"El maestro Martín y sus mancebos" Capítulo 11
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El maestro Martín y sus mancebos |
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XI | ||
Por más enojado que estuviese el maestro contra Reinoldo y Federico, poco tardó en confesar que con ellos había desaparecido la alegría del taller, pues los nuevos mancebos parecían haber apostado entre sí a ver quien le daría más pesares. Desde entonces debían correr por su cuenta los menores detalles del trabajo y aun así raras veces éste le dejaba satisfecho. Hendido al peso de tantos y tan nimios cuidados, exclamaba con frecuencia:—¡Ah, Reinoldo y Federico! ¿Por qué habíais de engañarme? ¿Por qué no continuasteis siendo buenos toneleros?—y algunas veces era tan grande su abatimiento, que ni siquiera tenía bríos para trabajar. Una tarde que se hallaba sentado en su casa, en esta triste situación de ánimo, entraron de improviso Jacobo Paumgartner y el maestro Juan Holzschner, con lo que adivinó que la visita sería cuestión de Federico. En efecto, Paumgartner entabló la conversación hablando del joven, y Holzschner haciendo los mayores elogios, dijo que no sólo prometía ser un excelente platero, sino un fundidor de tanto mérito como el mismo Pedro Fischer. Paumgartner le echó en cara su dureza con respectó al pobre mancebo, y los dos interlocutores se unieron para rogarle se sirviera concederle la mano de su hija, dado caso que ésta les correspondiese. El maestro Martín les dejó hablar cuanto quisieron, y cuando hubieron concluido, les dijo sonriendo:—Señores míos, muy calurosa defensa habéis hecho de un muchacho que ha abusado indignamente de mi confianza: sabed, pues, que le perdono: pero en cuanto a darle la mano de mi hija, decidle que no piense en ello. En este instante Rosa entró, con la palidez en el semblante y hundidos los ojos, dejando tres copas y una botella de vino sobre la mesa, sin decir una palabra. —Pues bien,—repuso Holzschner,—antes de que Federico abandone para siempre su querida patria, pues está resuelto a hacerlo, no le neguéis un consuelo. En mi taller acaba de concluir una bonita pieza de platería, y en su nombre os pido permiso para ofrecerla a Rosa como un recuerdo.—Diciendo esto sacóse del bolsillo una pequeña copa de plata artísticamente cincelada y se la presentó al tonelero, que era muy aficionado a obras de esta clase, el cual se puso a examinarla atentamente en todos sentidos. Nada más bello que aquella joya: cubríanla exteriormente flexibles guirnaldas de vid y de rosal entrelazadas, surgiendo de cada rosa una bellísima cabeza de angelito. En lo interior se hallaba dorada y cubierta también de figuras de ángeles amorosamente agrupadas, de modo que al llenarse de transparente vino parecían animarse y juguetear en el fondo de la copa. —Es, en efecto, un trabajo delicioso,—exclamó maestro Martín,—y tendrá macho gusto en conservarlo, si se aviene Federico en recibir el doble de su coste en buenas monedas de oro. En aquel instante se abría la puerta suavemente y aparecía el mancebo, pálido como un difunto, y no bien le hubo visto Rosa, a los gritos de:—¡Oh, mi buen Federico! corrió a arrojarse a sus brazos medio muerta. El maestro Martín permaneció al verles como estupefacto; y después de echar una mirada al fondo de la copa, cual si estuviera reflexionando.—Rosa,—exclamó,—¿tú quieres a Federico? —¡Oh!—murmuró la joven,—no puedo ya disimularlo por más tiempo: le amo más que a mí misma: cuando le despedisteis creí morir de sentimiento. —Pues bien, Federico, abraza a tu novia:—dijo el tonelero. Paumgartner y Holzschner se miraron como si vieran visiones; empero el maestro Martín, cogiendo nuevamente la copa, dijo:—¡Oh! ¡Dios del cielo, tú has hecho que se realizara en un todo la profecía de la bisabuela! «Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita embalsamada de odoríferos efluvios, en la cual cantarán alegres serafines». Esta copa es la casita risueña: he aquí los alegres serafines, he aquí, en fin, el amante verdadero. Yaya, señores, todo está arreglado: ¡ya he encontrado yerno! Sólo el que alguna vez en una pesadilla se haya visto transportado a una noche siniestra y oscura como una tumba, despertando de improviso y hallándose rodeado de embalsamadas flores y respirando el suave ambiente de la primavera, puede comprender la emoción de Federico. Incapaz durante un buen rato de proferir una palabra, tenía a Rosa entre sus brazos, hasta que por fin pudo exclamar:—¿Habláis de veras, mi querido maestro? Es cierto que me concedéis la mano de Rosita, y que no deberé renunciar al arte a que me siento llamado? —Sí, hijo mío, sí;—repuso el maestro Martín:—No puedo obrar de otro modo, si ha de cumplirse la profecía de la bisabuela. Tu obra de maestro ya es inútil que la emprendas... —No, en manera alguna,—dijo Federico radiante de alegría:—ahora me siento con valor para acabar el gran tonel, lo acabaré y volveré a mis crisoles y buriles. —¡Bravo, muchacho!