Capítulo 1
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta Capítulo 1 (continuación) |
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La bondad es la flor de la fuerza. Aquel Juan brioso, que andaba siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre hollados; aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos; aquel que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada; aquel que no veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha; aquel amantísimo corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una manecita blanca. La de esta o la de aquella le importaban poco; y él, en la mujer, veía más el símbolo de las hermosuras ideadas que un ser real. Lo que en el mundo corre con nombre de buenas fortunas, y no son, por lo común, de una parte o de otra, más que odiosas vilezas, habían salido, una que otra vez, al camino de aquel joven rico a cuyo rostro venía, de los adentros del alma, la irresistible belleza de un noble espíritu. Pero esas buenas fortunas, que en el primer instante llenan el corazón de los efluvios trastornadores de la primavera, y dan al hombre la autoridad confiada de quien posee y conquista; esos amoríos de ocasión, miel en el borde, hiel en el fondo, que se pagan con la moneda más valiosa y más cara, la de la propia limpieza; esos amores irregulares y sobresaltados, elegante disfraz de bajos apetitos, que se aceptan por desocupación o vanidad, y roen luego la vida, como úlceras, solo lograron en el ánimo de Juan Jerez despertar el asombro de que, so pretexto o nombre de cariño, vivan hombres y mujeres, sin caer muertos de odio a sí mismos, en medio de tan torpes liviandades. Y no cedía a ellas, porque la repulsión que le inspiraba, cualesquiera que fuesen sus gracias, una mujer que cerca de la mesa de trabajo de su esposo o junto a la cuna de su hijo no temblaba de ofrecerlas, era mayor que las penosas satisfacciones que la complicidad con una amante liviana produce a un hombre honrado. Era la de Juan Jerez una de aquellas almas infelices que solo pueden hacer lo grande y amar lo puro. Poeta genuino, que sacaba de los espectáculos que veía en sí mismo, y de los dolores y sorpresas de su espíritu, unos versos extraños, adoloridos y profundos, que parecían dagas arrancadas de su propio pecho, padecía de esa necesidad de la belleza que como un marchamo ardiente, señala a los escogidos del canto. Aquella razón serena, que los problemas sociales o las pasiones comunes no oscurecían nunca, se le ofuscaba hasta hacerle llegar a la prodigalidad de sí mismo, en virtud de un inmoderado agradecimiento. Había en aquel carácter una extraña y violenta necesidad del martirio, y si por la superioridad de su alma le era difícil hallar compañeros que se la estimaran y animasen, él, necesitado de darse, que en su bien propio para nada se quería, y se veía a sí mismo como una propiedad de los demás que guardaba él en depósito, se daba como un esclavo a cuantos parecían amarle y entender su delicadeza o desear su bien. |
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