena si lleva consigo a esta señorita. -Oh, sí, Sol va conmigo; ¿no, Juan? -Por supuesto -dijo Juan vivamente, pensando con placer en que así se regocijaría Ana, cuya afición a Sol le era ya conocida, y se daría una prueba de estimación a la pobre viuda-: por supuesto que la llevamos. Va a ser una gala de los ojos ver ir por un caminito de rosales que yo me sé, cogidas del brazo, a Sol, Ana y Lucía. Lucía, mañana nos vamos. Sol, voy ahora a su casa a pedirle permiso a doña Andrea. ¿Te parece, Lucía que invitemos a Adela y a Pedro Real? ¡Upa, Ana, upa! Allá tengo unos inditos en el pueblo que te van a dar asunto para un cuadro delicioso. ¿Vamos, doctor? -acarició Juan una mano de Ana, besó la de Lucía, con un beso que la regañaba dulcemente y salió al corredor, hablando como muy contento, con el médico. Ana llamó a Lucía con una mirada, y así que la tuvo cerca de sí, sin decir palabra, y sonriendo felizmente, trajo sobre su seno con un esfuerzo las manos de Lucía y de Sol, que estaban cada una a un lado de ella, y paseando sus ojos por sobre sus cabezas, como conversándoles, retuvo largo tiempo unidas las manos de ambas niñas bajo las suyas. Y Sol miró a Lucía de tan linda manera, que no bien Ana se quedó como dormida, se acercó Lucía a Sol, la tomó por el talle cariñosamente, y una vez en su cuarto, empezó a vaciar con ademanes casi febriles sus cajas y gavetas. -Todo, todo, todo es para ti -y Sol quería hablar, y ella no la dejaba-. Mira, pruébate este sombrero. Yo nunca me lo he puesto. Pruébatelo, pruébatelo. Y este, y este otro. Esos tres son tuyos. Sí, sí, no me digas que no. Mira, trajes: uno, dos, tres. Este es el más bonito para ti. ¿Oyes? Yo quiero mucho a Pedro Real. Yo quiero que tú quieras a Pedro Real. Que te vea muy bonita. Que te vean siempre más bonita que yo. Pero óyeme, a Juan no me lo quieras. Tú déjame a Juan para mí sola. Enójalo. Trátalo mal. Yo no quiero que tú seas su amiga. ¡No, no me digas nada! sí, es chanza, sí, es chanza. ¿Ves? Este vestido malva sí te va a estar bien. A ver, qué bien hace con tu pelo castaño. ¿Ves? Es muy nuevo. Tiene el corpiño como un cáliz de flor, un poco recto; no como esos de ahora, que parecen una copa de champaña: muy delgados en la cintura, y muy anchos en los hombros. La saya es lisa; no tiene tableados ni pliegues; cae con el peso de la seda hasta los pies. ¿Ves? a mí me está muy corta. A ti te estará bien. Es un poco ancha, a lo Watteau. ¡Mi pastorcita! ¡mi pastorcita! Yo nunca me la he puesto. ¿Tú sabes? A mí no me gustan los colores claros. ¡Ah! mira: aquí tienes -y escondía algo con las dos manos cerradas detrás de su espalda-, aquí tienes, y no te lo vas a quitar nunca, aunque se nos enoje doña Andrea. Cierra los ojos. Los cerró Sol venturosa de verse tan querida por su amiga, y cuando los abrió, se vio en el brazo, e hizo por quitarse con un gesto que Lucía le detuvo, un brazalete de cuatro aros de perlas margaritas. -Sí, sí, es muy rico; pero yo quiero que tú lo tengas. No: nada, nada que me digas: ¿ves? yo tengo aquí otro, de perlas negras. ¡Y nunca, nunca te lo quites! Yo quiero ser muy buena -y la tomó de las dos manos, y la besó en las dos mejillas apasionadamente-. ¡Ven, vamos a ver a Ana! Y salieron del cuarto, cogidas del talle. ¡Al campo, al campo! Doña Andrea no sabe que va Pedro Real; que si lo supiese, no dejaría ir a Sol: aunque a Juan ¿qué le negaría ella? ¡A Juan! Ese, ese era el que ella hubiera querido para Sol. «Bueno, Juan: que no salga al sol mucho». Juan preguntó en vano por la hermana mayor, por Hermanita. Ella estaba en la casa cuando entró él; pero ahora no: estará en casa de alguna vecina. ¡No, Hermanita estaba allí; estaba en el comedor, detrás de las persianas! Ella veía a quien no la veía. «¡Cierra los ojos, Hermanita, no veas a lo que no debes ver!». Y cuando Juan salió, las persianas se entornaron, como unos ojos que se cierran. ¡Al campo, al campo! Cuatro mulas tiran del carruaje, con collares de plata y cencerro, porque Ana vaya alegre: y las mulas llevan atadas en el anca izquierda unas grandes moñas rojas, que lucen bien sobre su piel negra. El cochero es Pedro Real, que lleva al lado a Adela, en la imperial, Juan y