Capítulo 3
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta |
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Desde la noche de la fiesta de Keleffy, Lucía y Sol se han visto muchas veces. ¿De conocerla, cómo había de librarse, en estas ciudades nuestras en que todo el mundo se conoce? Aquella misma noche, y no fue Juan por cierto, Lucía, muy adulada por la directora del Instituto de la Merced, de donde había salido tres años antes, se vio en brazos de Sol, que la miraba llena de esperanza y ternura. Se levantó la directora y llevó a Sol de la mano a donde Lucía estaba, taciturna. Las vio venir, y se echó atrás. -¡Vienen a mí, a mí! -se dijo. -Lucía, aquí te traigo una amiga, para que te la pongas en el corazón, y me la cuides como cosa de tu casa. En tus manos la puedo dejar: tú no eres envidiosa. Y a Sol se le encendía el rostro, sin saber qué decir, y a Lucía se le desvanecía el color, buscando en balde fuerzas con que mover la mano y abrir los labios en una sonrisa. -Pero esto no ha de ser así, no. Y la directora puso el brazo de Sol en el de Lucía, y acompañadas de miradas celosas, se refugió por algunos momentos con ellas en un balcón, cuya baranda de granito estaba oculta bajo una enredadera florecida de rosas salomónicas. El balcón era grande y solemne; la noche, ya muy entrada, y el cielo, cariñoso y locuaz, como se pone en nuestros países cuando el aire está claro, y parece como que platican y se hacen visitas las estrellas. -Y ante todo, Lucía y Sol, dense un beso. -Mira, Lucía -dijo la directora juntando en sus manos las de las dos niñas y hablando como si no estuviese Sol con ellas, quien se sentía las mejillas ardientes, y el pecho apretado con lo que la maestra iba diciendo, tanto, que por un instante vio el cielo todo negro, y como que desde su casita la estaba llamando doña Andrea-. Mira, Lucía, tú sabes cómo entra en la vida Sol del Valle, como lo sabe todo el mundo. Su padre se ha muerto. Su madre está en la mayor pobreza. Yo, que la quiero como a una hija, he procurado educarla para que se salve del peligro de ser hermosa siendo tan pobre. Sintió Lucía en aquel instante como si la mano de Sol le temblase en la suya, y hubiese hecho un movimiento por retirarla y ponerse en pie. -Señora... -No, no, Lucía. La que va a ser mujer de Juan Jerez... La sombra de una de las cortinas de la enredadera, que flotaba al influjo del aire, escondió en este instante el rostro de Sol. -... merece que yo ponga en sus manos, para que me la enseñe al mundo a su lado y me la proteja, la joya de la casa con que ha sido Juan Jerez tan bueno. Aquí la cortina flotante de la enredadera cubrió con su sombra el rostro de Lucía. -Juan... -Juan ha sido muy bueno -dijo como con cierta prisa voluntaria la directora-. Él apenas conoce a Sol, porque ha ido muy poco a casa de doña Andrea; pero como es tan generoso, se alegrará de que tú ampares a esta niña, con el respeto de tu casa, de los que, porque la verán desvalida... Más blanco que su vestido pudo verse en este momento, el rostro de Sol. -... querrán faltarle al respeto. Ya Sol ha acabado su colegio; pero para que mi obra no quede incompleta, voy a dejarla en él como profesora, y así ayudará a su madre a llevar los gastos de la casa, y le hemos tomado ya a doña Andrea una casita mejor, cerca del Instituto. Yo espero -añadió la señora gravemente, y como si las estrellas no estuviesen brillando en el cielo-, que Sol será una buena maestra. Yo, Lucía, no podré llevarla a todas partes, porque ya he dejado de ser joven, y los cuidados del colegio me lo impiden; pero quiero que tú hagas mis veces, y ya lo sabes -dijo con una ligera emoción en la voz dando un beso en la mejilla de Lucía-, cuídamela. Que sientan que el que no pueda llegar hasta ti, no puede llegar hasta ella. Cuando haya una fiesta, llévala. Ella se vestirá siempre linda, porque yo la he enseñado a hacérselo todo y es maestra en coser. Convídala a tu casa, para que nadie tenga reparo en convidarla a la suya: que el que entra en tu casa puede entrar en todas partes. Sol es tan bonita como agradecida. -Sí, sí, señora -interrumpió Lucía que en sus mejillas propias estaba sintiendo la palidez de las de Sol-. Yo la llevaré conmigo. Yo sí, yo sí, ahora mismo la presentaré a todas mis amigas. Iremos juntas la Semana Santa. No me digas que no, Sol. Iremos al teatro siempre juntas. Y el cariño le iba creciendo con las palabras, que decía amontonadamente, como si tuviese prisa por olvidarse de algo, o quisiese vengarse de sí misma. -Bueno, vamos entonces, que yo veo que la gente curiosea porque estamos cuchicheando tanto tiempo. Vamos. Sol no hablaba. Lucía, como que quería defenderla de la directora, que entraba ya en el salón con su paso pomposo. -Enseguida, señora, enseguida. Entre usted y detrás vamos nosotras. Voy a coger dos rosas de esta enredadera: esta para Sol -y se la prendió con mucha ternura, mirándola amorosamente en los ojos-; esta, que es la menos bonita, para mí. -¡Oh, usted es tan buena! -¿Usted? No, Sol, yo soy tu hermana. No hagas caso de lo que dice la directora. Yo te querré siempre como una hermana -y abrió los brazos, y apretó en ellos a Sol, a la que llevaba sin miedo, prestísimamente. -¡Oh! -dijo Sol de pronto ahogando un grito. Y se llevó la mano al seno, y la sacó con la punta de los dedos roja. Era que al abrazarla Lucía, se le clavó en el seno una espina de la rosa. Con su propio pañuelo secó Lucía la sangre, y de brazo las dos entraron en la sala. Lucía también estaba hermosa. |
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