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José Martí

"Amistad funesta"

Capítulo 3

Biografía de José Martí en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4
 

Amistad funesta
Capítulo 3 (Continuación)

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-¿Cómo entenderte, Lucía? -decía Juan a su prima unos quince días después de la noche de la fiesta, con una intención severa en las palabras que él con Lucía nunca había usado-. Desde hace unos quince días, espera, creo que me acuerdo, desde la noche de Keleffy, te encuentro tan injusta, que a veces, creo que no me quieres.

-¡Juan! ¡Juan!

-Bueno, Lucía: tú sí me quieres. Pero ¿qué te hago yo que explique esas durezas tuyas de carácter, para mí que vengo a ti como viene el sediento a un vaso de ternuras? Más cariño no puedes desear. Pensar, yo sí pienso en todo lo más difícil y atrevido; pero querer, Lucía, yo no quiero más que a ti. Yo he vivido poco; pero tengo miedo de vivir y sé lo que es, porque veo a los vivos. Me parece que todos están manchados, y en cuanto alcanzan a ver un hombre puro empiezan a correrle detrás para llenarle la túnica de manchas. La verdad es que yo, que quiero mucho a los hombres, vivo huyendo de ellos. Siento a veces una melancolía dolorosa. ¿Qué me falta? La fortuna me ha tratado bien. Mis padres me viven. Me es permitido ser bueno. Y además, te tengo -le dijo tomándola, cariñosamente de la mano que Lucía le abandonó como apenada y absorta.

-Te tengo, y de ti me vienen, y en ti busco, las fuerzas frescas que necesito para que el corazón no se me espante y debilite. Cada vez que me asomo a los hombres, me echo atrás como si viera un abismo; pero de cada vez que vengo a verte, saco un brío para batallar y un poder de perdón que hacen que nada me parezca difícil para que yo lo acometa. No te rías, Lucía; pero es la verdad. ¿Tú has leído unos versos de Longfellow que se llaman «Excelsior»? Un joven, en una tempestad de nieve, sube por un puerto pobre, montaña arriba, con una bandera en la mano que dice: «Excelsior». No te sonrías: yo sé que sabes tú latín: «¡Más alto!». Un anciano le dice que no vaya adelante, que el torrente ruge abajo y la tempestad ¡se viene encima: «¡Más alto!». Una joven linda, ¡no tan linda como tú!, le dice: «Descansa la cabeza fatigada en mi seno». Y al joven se le humedecen los ojos azules, pero aparta de sí a la enamorada y le dice: «¡Más alto!».

-¡Ah no! pero tú no me apartarás a mí de ti. Yo te quito la bandera de las manos. Tú te quedas conmigo. ¡Yo soy lo más alto!

-No, Lucía: los dos juntos llevaremos la bandera. Yo te tomo para todo el viaje. Mira que, como soy bueno, no voy a ser feliz. ¡No te me canses! -y le besó la mano.

Lucía le acariciaba con los ojos la cabeza.

-Y el joven al fin siguió adelante: y los monjes lo hallaron muerto al día siguiente, medio sepultado en la nieve; pero con la mano asida a la bandera, que decía: «¡Más alto!». Pues bien, Lucía: cuando no te me pones majadera, cuando no me haces lo que ayer, que me miraste de frente como con odio y te burlaste de mí y de mi bondad, y sin saberlo llegaste hasta dudar de mi honradez, cuando no te me vuelves loca como ayer, me parece cuando salgo de aquí, que me brilla en las manos la bandera. Y veo a todo el mundo pequeño, y a mí como un gigante dichoso. Y siento mayor necesidad, una vehemente necesidad de amar y perdonar a todo el mundo. En la mujer, Lucía, como que es la hermosura mayor que se conoce, creemos los poetas hallar como un perfume natural todas las excelencias del espíritu; por eso los poetas se apegan con tal ardor a las mujeres a quienes aman, sobre todo a la primera a quien quieren de veras, que no es casi nunca la primera a quien han creído querer, por eso cuando creen que algún acto pueril o inconsiderado las desfigura, o imaginan ellos alguna frivolidad o impureza, se ponen fuera de sí, y sienten unos dolores mortales, y tratan a su amante con la indignación con que se trata a los ladrones y a los traidores, porque como en su mente las hicieran depositarias de todas las grandezas y claridades que apetecen, cuando creen ver que no las tienen, les parece que han estado usurpándoles y engañándoles con maldad refinada, y creen que se derrumban como un monte roto, por la tierra, y mueren aunque sigan viviendo, abrazados a las hojas caídas de su rosa blanca. Los poetas de raza mueren. Los poetas segundones, los tenientes y alféreces; de la poesía, los poetas falsificados, siguen su camino por el mundo besando en venganza cuantos labios se les ofrecen, con los suyos, rojos y húmedos en lo que se ve, ¡pero en lo que no se ve tintos de veneno! Vamos, Lucía, me estás poniendo hoy muy hablador. Tú ves, no lo puedo evitar. Si me oyeran otras gentes, dirían que era un pedante. Tú no lo dices, ¿verdad? Es que en cuanto estoy algún tiempo cerca de ti, de ti que nadie ha manchado, de ti en quien nadie ha puesto los labios impuros, de ti en quien mido yo como la carne de todas mis ideas y como una almohada de estrellas donde reclino, cuando nadie me ve, la cabeza cansada, estas cosas extrañas, Lucía, me vienen a los labios tan naturalmente que lo falso sería no recordarlas. Por fuera me suelen acusar de que soy rebuscado y exagerado, y tú habrás notado que ya yo hablo muy poco. ¿Qué culpa tengo yo de que sea así mi naturaleza, y de que al influjo de tu cariño enseñe todas sus flores?

Y le besó las dos manos, como pudiera un niño haber besado dos tórtolas.

Así, aunque no parezca cierto, suelen hablar y sentir algunos seres «vivos y efectivos», como dicen las lápidas de los nichos en que están enterrados los oficiales militares muertos en el servicio de la corona española. Así exactamente, y sin quitar ni poner ápice, era como sentía y hablaba Juan Jerez.

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