Lucía, adentro, con la gente mayor, que es muy respetable, pero no nos hace falta para el curso de la novela, Ana sentada entre almohadas, muy mejor con el gozo del viaje, con su cuaderno de apuntes en la falda, para copiar lo que le guste del camino, que ya le parece que está buena, y Sol a su lado, con un vestido de sedilla color de ópalo, tranquila y resplandeciente como una estrella. Pedro Real se mordió el bigote rizado cuando vio que no iba a ser Sol su compañera en el pescante. Y con Adela iba muy cortés. Pero ¿Ana no necesitaría nada? Juan, ¿irá Ana bien? Deberíamos bajar. ¡Voy a bajar un momento, a ver si Ana va bien! Bajó muchos momentos. Y las mulas, aunque diestras, más de una vez se iban un poco del camino, como si no estuviese bastante puesto en ellas el pensamiento del cochero. Era como de seis leguas el camino, y todo él a un lado y otro de tan frondosa vegetación que no había manera de tener los ojos sino en constante regalo y movimiento. Porque allá al fondo era un bosque de cocoteros, o una hilera de palmas lejanas que iba a dar en la garganta de dos montes; ya era, al borde mismo del camino, una pendiente llena de flores azules y amarillas que remataba en un río de espumas blancas, nutrido con las aguas de la sierra, o eran ya a la distancia, imponentes como dos mensajes de la tierra al cielo, dos volcanes dormidos, a cuya falda serpeada por arroyuelos de agua blanca viva y traviesa, se recogían, como siervos azotados a los pies de sus dueños, las ciudades antiguas, desdentadas y rotas, en cuyos balcones de hierro labrado, mantenidos como por milagro sin paredes que los sustentasen sobre las puertas de piedra, crecían en hilos que llegaban hasta el suelo copiosas enredaderas de ipomea. De una iglesia que tuvo los techos pintados, y dorados de oro fino de lo más viejo de América los capiteles de los pilares, quedaba en pie, como una concha clavada en tierra por el borde, el fondo del altar mayor, cobijado por una media bóveda: un bosquecillo había crecido al amor del altar; la pared interior, cubierta de musgo, le daba desde lejos apariencia de cueva formidable; y era cosa común y sumamente grata ver salir de entre los pedruscos florecidos, al menor ruido de gente o de carruajes, una bandada de palomas. Otra iglesia, de que no había quedado en pie más que el crucero, tenía el domo completamente verde, y las paredes de un lado rosadas y negras, como los bordes de una herida. Y por el suelo no podía ponerse el pie sin que saltase un arroyo. Llegaron a los volcanes; pasaron por las ciudades antiguas: más allá iban; y no se detuvieron. Lucía, a la sombra de su quitasol rojo, se sentía como la señora de toda aquella natural grandeza, y como si el mundo entero, de que tenía a los ojos hermosa pintura, no hubiera sido fabricado más que para cantar con sus múltiples lenguas los amores de Lucía Jerez y de su primo. Y se veía ella misma lo interior del cráneo como si estuviese lleno de todas aquellas flores: lo que le sucedía siempre que estaba sola, con Juan Jerez al lado. Adela y Pedro hablaban de formalísimos sucesos, que tenían la virtud de poner a Adela contemplativa y silenciosa, dando a Pedro ocasión para ir callado buena parte del camino, lo cual aprovechaba él en celebrar consigo mismo animados coloquios: y a cada instante era aquello de: «Juan, ¿cómo estará Ana? Bajaré un instante, a ver si se le ofrece algo a Ana». Y Lucía reía, y daba por cosa cierta que, aunque Sol era niña recatada, ya le había dicho que Pedro Real le parecía muy bien, y se la veía que le llevaba en el alma: lo que a Juan no parecía un feliz suceso, aunque prudentemente lo callaba. Adentro del carruaje, la dichosa Sol era toda exclamaciones: jamás, jamás, en su vida de huérfana pobre, había visto Sol correr los ríos, vestirse a los bosques fuertes de campanillas moradas y azules, y verdear y florecer los campos. De un color de rosa de coral se le teñían las mejillas, y el ónix de México no tuvo nunca mayor transparencia que la tez fina de Sol, en aquella mañana de ventura en la naturaleza. ¡Ay! la buena Ana sonreía mucho, pero había olvidado levantar de su falda el cuaderno de notas. |
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