Capítulo 1
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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4 |
Amistad funesta Capítulo 1 (continuación) |
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Juan Jerez era noble criatura. Rico por sus padres, vivía sin el encogimiento egoísta que desluce tanto a un hombre joven, mas sin aquella angustiosa abundancia, siempre menor que los gastos y apetitos de sus dueños, con que los ricuelos de poco sentido malgastan en empleos estúpidos, a que llaman placeres, la hacienda de sus mayores. De sí propio, y con asiduo trabajo, se había ido creando una numerosa clientela de abogado, en cuya engañosa profesión, entre nosotros perniciosamente esparcida, le hicieron entrar, más que su voluntad, dada a más activas y generosas labores, los deseos de su padre, que en la defensa de casos limpios de comercio había acrecentado el haber que aportó al matrimonio su esposa. Y así Juan Jerez, a quien la Naturaleza había puesto aquella coraza de luz con que reviste a los amigos de los hombres, vino, por esas preocupaciones legendarias que desfloran y tuercen la vida de las generaciones nuevas en nuestros países, a pasar, entre lances de curia que a veces le hacían sentir ansias y vuelcos, los años más hermosos de una juventud sazonada e impaciente, que veía en las desigualdades de la fortuna, en la miseria de los infelices, en los esfuerzos estériles de una minoría viciada por crear pueblos sanos y fecundos, de soledades tan ricas como desiertas, de poblaciones cuantiosas de indios míseros, objeto más digno que las controversias forenses del esfuerzo y calor de un corazón noble y viril. Llevaba Juan Jerez en el rostro pálido, la nostalgia de la acción, la luminosa enfermedad de las almas grandes, reducida por los deberes corrientes o las imposiciones del azar a oficios pequeños; y en los ojos llevaba como una desolación, que solo cuando hacía un gran bien, o trabajaba en pro de un gran objeto, se le trocaba, como un rayo de sol que entra en una tumba, en centelleante júbilo. No se le dijera entonces un abogado de estos tiempos, sino uno de aquellos trovadores que sabían tallarse, hartos ya de sus propias canciones, en el mango de su guzla la empuñadura de una espada. El fervor de los cruzados encendía en aquellos breves instantes de heroica dicha su alma buena; y su deleite, que le inundaba de una luz parecida a la de los astros, era solo comparable a la vasta amargura con que reconocía, a poco que en el mundo no encuentran auxilio, sino cuando convienen a algún interés que las vicia, las obras de pureza. Era de la raza selecta de los que no trabajan para el éxito, sino contra él. Nunca, en esos pequeños pueblos nuestros donde los hombres se encorvan tanto, ni a cambio de provechos ni de vanaglorias cedió Juan un ápice de lo que creía sagrado en él, que era su juicio de hombre y su deber de no ponerlo con ligereza o por paga al servicio de ideas o personas injustas; sino que veía Juan su inteligencia como una investidura sacerdotal, que se ha de tener siempre de manera que no noten en ella la más pequeña mácula los feligreses; y se sentía Juan, allá en sus determinaciones de noble mozo, como un sacerdote de todos los hombres, que uno a uno tenía que ir dándoles perpetua cuenta, como si fuesen sus dueños, del buen uso de su investidura. Y cuando veía que, como entre nosotros sucede con frecuencia, un hombre joven, de palabra llameante y talento privilegiado, alquilaba por la paga o por el puesto aquella insignia divina que Juan creía ver en toda superior inteligencia, volvía los ojos sobre sí como llamas que le quemaban, tal como si viera que el ministro de un culto, por pagarse la bebida o el juego, vendiese las imágenes de sus dioses. Estos soldados mercenarios de la inteligencia lo tachaban por eso de hipócrita, lo que aumentaba la palidez de Juan Jerez, sin arrancar de sus labios una queja. Y otros decían, con más razón aparente -aunque no en el caso de él-, que aquella entereza de carácter no era grandemente meritoria en quien, rico desde la cuna, no había tenido que bregar por abrirse camino, como tantos de nuestros jóvenes pobres, en pueblos donde por viejas tradiciones coloniales se da a los hombres una educación literaria, y aun esta descosida e incompleta, que no halla luego natural empleo en nuestros países despoblados y rudimentarios, exuberantes, sin embargo, en fuerzas vivas, hoy desaprovechadas o trabajadas apenas, cuando para hacer prósperas a nuestras tierras y dignos a nuestros hombres no habría más que educarlos de manera que pudiesen sacar provecho del suelo providísimo en que nacen. A manejar la lengua hablada y escrita les enseñan, como único modo de vivir, en pueblos en que las artes delicadas que nacen del cultivo del idioma no tienen el número suficiente, no ya de consumidores, de apreciadores siquiera, que recompensen, con el precio justo de estos trabajos exquisitos, la labor intelectual de nuestros espíritus privilegiados. De modo que, como con el cultivo de la inteligencia vienen los gustos costosos, tan naturales en los hispanoamericanos como el color sonrosado en las mejillas de una niña quinceña; como en las tierras calientes y floridas, se despierta temprano el amor, que quiere casa, y lo mejor que haya en la ebanistería para amueblarla, y la seda más joyante y la pedrería más rica para que a todos maraville y encele su dueña; como la ciudad, infecunda en nuestros países nuevos, retiene en sus redes suntuosas a los que fuera de ella no saben ganar el pan, ni en ella tienen cómo ganarlo, a pesar de sus talentos, bien así como un pasmoso cincelador de espadas de taza, que sabría poblar éstas de castellanas de larga amazona desmayadas en brazos de guerreros fuertes, y otras sutiles lindezas en plata y en oro, no halla empleo en un villorrio de gente labriega, que vive en paz, o al puñal o a los puños remite el término de sus contiendas; como con nuestras cabezas hispanoamericanas, cargadas de ideas de Europa y Norteamérica, somos en nuestros propios países a manera de frutos sin mercado, cual las excrecencias de la tierra, que le pesan y estorban, y no como su natural florecimiento, sucede que los poseedores de la inteligencia, estéril entre nosotros por su mala dirección, y necesitados para subsistir de hacerla fecunda, la dedican con exceso exclusivo a los combates políticos, cuando más nobles, produciendo así un desequilibrio entre el país escaso y su política sobrada, o, apremiados por las urgencias de la vida, sirven al gobernante fuerte que les paga y corrompe, o trabajan por volcarle cuando, molestado aquel por nuevos menesterosos, les retira la paga abundante de sus funestos servicios. De estas pesadumbres públicas venían hablando el de la barba larga, el anciano de rostro triste, y Juan Jerez, cuando este, ligado desde niño por amores a su prima Lucía, se entró por el zaguán de baldosas de mármol pulido espaciosas y blancas como sus pensamientos. |
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