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Capítulo XXII | ||
De la memoria de los innumerables beneficios de Dios.
1. Abre, Señor, mi corazón a tu ley, y enséñame a andar en tus mandamientos. Concédeme que conozca tu voluntad, y con grave reverencia y diligente examen recuerde tus beneficios, así generales como particulares, para que pueda en adelante darte dignamente gracias. Porque conozco y confieso que no puedo darte las debidas alabanzas y gracias por el más pequeño de tus beneficios. Soy de menos valor que todos los bienes que me has hecho; y cuando miro tu generosidad, desfallece mi espíritu a vista de tanta grandeza. 2. Todo lo que tenemos en el alma y en el cuerpo, y cuantas cosas poseemos, interior y exterior, natural o sobrenaturalmente, son beneficios tuyos y te engrandecen como bienhechor piadoso y bueno, de quien recibimos todos los bienes. Y aunque uno reciba más y otro menos, todo es tuyo; y sin Ti, nada se puede alcanzar. El que más ha recibido no puede gloriarse de su merecimiento, ni estimarse sobre los demás, ni desdeñar al menor, porque aquel es mayor y mejor que menos se atribuye a sí, y es más humilde, devoto y agradecido. Y el que se tiene por más vil que todos, y se juzga por mas indigno, está más dispuesto para recibir mayores gracias. 3. Mas el que recibió menos no se debe entristecer, ni indignarse, ni envidiar al que tiene más; antes debe reverenciarte y engrandecer sobremanera tu bondad, que tan copiosa, gratuita y liberalmente reparte tus beneficios, sin acepción de personas. De Ti proceden todas las cosas, y por lo mismo en todas debes ser alabado. Tu sabes lo que conviene dar a cada uno. Y porque tiene uno menos y otro más, no nos toca a nosotros discernirlo, sino a Ti, que sabes determinadamente los merecimientos de cada uno. 4. Por eso, Señor Dios, tengo también por gran beneficio el carecer de muchas cosas de las cuales exteriormente me alaben y honren los hombres; de modo que cualquiera que considerare la pobreza y bajeza de su persona, no solo no recibirá pesadumbre, ni tristeza ni abatimiento, sino mas bien consuelo y alegría grande. Porque Tú, oh Dios, escogiste para familiares y domésticos a los pobres, humildes y despreciados de este mundo. Testigos son tus mismos Apóstoles, a quienes constituiste príncipes sobre toda la tierra. Mas se conservaron en el mundo tan resignados, tan humildes y sencillos, viviendo tan sin malicia ni fraude, que se alegraban de padecer injurias por tu nombre, y abrazaban con grande afecto lo que el mundo aborrece. 5. Por eso ninguna cosa debe alegrar tanto al que te ama y reconoce tus beneficios, como tu voluntad para con él, y el beneplácito de tu eterna disposición. Lo cual le ha de contentar y consolar de tal manera, que quiera tan voluntariamente ser el menor de todos, como desearía otro ser el mayor. Y así tan pacífico y contento debe estar en el último lugar como en el primero; y tan de gana debe sufrir verse despreciado y abatido, sin fama ni nombradía, como si fuese el más honrado y el mayor de todos en el mundo. Porque tu voluntad y el amor de tu honra ha de ser sobre todas las cosas; y esto debe consolar a uno y contentarle más que todos los beneficios recibidos o que puede recibir. |
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