—dijo el maestro entusiasmado:—a concluir el tonel y celebrar las bodas. Federico cumplió fielmente su promesa, terminando su gran tonel de doble cabida, el cual fue la admiración de los inteligentes. El maestro Martín no cesaba de bendecir al cielo, por haberle dado un yerno semejante. Llegó el día de la boda: en el vestíbulo de la casa hallábase ceremoniosamente instalado el gran tonel de Federico, lleno de vino y cubierto de flores. Reuniéronse los maestros del gremio de toneleros, con Paumgartner al frente y los plateros, todos ellos con sus esposas. Iba a ponerse en marcha el alegre cortejo en dirección a la iglesia de San Sebaldo, donde la hermosa pareja debía recibir la bendición nupcial, cuando se oyó un estrepitoso trompeteo y pisadas de caballo junto a la puerta del maestro Martín. El tonelero corrió a asomarse la ventana y vió que era el noble Enrique de Spangemberg en traje de gala, seguido a poco trecho de un joven caballero, con una brillante espada en el cinto, y un sombrero empenachado y sembrado de piedras preciosas; marchando a su lado, montada en una jaca, blanca como la nieve, iba una dama de admirable belleza, ricamente prendida y rodeada de un sin fin de pajes y criados vistosamente adornados. Callaron las trompetas y gritó el señor de Spangemberg levantando la frente: —Hola, maestro Martín, aquí me tenéis; pero no vengo por vuestra bodega, ni por vuestros escudos, sino para asistir al casamiento de Rosa. ¿Permitiréis que pase adelante? E! tonelero acordándose de lo que había dicho un día, acudió algo corrido a recibir al anciano caballero: éste después de apearse, entró en la casa, saludando a la concurrencia, seguido de la dama, que iba de la mano del apuesto doncel. Así que el maestro Martín se hubo fijado en él, juntando las manos, exclamó lleno de asombro:—Dios mío!... Conrado!...—Sí, maestro,—dijo el joven,—soy Conrado, vuestro antiguo mancebo, perdonadme por la herida que os inferí, pues ya conocéis que debiera haberos muerto, sino que las cosas han tomado un giro muy diferente. Sumamente turbado el maestro Martín contestó que era mejor que no le hubiera muerto y que ya no se acordaba siquiera de aquel pequeño rasguño. Cuando la bella dama hubo entrado en la sala, todo el mundo se asombró de su completo parecido con la hija del tonelero. El joven caballero te acercó a Rosa y le dijo:—Permitid, bella Rosita, que Conrado asista a vuestro enlace, y perdonad al irreflexivo mancebo que un día por poco os causa una gran desgracia. Como todos se miraban, sumamente confusos, el anciano Spangemberg, tomó la palabra para decir:—Veo que es menester que aclare lo que tanto parece sorprenderos. Esto joven es mi hijo Conrado, y esa dama, su esposa, que lo mismo que la hija del maestro Martín se llama Rosa. ¿Os acordáis, maestro, de aquella noche en que os pregunté si me negaríais la mano de Rosa para mi hijo? Pues éste se hallaba entonces perdidamente enamorado de ella, y a sus instancias practiqué la gestión de que os acordaréis, sin duda. Al referirle la donosa respuesta que os merecí, sólo pensó en meterse de mancebo en vuestra casa, para ganar el afecto de vuestra hija y robárosla a la primera oportunidad. Unos, golpes que le aplicasteis, por los cuales os felicito, le curaron de su manía, y encontró después a esa noble joven, que bien podría ser la verdadera Rosa que había dado origen a su violenta pasión. La joven dama hizo en tanto un gracioso saludo a la desposada, y le ofreció como regalo de bodas un magnífico collar de ricas perlas, diciendo:—Valga esto, querida Rosa, por el ramo de Flores que disteis un día a mi Conrado, en premio de sus triunfos. Lo conservó siempre mas, como un objeto precioso, y sólo cuando os dejó por mí, cometió la infidelidad de tributármelo. Os ruego que no le guardéis ningún rencor. —¿Qué decís, señora?—repuso Rosa.—¿Cómo podía una pobre niña de la plebe merecer el corazón del noble Conrado? Únicamente vos, erais digna de tanto honor, y fue sin duda por lo casual de llevar vuestro mismo nombre que me hizo la corte, pero sólo pensando en vos. Por segunda vez el cortejo iba a ponerse en marcha, cuando llegó un joven, vestido a la italiana, de terciopelo floreado, llevando sobre el pecho varios collares honoríficos. —¡Reinoldo! ¡Querido Reinoldo!—exclamó Federico arrojándose a los brazos del recién llegado, al mismo tiempo que el maestro Martín y su hija exhalaban un grito de alegría. —¿No te lo dije, amigo mío,—exclamó Reinoldo, estrechándole contra su corazón,—que todo se arreglaría propiciamente para ti? Vengo para festejar tu enlace, y a traerte un cuadro que aceptarás como regalo de boda. A estas palabras ordenó a dos criados que le seguían, que descubrieran un bulto que llevaban, y apareció un magnífico lienzo encuadrado en un dorado marco, representando al maestro Martín en su taller, trabajando en un gran tonel junto con sus mancebos Reinoldo, Federico y Conrado, en el acto de hacerles Rosa una visita, Todo el mundo encomió la verdad de la composición y el magnífico colorido de este cuadro. —¡Ah!—exclamó Federico sonriendo,—esta es tu obra de maestro; ya habrás visto la mía en el vestíbulo, aunque me prometo hacer otra cuanto antes. —Lo presumo,—dijo Reinoldo,—pues todo lo he sabido. Te felicito y deseo que te mantengas fiel a tu profesión, que después de todo se aviene mejor que la mía con los placeres domésticos. En el banquete de bodas, Federico estaba sentado entre las dos Rosas, y frente a frente tenía al maestro Martín, el cual se hallaba entre Conrado y Reinoldo. Paumgartner llenó hasta el borde la cincelada copa de Federico y la vació de un sorbo a la salud del maestro Martín y de sus bravos oficiales. La copa dió la vuelta a la mesa, y el viejo Spangemberg y todos los comensales bebieron alegremente a la salud del tonelero, de su hija y de sus antiguos mancebos. |
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