Capítulo 3
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta |
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Y volvemos ahora al pie de la magnolia, cuando ya llevaba días de sucedido todo esto, y Sol estaba en una banqueta a los pies de Lucía, sentada en un sillón de hierro. Ana, con sus caprichos de madre, había querido que le llevasen aquel domingo a Sol. «¡Es tan buena, Lucía! Tú no tienes que tenerle miedo: tú también eres hermosa. Mira: yo veo a las personas hermosas como si fueran sagradas. Cuando son malas no: me parecen vasos japoneses llenos de fango; pero mientras son buenas, no te rías, me parece, cuando estoy delante de ellas, que soy un monaguillo y que le estoy alzando la cogulla, como en la misa, a un sacerdote. Vamos, tráeme a Sol; ¿pero es de veras que Juan no viene hoy?». -¡Es de veras! Sí, sí; ahora mismo voy, y te traigo a Sol. Sol vino, y otras amigas de Ana, mas no Adela. Vivía ya Ana en un sillón de enfermo, porque andar le era penoso, y reclinarse no podía. Ya, como las tardes cuando se está yendo la luz, tenía el rostro a la vez claro y confuso, y todo él como bañado de una dulce bondad. Ni deseos tenía, porque de la tierra deseó poco mientras estuvo en ella, y lo que Ana le hubiera pedido a la tierra, de seguro que en ella no estaba, y tal vez estaría fuera de ella. Ni sentía Ana la muerte, porque no le parecía a ella que fuese muerte aquello que dentro de sí sentía crecientemente, y era como una ascensión. Cosas muy lindas debía ver, conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredes de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz, como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón. No decía sino caridades. Sola, sí, no quería estar ella. Tampoco se quiere estar solo cuando se va a entrar en un viaje: tampoco, cuando se está en las cercanías de la boda. Es lo desconocido, y se le teme. Se busca la compañía de los que nos aman. Y más que con otras se había encariñado Ana, en su enfermedad, con Sol, cuya perfecta hermosura lo era más, si cabe, por aquel inocente abandono que de todo interés y pensamiento de sí tenía la niña. Y Ana estaba mejor cuando tenía a Sol cogida de la mano, en cuyas horas Lucía, sentada cerca de ellas, era buena. Dormía Ana en aquellos momentos, cuando en el patio hablaban Lucía y Sol. Hablaban del colegio, que había dado su examen en aquella semana, y dejaba a Sol libre durante dos meses: y a Sol no le gustaba mucho enseñar, no, «pero sí me gusta: ¿no ves que así no pasa mamá apuros? ¡Mamá!». Y Sol contaba a Lucía, sin ver que a esta al oírlo se le arrugaba el ceño, cómo inquietaban a doña Andrea los cuidados de Pedro Real, de que no hablaba la señora, porque la niña no se fijase más en él; pero ella no, ella no pensaba en eso. -No, ¿por qué no? -No sé: yo no pienso todavía en eso; me gusta, sí, me gusta verle pasear la calle y cuidarse de mí; pero más me gusta venir acá, o que tú vayas a verme, y estar con Ana y contigo. Luego, Pedro Real me da miedo. Cuando me mira, no me parece que me quiere a mí. Yo no sé explicarlo, pero es como si quisiera en mí otra cosa que no soy yo misma. Porque a mí me parece, ¡anda, Lucía, tú puedes decirme de eso! a mí me parece que cuando un hombre nos quiere, debemos como vernos en sus ojos, así como si estuviéramos en ellos, y dos veces que he visto de cerca a Pedro Real, pues no me ha parecido encontrarme en sus ojos. ¿No es, verdad, Lucía, que cuando a uno lo quieren le sucede a uno eso? En la mano de Lucía se encogió de pronto el cabello de Sol con que jugaba. -¡Ay! me haces daño. -¿Quieres que vayamos a ver cómo está Ana? Y ya se estaba poniendo en pie para ir a verla, y arreglándose Sol los cabellos, aquellos cabellos suyos finos, de color castaño con reflejos dorados, cuando a un tiempo se oyeron dos diversos ruidos: uno en el cuarto de Ana, como de mucha gente que se moviera y hablara agitadamente, otro a la puerta de la calle, donde, con aire desembarazado, saltaba un hombre opuesto, de una mula de camino. -¡Juan! -murmuró Lucía, poniéndose más blanca que las camelias. -¿Juan Jerez? -dijo Sol alegrándosele el rostro, y acabando apresuradamente de sujetarse las trenzas. Lucía, en pie y ceñuda, y con los ojos puestos sobre Sol, a quien turbaba aquel silencio, aguardó apoyada en la silla de hierro, a Juan que, reparando apenas en Sol, venía hacía su prima con las manos tendidas. -Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales a recibirme? ¿para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas en mula? A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer los ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro. Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores de un vaso. -Lucía, ¿qué tienes? -¡Sol, Lucía, vengan! -dijo acercándose a ellas una de sus amigas que salía del cuarto de Ana precipitadamente-. Ah, Juan, que bueno que esté aquí. Ve, Lucía, ve, yo creo que Ana se muere. -¡Ana! -Sí, mande enseguida por el médico. Saltó Juan en la mula, y echó a escape. Sol ya estaba al lado de Ana, Lucía miró muy despacio a la puerta de la calle, miró con ira a aquella por donde había entrado Sol, y se quedó unos momentos de pie, sola en el patio, los dos brazos caídos, y apretados a los costados, fijos los ojos delante de sí tenazmente. Y echó a andar hacia el cuarto de Ana después de haber mirado a su alrededor a todos los lados, como si temiese. |
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